Los anchos y serpenteantes pasillos se extendían ante ellos como las fauces de una bestia antigua, tallada en piedra, tierra y musgo. Las paredes, toscas y desgastadas, parecían llevar las cicatrices de algo más viejo que la memoria. Cada paso resonaba en el vacío, eco tras eco, como si el pasadizo devorara el sonido para alimentar su insondable oscuridad. El terreno, irregular y traicionero, ondulaba bajo sus pies, obligándolos a caminar con cautela.
Las linternas, destellos frágiles en la penumbra, arrojaban haces de luz que parecían perder la batalla contra la negrura. De vez en cuando, un viento helado surgía desde lo más profundo, cargado de un extraño olor terroso, como el aliento de algo vivo y antiguo.
A medida que avanzaban, se adentraron en algunas salas de prisión: Las figuras de los prisioneros emergían de las sombras, apenas discernibles hasta que las linternas arrancaban sus contornos de la penumbra. Hombres y mujeres, físicamente intactos pero desgastados en esencia. Sus cuerpos eran delgados, pocos en "buena forma", con pieles pálidas y marchitas como pergaminos olvidados, pero eran sus ojos los que realmente hablaban: vacíos, hundidos, vidriosos. La chispa de vida que alguna vez pudieron haber tenido estaba sofocada, enterrada bajo el peso implacable del encierro.
Algunos murmuraban entre dientes, sonidos apenas reconocibles como palabras; otros miraban fijamente, perdidos en algún lugar más allá del tiempo. A pesar de su estado, mantenían una resistencia básica, alimentándose de los suministros que encontraban en las celdas de cadenas negras, una rutina macabra que sostenía los restos de su humanidad.
Deberían haberlo pensado antes de cometer semejantes atrocidades, reflexionó el teniente con una amargura que luchaba por enmascarar. Sin embargo, incluso él no podía ignorar el nudo de lástima que sentía al verlos.
La marcha continuó. Desde las grietas y pasadizos laterales, los mutantes emergían en oleadas, como si la tierra los vomitara para enfrentarse a los invasores. Fueron eliminados con precisión letal, en una coreografía de muerte donde cada movimiento contaba. Kalis lideraba con serenidad, levantando un brazo mientras motas de luz roja flotaban a su alrededor.
Serpientes ígneas brotaron del entorno cercano, retorciéndose en el aire antes de hundirse en los cuerpos deformes de los mutantes. Los gritos se extinguieron rápidamente, sofocados por las llamas que consumieron carne y huesos, junto a los disparos que impactaban en sus cabezas. O lo que parecían ser sus cabezas. Kalis permaneció inmóvil, sintiendo el flujo del maná ambiental que parecía impregnar incluso este lugar inhóspito. Absorbiéndolo lentamente, comenzó a purificarlo y redistribuirlo a través de su cuerpo.
Mientras tanto, un exterminador disparaba con su reaper [Arma reglamentaria.] modificada, un arma integrada en su brazal hasta el hombro que escupía balas con un trueno mecánico. El cargador colgaba y se balanceaba; se encontraba en la parte trasera de su mochila. Con su mano libre sostenía un cuchillo táctico, listo para enfrentarse cuerpo a cuerpo si los enemigos se acercaban demasiado. Por su parte, la cortesana se movía como una sombra, su poder psíquico sembrando el caos en las filas enemigas. Los mutantes vacilaban, confundiéndose y atacándose entre ellos, una guerra silenciosa librada en sus mentes.
A pesar de sus esfuerzos, los enemigos continuaban llegando. Más de treinta cuerpos ya se amontonaban en el pasadizo, liberando vapores corrosivos que contaminaban el aire. Ante este nuevo peligro, los exterminadores decidieron desviarse. En una curva de otro pasadizo, donde las paredes parecían cerrarse como un puño, se encontraron con una puerta en el lateral izquierdo.
Era de piedra, cubierta de musgo y raíces que la abrazaban. Grabados brillaban con un resplandor fosforescente y líneas ondulantes. Un exterminador se adelantó, tocando las marcas con cautela.
—Estos símbolos… —murmuró a través de los comunicadores—. Fueron hechos por nuestra Ordo. Nos ayudan a distinguir entre las salas vacías y las que contienen cadenas. Pero, ¿y si nos hemos perdido algo? Nunca hemos investigado a fondo.
El encargado de la Segunda de Tango lo interrumpió con firmeza.
—No hay tiempo para dudas. Nuestra misión es clara: Las salas con cadenas son nuestra prioridad.
El exterminador asintió, apartando la mano de los grabados con una última caricia, como si dejara atrás un misterio sin resolver. Sin más vacilación, la comitiva se preparó para seguir adelante.
…
La Ciudadela se desplegaba ante ellos como un vasto santuario olvidado, un lugar que la Ordo y los gremios de aventureros apenas habían comenzado a desentrañar. Seis pilares de piedra gris e imponentes, se alzaban como centinelas en un espacio que parecía no tener fin. De las paredes y del techo agrietados surgían pequeñas criaturas fosforescentes, sus cuerpos irradiando un débil resplandor verdoso que teñía las sombras con una luz inquietante. Arriba, la roca desaparecía en una oscuridad insondable, perforada por agujeros que prometían un abismo sin fondo. Aquellos túneles y sus cientos de corredores permanecían inexplorados, aguardando expediciones futuras. Y ese, era su objetivo de hoy.
El trayecto desde el inicio del complejo hasta la Ciudadela no había sido extenso; el verdadero desafío siempre residía en los laberintos. Hoy en día, ya estaba cartografiado casi todo. Por lo que los mapas les permitían avanzar con cierta rapidez.
Al llegar, el grupo hizo un alto. Necesitaban alimentarse y reorganizarse. El teniente, una figura alta y de presencia severa, permanecía en pie mientras los demás se acomodaban, su mirada escudriñando cada rincón del entorno con la intensidad de un depredador. Alzó una mano, llamando a Kalis.
—Las luces químicas. Sácalas.
Kalis obedeció sin palabras. Sacó varias varillas de uno de los compartimentos de la mochila del teniente y las crujió, activando la reacción química en su interior. En sus manos surgió un resplandor intenso, que pasó a su hermano Francorion. Juntos lanzaron las luces en distintas direcciones, marcando un perímetro alrededor del equipo.
La penumbra retrocedió ligeramente, revelando una ligereza más de la Ciudadela. En los extremos del perímetro podían verse cajas de madera dispersas, de distintas formas y tamaños, evidencia de los preparativos de la Ordo. Algunas estaban abiertas, claras señales de que otros escuadrones, e incluso el resto de Tango, habían estado allí. Dos estandartes de la Ordo se erguían como testigos mudos en dos túneles distintos, caminos tomados por ellos.
La mayoría de los escuadrones estaban bajo el mando del Gran Maestre en la "Operación: Nudo de Espinas", destinada a capturar al flagelomante. Este grupo, en cambio, tenía un propósito distinto: Exploración. Ocasionalmente, la Ordo también se encargaban de proteger las bases militares, tanto de ellos como imperiales (bajo contrato) y vigilar los territorios limítrofes conocidos como "Ereípia Thanátou [Territorios mutantes.]", o salvaguardar el Protectorado: Tierras sagradas para la Ordo Exterminatorum.
Tras la breve comida, los tres hechiceros exterminadores se sentaron en silencio, sus cuerpos rígidos como estatuas. Cerraron los ojos, afinando sus sentidos para percibir el flujo del maná ambiental. El proceso de absorción y purificación era casi ritualista, conectándolos con una energía que parecía existir más allá del tiempo. Sin embargo, no era así. La calma que los envolvía era espesa, casi sofocante, pero necesaria.
El silencio fue quebrado de forma brutal. Un chillido agudo e inhumano desgarró el aire. El sonido se retorció en los corredores como una serpiente, amplificado por las paredes de piedra de la Ciudadela. Los ecos confusos desorientaron a los psíquicos, incapaces de identificar la fuente con precisión. Los hechiceros, sin embargo, lo sintieron antes de verlo.
Armas cuerpo a cuerpo emergieron de sus fundas, reflejando un brillo por las tenues luminosidades del lugar. Los exterminadores prepararon sus dones, listos para desatar su furia al menor signo de peligro. Pero los velocimánticos no dieron margen de maniobra.
Aparecieron como espectros veloces, sus movimientos un borrón que serpenteaba entre los pilares. Usaban los pilares y los exteriores como cobertura, intentando atacar desde ángulos inesperados mientras destrozaban las luces químicas con maniobras precisas. Detrás de ellos, una horda de mutantes regulares avanzaba como una ola imparable, buscando saturar al grupo con su número.
Kalis y el teniente reaccionaron al instante. Las Ígnea Thalmar, armas híbridas de magia y tecnología, cobraron vida con un zumbido cuando el maná purificado fluyó hacia sus cargadores. Cada disparo resonaba con la fuerza de su portador, proyectiles que combinaban precisión y poder destructivo. Pero no podían disparar a ciegas; la energía era limitada y debía usarse con sabiduría.
Lo que ellos querían hacer, era empaparlos con el maná purificado. Lo otro, era que ambos: subordinado y líder, sincronizaran su maná. Así, la mujer exterminadora podría usar su poder ampliado. Hiriendo y maximizando el daño hacia los Acechadores Silentes.
Kalis, portadora de la magia de creación, comenzó a alzar muros de tierra alrededor de donde operaban los velocimánticos. Las barreras no eran fortificaciones completas, sino intentos estratégicos de canalizar el movimiento de los velocimánticos hacia rutas predecibles. Enfrentarse a enemigos astutos, letales e inteligentes... No podía permitirse fallar.
La batalla llenó la Ciudadela de estruendos. Los disparos de las Ígnea Thalmar iluminaban los corredores en tonos nebulosos de rojo, verde, café y azul. El exterminador con el reaper modificado mantenía a raya a los mutantes regulares, rociándolos con proyectiles de forma implacable. Cecilia y Francorion, con los sentidos agudos, buscaban cualquier sombra que quisiera hacer un inminente ataque suicida.
El primer velocimántico cayó en la trampa como un depredador que subestima a su presa. Apenas sus garras arañaron el estrecho corredor de tierra, una andanada de balas de maná lo impregnó, llenando el aire con destellos de colores brillantes y dejando tras de sí un rastro nebuloso. Kalis, con los ojos entrecerrados, concentró su voluntad en las motas de luz rojas que flotaban en el aire. En su mente, el poder tomó forma: Un núcleo ardiente, una llama latente que estalló en un hechizo de fuego. Las llamas envolvieron al velocimántico en un instante, consumiéndolo en un rugido abrasador. Francorion, siempre preciso, disparó con su tempestad, solo para asegurarse de que el enemigo no se levantaría. Nunca más. No había margen para errores, no con un enemigo tan veloz y letal.
Kalis sintió el tirón en su interior, una señal de advertencia de sus reservas menguantes. Sentía aquella asfixia distante. La magia de creación era su mayor ventaja, pero también su carga. Cada conjuro exigía más de lo que sus compañeros hechiceros necesitaban para manipular el maná del entorno. No podía permitirse agotar su energía demasiado pronto.
Mientras tanto, los velocimánticos restantes seguían siendo una amenaza. Zigzagueaban con una precisión aterradora, sus cuerpos ágiles desplazándose a cuatro patas con movimientos que desafiaban toda lógica humana. Eran sombras vivas, esquivando disparos con una gracia que parecía casi burlona.
El exterminador con el reaper modificado descargaba su arma sin descanso, su torrente de disparos creando una sinfonía de destrucción. Cada ráfaga trazaba líneas incandescentes en el aire, iluminando el polvo que se levantaba con el impacto de las balas. Pero los mutantes regulares, implacables, seguían avanzando. Se desplegaban en abanico, flanqueando por ambos lados, mientras otros surgían de agujeros en los túneles superiores, cayendo al terreno como una lluvia de pesadilla.
El choque de los escombros que caían se mezclaba con los rugidos y gruñidos de la horda. El teniente, alerta, alzó su voz por encima del caos.
—¡Atrás! —ordenó, su tono cortante y autoritario.
El grupo comenzó a retroceder con precisión marcial, manteniendo la formación mientras cada miembro cubría a sus compañeros. Los filos de sus armas destellaban bajo la luz intermitente, cada golpe y cada disparo realizados con una eficiencia brutal. Explosiones de granadas iluminaban el campo, sus ondas expansivas sacudiendo el terreno y creando breves momentos de tregua al fragmentar las filas enemigas. Pero la marea no cesaba, y la presión era constante.
En el centro del tumulto, las habilidades psíquicas se desplegaron con fuerza devastadora. Las ondas de energía rompían huesos o desorientaban a las criaturas que se encontraban cerca o a media distancia. Un relámpago de poder psíquico atravesó la horda, enviando a un grupo de mutantes volando como hojas en una tormenta. Sin embargo, la prioridad era clara: Los velocimánticos… Los Acechantes Silentes debían ser eliminados primero. Eran molestos.
Kalis, jadeando, pero enfocada, preparó un nuevo conjuro. Las barreras de tierra que había creado forzaban a los velocimánticos a moverse por rutas más predecibles, pero eso solo le daba unos segundos de ventaja. El teniente disparó una ráfaga de su Ígnea Thalmar, obligando a uno de ellos a detenerse brevemente. Ese momento de vacilación era todo lo que necesitaban.
Francorion aprovechó el instante, su poder psíquico masacrando a la horda, mientras Kalis canalizaba su magia en un hechizo que prometía cerrar esta danza mortal.
…
La batalla había terminado, pero su presencia seguía impregnando cada rincón de la Ciudadela. El silencio que la siguió no era un alivio, sino una pausa pesada. El campo de batalla se extendía a sus pies, un espectáculo de devastación que no podía ignorarse. Cuerpos de mutantes regulares y velocimánticos se mezclaban en un tapiz grotesco, sus formas retorcidas todavía exudando calor y una energía inquietante que se aferraba al aire como un eco de su furia.
El hedor era insoportable. Una amalgama de humo, tierra quemada y el inconfundible azufre de la carne mutante al arder. Los vapores corrosivos ascendían desde el terreno, haciéndoles retroceder instintivamente por dónde vinieron, donde las grietas y rugosidades de la piedra les ofrecieron un refugio temporal. Allí, bajo el túnel, trataron de recomponer sus pensamientos.
Cecilia se dejó caer pesadamente, su cuerpo temblando mientras apoyaba la espalda contra la pared. Su casco integral permanecía en su lugar, pero no hacía nada para ocultar su fatiga. La sangre que corría por su nariz manchaba la parte interna del visor, y su respiración irregular resonaba como un tamborileo débil en el canal de comunicaciones. No se molestó en limpiarse ni en buscar alivio; solo quería un momento para procesar todo aquello.
—Ya nada puede sorprenderme… —susurró, su voz cargada de desconsuelo y derrota. El murmullo apenas fue audible, pero el canal de comunicaciones lo amplificó, llevándolo a los oídos de todos.
El teniente no respondió de inmediato. Se mantenía en pie, aunque su postura, siempre rígida y disciplinada, ahora revelaba un leve temblor en los músculos de su cuello. A dos metros de Cecilia, su figura parecía esculpida en la penumbra, pero sus ojos, ocultos tras el visor, reflejaban una tormenta de pensamientos. Finalmente, rompió el silencio.
—¿Velocimánticos... aquí? —pronunció el teniente, sus palabras llenas de incredulidad. Era un hecho que desafiaba la lógica. Su voz, aunque firme, llevaba consigo una carga que no podía disimularse.
Sin esperar respuesta, retiró el casco con un gesto brusco, dejando ver un rostro endurecido por las cicatrices y el tiempo, pero ahora surcado por una incertidumbre que pocas veces permitía aflorar. Activó el mapa holográfico. La proyección color cerúlea iluminó tenuemente los alrededores, trazando las líneas de pasadizos y rutas que habían atravesado. Sus dedos se movieron con precisión mientras marcaba puntos clave y delineaba las rutas por las que ellos pasaron.
Reflejaba desconcierto, tensión de lo sucedido: nombró su rango y nombre, describió los eventos, de inicio a fin, hasta ese entonces. Dejó constancia de lo que habían encontrado. Y, sin problema alguno, se comunicó con los dos tenientes restantes, por lo cual, al capitán de Tango. Sus ojos recorrían el campo, evaluando las bajas enemigas y la situación de su grupo. El capitán de Tango le respondió. Informó que no habían encontrado variantes en sus sectores, solo mutantes regulares; Acordaron reunirse.
Mientras finalizaba el informe, sus pensamientos regresaban al mismo punto: ¿Por qué ahora? Desde que el Torbellino había sido descubierto, hacía setenta y un años, los mutantes regulares habían sido el enemigo predominante. Las variantes, por definición, eran escasas y estaban asociadas a condiciones específicas dentro de las Ereípia Thanátou. Esto no tenía sentido. El descubrimiento de velocimánticos en este lugar implicaba un cambio deliberado, quizás incluso una voluntad detrás de los patrones aparentemente caóticos de los mutantes.
—Esto no es aleatorio —murmuró para sí mismo, apenas audible. Su mano descansó instintivamente sobre la empuñadura de su espada. La fría textura del metal le ofreció una extraña sensación de estabilidad. En su mente, las respuestas debían ser lineales, las causas y los efectos, claros. Pero aquí, en este lugar, las reglas que había aprendido a respetar parecían desmoronarse.