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Chapter 3 - Dos | Caminos Oscuros y Mareas que Rugen.

El grupo descendió con la meticulosidad propia de quienes han enfrentado sus propios peligros y vivido para contarlo. Los pasadizos que se desplegaban ante ellos parecían estar vivos, exhalando humedad y niebla espesa que se arrastraba entre sus pies. Ciertas partes del suelo, cubierto de una capa resbaladiza, desafiaba constantemente su equilibrio. Mientras las linternas en sus cascos integrados proyectaban haces de luz vacilantes que apenas perforaban la oscuridad y niebla envolvente, un mapa holográfico en la mano del teniente iluminaba en tenues luces cerúleas su figura, proyectando su ruta como una corriente lúcida y etérea; un contraste casi cruel contra las sombras indomables.

Las paredes rocosas estaban recubiertas de musgo que brillaba tenuemente bajo la luz, y las estalactitas, como colmillos de una criatura titánica, goteaban con precisión rítmica. El sonido de esas gotas, caídas eternas que se mezclaban con el eco de las botas metálicas, componía una melodía sombría, un recordatorio del tiempo que parecía ralentizarse en esa penumbra sofocante. La atmósfera era pesada, cargada de una humedad que se adhería al cuerpo como una segunda piel, opresiva incluso a través de las armaduras. Sin las mascarillas integradas en sus cascos, el aire habría sido un enemigo más, un veneno tóxico que buscaría infiltrarse en sus pulmones con cada inhalación. Aquellas bestias volvieron a tomar territorio en el lugar. Como una especie invasora.

Los exterminadores avanzaban como una máquina bien engranada, sus movimientos precisos y pesados dejando una huella resonante en el silencio del corredor. Cada paso reverberaba como un martilleo distante, amplificando la tensión que crecía en el aire con cada metro recorrido. En contraposición, la cortesana se movía con una gracia inquietante, su figura casi fundiéndose con las sombras. Sus movimientos eran ligeros, como si el entorno no pudiera aferrarse a ella, y aunque sus botas también chapoteaban en los charcos de dudosa procedencia, su presencia era etérea, apenas perturbando el equilibrio de aquel lugar.

Desde lo profundo, emergieron los primeros indicios de algo más. Susurros que no tenían dueño, disonantes que parecían entretejidas con el latido mismo de las tinieblas. Eran más que sonidos; eran presencias, insinuaciones de algo latente, algo observándolos desde las sombras impenetrables. La opresión del lugar, hasta entonces física, tomó un cariz [Aspecto de la atmósfera] más siniestro, llenando el ambiente de un terror insidioso.

Descendieron, las cuerdas reforzadas tensándose bajo el peso de las armaduras de Nihilium de los exterminadores. Cada guerrero manejaba el artefacto de control en sus manos con destreza, regulando la velocidad mientras sus botas metálicas se deslizaban y golpeaban la roca húmeda en intervalos rítmicos. El eco de esos impactos resonaba en el vasto abismo, como un tamborileo distante que se perdía en la inmensidad de la caverna. La superficie resbaladiza estaba cubierta de musgo y lodo, añadiendo un desafío adicional al ya delicado descenso, pero ninguno mostró vacilación; sus movimientos eran precisos, como si el peligro les fuera una segunda naturaleza.

El silencio era pesado, casi asfixiante, pero los cuerpos de los guerreros estaban en perpetua alerta. Sus ojos escudriñaban las sombras en busca de cualquier movimiento, mientras sus oídos se esforzaban por detectar sonidos más allá del eco de sus propios descensos. Cada uno mantenía una mano en el control del arnés y la otra lista para empuñar sus armas a distancia, una coreografía precisa que combinaba técnica y pura supervivencia. Sabían que un instante de distracción podría significar la diferencia entre la vida y la muerte.

Al tocar el suelo, un cambio sutil pero inconfundible llenó el aire. La caverna era un dominio distinto, opresivo y cargado de una presencia ominosa. No tuvieron que buscar mucho para encontrar la fuente de esa hostilidad: Varios nulith aguardaban en la penumbra, como sombras corpóreas deformadas por una lógica alienígena. Sus cuerpos eran un caos de morfologías: escamas reptilianas relucían bajo la luz de las linternas, sus tonos iridiscentes contrastando con las extremidades segmentadas que recordaban a un ciempiés, mientras sus cabezas semejaban rostros de coyotes, retorcidos en una expresión perpetua de hambre y agresión. Cada movimiento suyo parecía una contradicción entre lo natural y lo aberrante.

A pesar de su deformidad, no todas aquellas bestias inspiraban solo repulsión. Algunas eran tierna, pasivas.

Las criaturas exhalaban una niebla espesa, cargada de un hedor acre y una humedad que saturaba aún más la atmósfera. Su respiración formaba vapor que se fusionaba con la bruma omnipresente, dificultando la visibilidad y añadiendo una capa más al entorno ya de por sí opresivo. Eran el origen de la niebla tóxica.

El enfrentamiento fue breve, pero feroz. Los exterminadores se movieron como la unidad entrenada que eran, sus acciones calculadas para eliminar a los enemigos rápidamente sin causar demasiados disturbios. El combate cuerpo a cuerpo predominó, con estocadas precisas y disparos certeros que se perdían en el caos. Pero había límites: Los hechiceros del grupo debían contenerse. Sabían que manipular el maná podía atraer una amenaza mayor. Algunas de estas criaturas eran capaces de detectar el uso del maná a grandes distancias, lo que convertía a cualquier hechizo en una llamada indeseada. Sin embargo, aquellos ya no serían un nulith, serían un unith.

Las criaturas atacaron con furia, sus movimientos serpenteantes y sus cuerpos deformes cargados de energía voraz. El aire vibró con el choque de fuerzas: espadas contra garras, disparos que iluminaban la niebla en destellos efímeros, y el sonido de cuerpos cayendo, húmedos, contra el suelo de la caverna.

Al llegar a su destino, Cecilia Ryford Davis percibió el cambio inmediato en el aire, una sensación que se extendía más allá de lo físico. Su corazón, normalmente sereno y disciplinado, latía ahora con una intensidad inusual, como si la misma atmósfera que la envolvía demandara su atención. Había presenciado maravillas y horrores en igual medida a lo largo de su vida, pero lo que tenía ante sí parecía trascender cualquier categoría conocida.

El Torbellino se alzaba a lo lejos, una estructura revoloteando, desafiando tanto la lógica como las leyes naturales. Su forma era un constante fluir, etérea y cambiante, como un pensamiento que se resiste a definirse. Era una visión hipnótica: un torbellino de colores que evocaba la belleza efímera del amanecer, con tonalidades que oscilaban entre los rosas, los dorados y los naranjas. Pero bajo esa fachada luminosa se escondía algo más profundo, algo inquietante que no se revelaba a simple vista. La energía que emanaba del Torbellino parecía distorsionar el espacio mismo, haciendo que cada respiración se sintiera pesada, cada percepción cuestionable.

El viento que nacía del Torbellino no era un fenómeno natural; cargaba con una fuerza arrolladora, casi consciente. Azotaba su rostro como si intentara expulsarla, como si el propio lugar la considerara una intrusa. Su piel se erizó al sentir aquel viento, y aunque su postura permanecía firme, dentro de ella crecía una mezcla de asombro y precaución. Estaba frente a algo que excedía la comprensión humana, un vestigio de lo inabarcable.

El Torbellino, pensó, sintiendo cómo el nombre resonaba en su mente con el peso de un presagio. El portal a los laberintos del Reino de la Prisión. Esa era su misión: entrar, verificar la situación de los condenados a cadena perpetua, enfrentarse a las Aberraciones, y cumplir con lo que se le había encomendado. Lo que... tendré que hacer. Se recordó. También tenía en la mente que, el tiempo transcurrido en el Torbellino era diferente al de su mundo.

La tarea parecía monumental, siendo que era la primera vez que se adentraría hacía aquella anomalía; pero Cecilia no era una mujer que retrocediera ante lo imposible.

A su alrededor, el paisaje contaba una historia de resistencia y guerra. Fortificaciones improvisadas se extendían como cicatrices en la tierra. Trincheras profundas surcaban el terreno, mientras torres de vigilancia se alzaban como centinelas exhaustos pero implacables. Más abajo, las tiendas de campaña se alineaban con precisión militar, rodeadas de provisiones cuidadosamente dispuestas. Era un campamento construido no solo para resistir, sino para sobrevivir en un entorno donde el orden y el caos parecían coexistir.

Desde su posición elevada, Cecilia observó el movimiento organizado de los ciudadanos convertidos en guerreros. No portaban los emblemas del Imperio, sino insignias de una alianza independiente, reflejo de una resistencia que operaba al margen de la autoridad imperial. Para Cecilia, aquello era un detalle menor; su deber no era cuestionar las jerarquías o a aquellas personas, sino cumplir con la misión asignada. Lo que la Corona quería que ella hiciera. Aun así, no podía ignorar el peso simbólico de su presencia allí: Una cortesana en medio de un dominio que no respondía al Rey.

Su posición como "mandataria [Persona que actúa en nombre de otra o una institución.]" era tanto un honor como una carga. Aunque obedecía las órdenes imperiales de los altos mandos más que a la Corona (no como sus otros colegas), su lealtad no pertenecía del todo a Azur. No era azuriana, sino crimsoniana, una extranjera atrapada en los engranajes de un Imperio que nunca había elegido. Sin embargo, en ese momento, la misión le ofrecía algo que valoraba profundamente: Propósito. Estaba feliz, en su manera silenciosa y contenida, más o menos... porque tenía algo que hacer.

El grupo se detuvo. Sin intercambio de palabras, cada miembro comenzó a cumplir con las tareas de preparación, sus movimientos precisos y eficaces. Visores ajustados, filtros de mascarillas renovados, armas revisadas con una minuciosidad que denotaba experiencia. Todo lo que se hacía en ese momento era vital; un error al cruzar el Torbellino no solo sellaría su destino, sino que comprometería la misión por completo.

A cierta distancia del bullicio operativo, el teniente de la Segunda de Tango intercambiaba palabras con una figura que eclipsaba incluso a los más endurecidos guerreros en el lugar: Tadeo Sirus Aximar, uno de los cinco Campeones de la Guardia de Honor del Amo de la Ordo. Hablaron sobre los refuerzos de aventureros que se supone debían de haberse unido a ellos hacia horas. Sin embargo, Aximar no tenía noticias sobre dichos individuos, algo que tensó aún más la situación. Mientras la Primera y la Tercera escuadras ya operaban en el Reino de la Prisión, en sus corredores, la Segunda se retrasó por los aventureros.

El silencio que siguió a esa breve conversación fue cargado. Los ojos de Aximar, fríos como acero, se desviaron hacia Cecilia Ryford Davis, quien permanecía apartada del núcleo de operaciones. Aunque su postura era impecable, para el Campeón, ella no era más que una intrusa. Una cortesana en suelo de la Ordo Exterminatorum era un recordatorio molesto de la intervención del Imperio en asuntos que él consideraba propios. Ese desdén, aunque contenido, era evidente en su indiferencia absoluta hacia ella, una omisión más elocuente que cualquier insulto directo.

Cecilia percibió el rechazo sin necesidad de palabras. Lo había enfrentado antes, y aunque su temple permanecía intacto, no podía negar que la tensión del ambiente la afectaba. Su misión oficial era representar los intereses de la Corona, pero para ella, aquello era algo más íntimo, algo profundamente personal. Aislada entre la hostilidad de los exterminadores y el desconocido peligro del Torbellino, se sentía como una pieza desubicada en un tablero hostil.

Aximar, retomando su enfoque, dio una última orden al teniente.

—Mantén a tus subordinados en alerta. Hace bastante tiempo que no enfrentamos ataques mutantes. Y si algo extraño sucede, comunícate con los exterminadores de guardia del otro lado. O con tu propio escuadrón. Ve con voluntad, hermano de Ordo.

Con esas palabras, se retiró junto a los encargados de logística, dejando al teniente para trazar las rutas finales. El holograma del mapa, proyectado en un color cerúleo, iluminó su rostro mientras sus dedos recorrían los etéreos pasadizos caóticos que se encontraban y extendían más allá del Torbellino. Las instrucciones eran claras: avanzar por el camino más directo y corto hacia la Ciudadela, también aprovechar los pasadizos que estaban cerca de las salas con suministros dejados por expediciones anteriores. Las palabras de su capitán resonaban en su mente: "Si encuentran disrupciones tormentosas, huyan. No lo piensen".

Mientras el teniente repasaba las rutas, los miembros de la Segunda de Tango continuaban sus preparativos con disciplina absoluta. Las armas resonaban en chasquidos mecánicos y precisos, y los datos técnicos intercambiados entre los especialistas de Hydra (compañía al servicio de la Ordo) provocaban esporádicas sonrisas, breves destellos de camaradería en medio de la tensión. Cecilia permanecía apartada, revisando su propio equipo, aunque con movimientos que, pese a su esfuerzo, no lograban la fluidez que el resto del grupo parecía ejecutar sin esfuerzo. Se sentía un engranaje desajustado en una maquinaria demasiado bien aceitada.

Su mirada, sin embargo, no se apartaba del Torbellino. Era imposible ignorarlo: Una espiral fluctuante que rugía con la furia de una tormenta viva.

Un exterminador, con su imponente armadura negro mate que reflejaba la luz por los colores del Torbellino, se acercó a ella. Su casco integral ocultaba el rostro obviamente, pero su voz reverberó con claridad.

—Estamos listos, enviada de la Corte. Es hora de reunirse con el teniente.

Cecilia asintió sin una palabra y lo siguió en silencio. Poco a poco, se acercaban al núcleo del equipo: El teniente. Las voces de los exterminadores de Tango se alzaban, intercambiando las últimas instrucciones sobre la ruta y los posibles peligros. Pero ella, absorta en sus pensamientos, escuchaba aquello como si estuviera a kilómetros de distancia. La misión, el Torbellino, los peligros que acechaban... Todo parecía converger en un punto donde lo personal y lo político se entrelazaban de formas que aún no podía comprender.

Cecilia cargaba el peso de sus pensamientos como un manto invisible, tejido con la fragilidad del conocimiento que no podía compartir. Sabía mucho. Demasiado desde su tiempo en la Corte. Tal vez ella... veía el mundo de una forma que otros se negaban a aceptar. O, más aterrador aún, de una forma que simplemente no podían percibir. Lo que rondaba en su mente no eran las anomalías comunes que alimentaban los cuentos de los viajeros: el Bosque de las Desapariciones en el país de Etherniaea, los inquietantes Nacidos del Horizonte en Azur, o la temible Carne que no Perece. Había más. Aquello que la atormentaba era algo más profundo, más vasto. Más inexorable.

La evolución de los mutantes era un ejemplo perfecto. Las variantes iniciales, grotescas y brutales, habían sido terroríficas en su tiempo. Sin embargo, el surgimiento de nuevas formas a través de los años había cambiado todo. La segunda criatura que se avistó en los archivos sobre estas criaturas, era el velocimántico: rápidas e inteligentes, con una capacidad estratégica que rozaba lo humano. La variante más reciente y conocida: Flagelomante, había arrasado los cielos, casi exterminando a los grifos y marcando casi el final de una especie. Nueve variantes coexistían ahora (los aerópodos lúmenarcas y flagélicos se consideran una sola), cada una pieza de un rompecabezas mortal. La tendencia era clara: Siempre encontraban una forma de persistir. Evolucionar. Adaptarse.

El Torbellino, por otro lado, era un misterio aún más inquietante. Una herida en la realidad misma, un lugar que desafiaba toda lógica conocida. Nadie sabía cómo había surgido, o si existía desde los orígenes del universo, ni si tenía un final. Las cadenas negras que anulaban poderes insinuaban diseño, un propósito que escapaba a toda comprensión. ¿Quién o qué las había creado? ¿Era el Torbellino una dimensión separada de la existencia conocida, o algo enterrado en las raíces mismas del mundo? Las respuestas no llegaban, solo los hechos, y estos no bastaban para apaciguar su creciente inquietud.

Cecilia suspiró, dejando escapar un hilo de aire que disipaba momentáneamente el caos de su mente. No era el momento para flaquear. Necesitaba mantener la claridad, la concentración. El Torbellino no perdonaría a los distraídos. Cerró los ojos, forzándose a recordar por qué estaba allí, qué la impulsaba a seguir adelante a pesar de la hostilidad del entorno y los peligros que se avecinaban. Lo que ella tendría que hacer.

Había dos razones.

La primera estaba contenida en una carta, enviada antes de partir. Dirigida a un hombre de la Corte Imperial, un colega cuya nobleza, tanto literal como figurada, era su mayor virtud. Si ella no regresaba, él sabría qué hacer. Su hermana y la niña estarían a salvo bajo su protección. Esa certeza, aunque tenue, era su ancla. Ellas eran lo primordial, lo único verdaderamente innegociable.

La segunda razón era "él". Su nombre y el tiempo compartido resonaba en su mente, cargado de un significado que trascendía las palabras. Su conexión era algo profundo, íntimo, construido en silencio y reforzado por la comprensión mutua. No era necesario hablarlo; ambos sabían lo que estaba en juego. Habían planeado cada paso, calculado cada riesgo. Pero el peso de la acción recaía sobre ella, y pronto, cuando fuera el momento, él estaría allí para sostenerla. Ambos sabían que debían regresar. Si no lo hacían, el equilibrio de todo lo que conocían comenzaría a fracturarse, lenta pero inevitablemente.

Cecilia abrió los ojos y permitió que una última bocanada de aire llenara sus pulmones, cargándolos con una determinación inquebrantable. Sabía que la Segunda de Tango no comprendía la magnitud de lo que pasará. No era su culpa. Para ellos, esta peligrosa misión era una más entre las muchas que habían aceptado, una que requería habilidad, disciplina y supervivencia. Pero para ella, esto era mucho más.

Pero no por mucho tiempo.

Sus hombros se alzaron con nueva fuerza, y su postura, antes algo cargada por la tensión, se enderezó como la cuerda de un arco a punto de liberar su flecha. Todo estaba a punto de cambiar. Sabía que lo que le aguardaba al otro lado del Torbellino no solo pondría a prueba sus cuerpos y mentes, sino que redefiniría sus nociones de lo posible, lo real y lo correcto.

Todo cambiaría a partir de este momento.

Y ella estaba lista. Sin dudas. Aunque ella no formara parte de este gran cambio venidero.

 

UN BUQUE HABÍA SUCUMBIDO.

La viscosidad corrosiva que las Aberraciones Aladas del enjambre segregaban había devorado la nave con una lentitud despiadada, como si el propio metal cediera ante una fuerza primordial y voraz. La tragedia era inevitable: cada placa de defensa se desplomaba, resistiendo hasta su último aliento mientras el arsenal del buque clase Centurión descargaba su furia en una ofensiva desesperada. Era un acto final, un esfuerzo por llevarse consigo la mayor cantidad de enemigos posible antes de sucumbir al abismo.

Sin embargo, las armas eran insignificantes frente al avance implacable del enjambre. Cada centímetro de la armadura se desintegraba, víctima del ataque incesante. El caos consumía la nave desde sus entrañas, extendiéndose con la precisión de una plaga perfecta.

Dos naves de clase Vespera, ágiles y veloces, se lanzaron en una operación de rescate. Su misión era salvar a los tripulantes que habían logrado escapar antes del colapso total. A su sombra, otro buque Centurión asumía una posición defensiva, erigiéndose como un baluarte temporal mientras las criaturas se precipitaban con una voracidad, hambre y malicia creciente, intentando frenar el rescate. 

Entretanto, el Taranis, clase Oblivion, dominaba el campo con una presencia imponente. Su cañón Tesla, un arma cuyo poder sólo podía desatarse cuatro veces cada cinco días, lanzó otra descarga letal. La explosión partió uno de las tantas extremidades del enjambre, desgarrando cientos de Aerópodos Flagélicos como hojas arrastradas por una tempestad.

Entre la vorágine, el Ordo Exterminatorum mantenía su vigilancia inquebrantable. Cuidando a los intercesores y objetivos de interés. Estaban distribuidos estratégicamente, sus miembros repelían cada amenaza con una precisión letal, conscientes de que cualquier fallo podía significar el fin.

Desde otras posiciones, tres cortesanos observaban la batalla. Sus miradas, frías y analíticas, se fijaron más allá del enjambre, hacia un horizonte que aún conservaba los últimos destellos del atardecer. Pero al volver su atención al conflicto, una verdad inquietante los golpeó: Aquellas aberraciones ya no se movían como simples bestias completas; ahora actuaban con estrategia, con un propósito siniestro. Los Aerópodos Lúmenarcas parecían haberse coordinado entre sí. Más de lo que ya eran.

Y entonces ocurrió. Una vibración profunda rasgó el aire, distinta de las explosiones y disparos que plagaban la batalla. Un gruñido gutural emanó desde el corazón del conflicto, extendiéndose como una onda que resonó en el campo de batalla. Las miradas se elevaron, buscando el origen de aquel sonido. Allí, en lo alto, entre la vorágine del enjambre, una figura colosal emergió.

El flagelomante había llegado.

Era una visión aterradora. Su cuerpo era particularmente alto: Tres metros. Su presencia era imponente. De su torso brotaban dos brazos monstruosos, y desde los codos de estos emergían otros dos pares de extremidades, cada uno empuñando un hacha de guerra cuyas hojas brillaban con una luz maligna. Parecía serlo. Su piel roja, parecía palpitar e irradiar un calor que retorcía la luz a su alrededor, mientras patrones blanquecinos marcaban su cuerpo como el de los Praetor.

Las vastas alas membranosas que se desplegaban a sus espaldas batían con una fuerza brutal. Las Aberraciones Aladas y los Praetor, que hasta entonces habían atacado frenéticamente, cambiaron su comportamiento. Como si fueran guiados por una voluntad única, y los Praetor equilibraban el poder sináptico. Abandonaron a las flotas imperiales y se centraron en su amo. Sin embargo, incluso bajo su control, continuaban devorándose entre ellos; el débil debía perecer para que el fuerte prevaleciera.

El flagelomante descendió con un rugido. Sus ojos ardían con un fuego sobrenatural, y con un batir de alas se lanzó hacia una de las naves Vespera que aún rescataba tripulantes y suministros. Las hachas gemelas destellaron con un brillo mortal. La promesa de destrucción y muerte pendía como un filo sobre el barco objetivo.

Pero antes de que el golpe se consumara, una luz plateada irrumpió desde el corazón de otro buque imperial. Parecía una flecha de energía pura, cortando las tinieblas y atrayendo la atención inmediata del Rey de los Cielos.