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Chapter 8 - Capítulo 7

La casa de Teo se encontraba al otro extremo del pueblo, y lindaba con el pie de las montañas que cegaban la altiplanicie. Ellas escondían los manantiales que formaban el arroyo la Laguna, fuente de vida de la comarca. La carretera, tras ser absorbida por las primeras casas, desembocaba frente a la fachada del ayuntamiento. Para llegar a su hogar, tuvimos que cruzar la plaza de la iglesia, con su casino. "Aquí Dios y Baco comparten los pocos parroquianos de que disponen", me dijo, con la melancolía del que hace de la necesidad virtud. Las casas, disponían de grandes puertas de madera noble, de dos hojas y portón, la mayoría tenían zócalos de piedra y estaban bien cuidadas. De tanto en tanto veías casas restauradas por adinerados propietarios que las habían rejuvenecido, antes de la nueva moda de lo rural, tapando la piedra de sus muros con un enlucido de mortero para acercarse a la modernidad urbanita y las habían pintado en tonalidades ocres de acuerdo con el sentir autóctono. La Alquería es un pueblo antiguo, con mucha solera y encanto. También observé que en su arrabal comenzaban a florecer las nuevas casas, con destellos de modernidad, de aquellos jóvenes que habían decidido quedarse y mantenerlo vivo. Detuve el coche al lado de un lavadero porticado, de redondas columnas de piedra con dintel, que soportaban un hermoso techo de madera de roble enmarcando el robusto empedrado del suelo, era el lavadero municipal. Hoy esa joya arquitectónica estaba en desuso. Por su acequia, en forma de U, corría el agua fresca y transparente que, otrora, limpiaba las telas del pueblo. Antiguamente las mujeres lograban, a base de esfuerzo, que éstas quedasen inmaculadas por la acción del jabón y el frotar sobre las relucientes piedras onduladas que delimitaban la cequeta. Recogimos nuestras mochilas; cogidos de la mano nos dirigimos a su casa y antes de abrir la puerta, me ofreció una breve sonrisa para reconfortarme de lo que él imaginaba un suplicio.

Su madre vino a recibirnos con gran alegría. Era una mujer extrovertida, menuda, de pelo corto, teñido en rojizo, bien cuidada y desbordaba energía y jovialidad. Adoraba a Teo, y me idolatraba por lo que yo no era, y ella se imaginaba tras las intensas charlas con su hijo. Después de achucharle, me dio dos besos y mirándome fascinada le espetó a su hijo.— Es un cielo, te quedaste corto cuando nos hablaste de ella. —Se volvió para regalarme una sonrisa cómplice— Este bobalicón no te ha hecho justicia. Ya sabes como son los hombres cuando hablan de sentimientos y tienen que describir a su mejor amiga, a una "amiga especial". —Era un torrente de simpatía desbocado por la felicidad del momento— María, soy Rosario, disculpa por lo emocionada que estoy, pero me hace tan feliz veros, por primera vez juntos, que no he podido controlar mi torbellino. Ya me irás conociendo. —El huracán cambió de orientación y se dirigió a Teo —Cuando venga tu padre de la granja, sígueme la corriente, le he preparado una encerrona de la que no podrá escaparse. Ya sabes que está alicatado a la antigua.— Mamá, no se dice alicatado, se dice chapado.— Bueno, da igual, el pobre trabaja tanto que no ha tenido tiempo de cambiar los azulejos. Y tú, mi niña, ver oír y callar, que yo me las apañe con estos dos. Ya verás como al final de la noche me lo agradeces y no tenéis que ir con intrigas y sainetes.— Encantada de conocerte. —Dije en el primer silencio que Rosario se permitió— ¡Ay! Suspiró, además tienes una voz clara, sonora y armónica. Dejad en el perchero vuestros abrigos que vamos a merendar. He preparado una tarta de manzana, que sé que os encanta. Para acompañarla, preferís café con leche, sólo o té.Cuando la merienda estuvo dispuesta sobre la mesa de la cocina, y comenzamos a comer, Rosario consideró que todas las piezas del puzle, de la ansiada acogida, habían encajado. Sonriente nos preguntó que queríamos hacer durante nuestra estancia y tener tiempo de prepararlo con esmero. Mientras comíamos, nos escuchó atentamente haciendo las preguntas precisas que requería para hacer sus menesteres, pretendía que pasásemos una estancia inolvidable. Nos pidió que no llegásemos tarde y así poder cenar con su padre, pues se acostaba temprano para levantarse al alba.Salimos a pasear, después iríamos a tomar una tapa con los amigos de Teo. Ver un pueblo de seiscientos habitantes, en las casi dos horas que faltaban para llegar a la cita del casino, era excesivo, nos sobrarían noventa minutos. Ese es el error de los urbanitas, que no sabemos darle vida a nuestros barrios; únicamente habitamos en el interior de nuestros apartamentos, que nosotros llamamos casas. Los más afortunados, viven en los adosados de una urbanización, que es similar a un pueblo, pero sin historia. Y todos creemos que, con pasear por ellos, llegamos a conocerlos. En un pueblo cada casa tiene una historia, la de sus moradores, y cada calle o esquina una leyenda, la que forjan los niños con sus juegos. Pausadamente fuimos recorriendo calle a calle, esquina a esquina, fachada a fachada y en cada parada, Teo me contaba el alma que envolvía al lugar. Con el boom del turismo, dos de las tres casas de las familias más ricas se habían convertido en hoteles rurales, habían vendido su alma y los objetos decorativos que en ellas se exponían, eran meros adornos sin vida. Los herederos, hijos de la segunda generación de universitarios, a la muerte de sus padres, las habían vendido. Renunciaron a su identidad pueblerina y no les interesaba ni para ir a veranear con sus nietos, a pesar de haber pasado en ellas los mejores veranos de su infancia. Todas estas villas señoriales tienen su piel de noble piedra. Me llamó poderosamente la atención una casa que era una manzana completa.— Es la única en la que aún la habitan sus propietarios. –Me dijo– El alma de esta casa la forma un anciano matrimonio de simple devenir. Son los dueños de los castañares del monte de poniente y de 100 hectáreas de almendrales cuyo alquiler les da una pequeña renta para vivir. No tienen familia y los sobrinos se marcharon a la ciudad para ejercer sus profesiones liberales. La silla vacía de la esquina es la atalaya desde la que Don Manuel observa el paso de su cansada vida. Desde que el frescor del otoño llega al pueblo hasta que el calor del verano lo recluye en su interior, cual ermitaño, él se sienta junto a su perro fiel a ver los montes, a saludar a los transeúntes y a reflexionar sobre su existencia. Su mujer vive en la salita de estar, haciendo ganchillo o en la cocina, que abandona para avisarle que es la hora de comer. Cuando anochece, recoge la silla y los tres pasan sus veladas, en silencio, frente al televisor.— ¡Qué aburrimiento! —Le dije sorprendida de que se pudiese desperdiciar de forma tan absurda el tiempo.— No te creas, sus rostros relajados reflejan una paz interior, que ya quisiéramos para nosotros. La ilusión por arreglarse los días de mercado, o los domingos, para ir a misa mayor, no la tenemos nosotros ni en los días de botellón. Siempre sonrientes, a pesar de su desdicha por no tener descendencia, que fue su gran ilusión.— Si tú lo dices, será verdad. Para mí es una vida de monótona continuidad.— Esto pensaba yo hasta que marché a estudiar a la ciudad. Os vi acelerados, tristes, deambulando sin alma por la vida. Lo peor que tenéis los urbanitas, es que no os dais cuenta de lo importante. Vosotros os sentís colmados de las muchas oportunidades que la ciudad propone y no de las que necesitáis para vivir. Sois como las gallinas que picotean por todo el campo sin centrarse en lo que les importa.— Quieres decir, que en la ciudad no somos felices, que nadie encuentra la paz de su interior.— No. Lo que quiero decir es que la felicidad está en las personas, en su interior y en la manera de cómo cada uno es capaz de tomarse la vida, su vida. Don Manuel y doña Clemencia son felices porque se aceptan como son y adaptan su forma de vida al lugar donde residen. Tienen motivos para estar amargados y no lo están. Ya desde jóvenes, cuando sus familias decidieron casarlos, ellos aceptaron su destino y buscaron juntos la felicidad. Lo que yo les reprocharía, si algo les pudiese reprochar a esos felices nonagenarios, es que no se rebelasen a su destino, al destino que otros les han impuesto.Callé, lo cogí del brazo y le besé. No me había dado cuenta, lo que me estaba mostrando no eran las calles, era su interior, durante ese paseo me estaba desvelando los temores que latían en su profunda intimidad y que la coraza del pueblo le impedía que aflorasen. Agarraditos, buceando cada uno en sus pensamientos, llegamos al casino. Desde una mesa situada en el ventanal de la entrada sus amigos nos observaban. Solo habían ido Daniel y Pablo con sus novias, mi presencia retractó a Juan y a Andrés, los solterones del grupo. Tomamos unas cervezas y unas tapas. Rompimos el hielo y quedamos el sábado a las siete y media, iríamos a recorrer la senda de las fuentes. Teo les preguntaría a los ausentes si querían comer con nosotros en la tasca de Navalón.Como le prometimos a Rosario, volvimos a casa temprano. Cipriano, recién duchado, nos esperaba haciendo camino con su vino tinto. Amablemente me dio la bienvenida, después besó a su hijo y comenzó a contarle las últimas novedades y problemas de la granja. No es que yo no le importase, para él lo primero era el trabajo y el resto iba después, invitados incluidos. Tenía un problema con una bomba de agua que alimentaba el abrevadero y Teo aprovechó la ocasión para darme vidilla. Mientras Rosario ultimaba la cena, yo estaba con ellos en el comedor. La mesa estaba preparada y en la cocina no tenía cabida, así que no me quedó otra que meterme en su conversación. Sin demorar, acordamos en echarle un vistazo a la bomba, mañana por la mañana, así, si necesitásemos repuestos podríamos ir a comprarlos el viernes. Cipriano era un hombre bonachón, de campo como las amapolas y de juicio sensato. Aplicaba siempre el sentido común y el olfato que su experiencia le daba. Hombre de amable conversación, se hacía querer con rapidez. Terminamos de cenar, ayudamos a retirar la mesa; Rosario trajo las infusiones y la tarta de manzana que sobró de la merienda, y soltó el bombazo de la velada— María, os he preparado una infusión autóctona hecha con hierbas de la montaña, si quieres café me lo dices y te caliento un poco. Esta tarde sobró y en los pueblos no se tira nada.— Muchas gracias, tomaré la infusión con miel. Tras el viaje me vendrá bien dormir y no dar vueltas en la cama.— Como quieras. Hablando de dormir, la habitación de Teo resulta pequeña para los dos. —Puse en alerta los cinco sentidos, imaginando que algo se cocía— Me ha dicho que eres una amiga muy especial, y aunque nosotros estamos alejados de la ciudad, sabemos como los jóvenes vivís vuestra vida, y es muy diferente a la que tuvimos en nuestra juventud. Os he preparado la habitación de la abuela para que durmáis allí. Además, está más alejada de nuestra alcoba, lo que os da más intimidad.— ¡Pero mamá! —Saltó Teo como un resorte— Debías haberme avisado, has puesto a María en un compromiso.— Te equivocas, —dijo dando por supuesto lo que no era— nosotras sabemos lo que nos pone en un aprieto y eso sería veros pasar de una habitación a otra para gozar de la vida.— ¡Ala... haz aún más grande la pifia!— Teo, tu madre tiene razón, —intervine para echarle un capote a Rosario— ella es más moderna de lo que podíamos imaginar y nosotros, retraídos, no le dijimos nada. Rosario, muchas gracias por tu discreción. —Y guiñé el ojo a Teo.— Bien, tomemos la infusión y vayamos todos a dormir, —sentenció el bueno de Cipriano, que atónito asistía a esta conversación— unos para levantarnos temprano y otros para disfrutar de la noche.Rosario me enseñó nuestro cuarto con el deleite de una chiquilla que está haciendo una trastada. Teo, se hacía el complacido, estaba tenso, no se podía imaginar lo que estaba sucediendo. Por aquel entonces, ya le conocía lo suficiente para saber que sus demonios le estaban royendo el corazón y su interior hervía. No sufría por mí, que sabía que de ser cierto lo que su madre pensaba, no me hubiese importado lo que esa buena mujer hizo. Yo sabía que Teo había cubierto su interior con una capa de aluminio incandescente y, tarde o temprano, la presión de sus lágrimas acabaría por reventarlo. Le dimos las buenas noches y cuando ella cerraba la puerta de la habitación le regalé, a Rosario, un guiño y una sonrisa cómplice. Debía recuperar a Teo antes de que se derrumbase. Apagué la luz y abrí las contraventanas para que nos iluminase la noche. Me desnudé a sus espaldas, él seguía perdido mirando atónito a la nada, le pedí que se quitase la ropa y viniese conmigo a la cama. Como un autómata me obedeció. Acostada le esperaba, desnuda, bajo las frías sábanas. Entró, me miró, acarició mi cara y me besó desconcertado, a desganas.— Voltéate. —Le dije. Pegué mi cuerpo al suyo, acariciando sus cabellos y esperé a que los dos tuviésemos el mismo calor, entonces le besé la nuca y proseguí—Tienes toda la noche para vencer tus tormentos. —Pausaba mi voz para que entrase por las rendijas que podían abrirse en su arrugado corazón. Noté como su cuerpo sollozaba y tenía espasmos de dolor— Vacía tu alma, déjala ligera como tu desnudo cuerpo y no guardes nada en tu interior. Soy tu diván, tu espejo, tu consejera, aquí me tienes para ayudarte, para apoyarte, para lo que tú quieras.Durante largos minutos lloró en silencio. Luego, tartamudeó monosílabos, después palabras y finalmente frases. Como en un manantial, desde su interior fueron brotando, por primera vez en su vida, uno a uno, sus más temidos demonios. Cuando llegó el alba se giró, me sonrió y me besó agradecido.— Gracias. Desde que te vi supe que tú serías mi amiga especial, la más especial. Duerme un rato, voy a ayudar a mi padre. Te despertaré cuando volvamos a desayunar.— Teo, —sonriente le dije— hazme un favor.— ¿Qué quiere mi niña?— Chiquitín, pídele a tu madre que lave la ropa que ayer esparcimos. La harás feliz hasta que seas capaz de sincerarte con ella.— Y si hasta entonces la tengo engañada, después, ¿no la haré sufrir más?— No. Tus padres son más sensatos y fuertes de lo que te imaginas. Te quieren y te respetarán. Como me has dicho, primero regálales a Don Teo y luego muéstrales tu corazón.Salió de la habitación dejándome sola y desnuda en la cama. Al momento Morfeo me acunaba, bebí su placentero elixir, quedando en duermevelas, flotando sobre mis aleatorios pensamientos. Las secuencias de su vida, que azarosamente recordaba, atraían otras relacionadas con la mía. Feliz por haber ayudado a que Teo se sincerase y me mostrase su verdadero interior en su casa, ahora estaba segura de que se aceptaría tal cual en otros lugares. Al amanecer ya no le importaba seguir siendo como sus padres lo veían, sabía que posponer aflorar su interior, durante unos años en el pueblo, causaría menos dolor a las personas que más quería.Esa noche, en la que Teo repasó su vida, mientras yo le acariciaba, yo repasé la mía y no supe ver la losa que tapaba mis más funestos fantasmas. Fue Mario quién me la mostró y me empujó a que la abriese en soledad. Tarde o temprano todos nos enfrentamos a nuestros más recónditos temores.