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Chapter 14 - Capítulo 13

El día se levantó nublado y triste. Después de la ducha era feliz, frente al espejo recorrí con la mirada mi desnudo cuerpo, me ruboricé al sentirme desenfrenadamente dichosa. Iba con retraso, rápidamente me vestí, tomé un café y me fui al seminario. Durante la primera pausa del día ya tomaría algo sólido.

La gente desbordaba jovialidad, parecía que todos nos alegrásemos de volver a nuestras rutinas. En esa jornada estaba previsto que dedicásemos la hora de la clase magistral al acto de clausura, no había comida en la cantina. Recibimos los diplomas y tras los discursos tomamos un coctel de despedida. Al terminar los miembros del grupo, que trabajábamos en equipo para resolver los casos, nos fuimos a comer. Éramos cuatro, una chica griega, otra alemana y un chico italiano. Todos abandonarían Rotterdam hoy por la tarde. Papá pensó que para mi tranquilidad era mejor que volviese el sábado.

Las normas para devolver el estudio eran simples, poner en tres bolsas todo lo que sobrase, fuese útil y no te quisieras llevar. Una con los productos de limpieza, otra con la comida y bebida abierta y otra con los paquetes cerrados. Los productos perecederos en la nevera y lo desechable al cubo de la basura. De la limpieza y arreglo del estudio se encargaban ellos. Devolver las llaves y pagar fue lo último que hice antes de montarme al Uber con dirección al aeropuerto de Ámsterdam.

El verano fue extraño, transcurrió como todos los veranos, pero mi subconsciente volaba por otros lares y lo sentí atípico. Veraneando en la playa, en la montaña o durante el viaje que realicé con mis amigas, siempre me veía como un elemento exterior a ese decorado; tenía la sensación de dormir mientras vivía y de vivir mientras dormía. Ahora sé lo que me ocurría, entonces lo ignoraba, y esa transformación que en mi interior se estaba produciendo me provocaba un desasosiego, como el nerviosismo de los animales antes de que se produzca un terremoto o un gran ciclón que paraliza la naturaleza antes de su llegada. La intuición de un no sé qué, hizo que mi comportamiento cambiase dentro de la misma rutina vacacional. Leí unas novelas irrelevantes, las primeras que encontré en las pilas de los estantes promocionales de las librerías, en vez de libros más elegidos y que durante el año me apuntaba para la lectura reposada y de profundidad de los veranos. Ese año viajamos a Bali y salvo la humedad, no recuerdo nada digno de mención; me encontraba tediosa, lo que me provocaba la sensación de visitar viejas iglesias en lugar de hermosos templos budistas. La comida, me pareció un déjà vu de nuestros viajes a otros países asiáticos, la vegetación también, y las personas, que en cada país tienen un matiz diferencial único, que siempre me afanaba por encontrarlo, esta vez ni me molesté en buscarlo para descubrirlo.

A mitad de agosto regresamos del viaje y cambié las actividades de montaña, que había realizado antes de irme, por tostarme, cual gamba a la plancha, tumbada en la arena de la playa. Me fui al apartamento familiar de la costa, lo que agrado de sobremanera a Papá, pues le recordó los tiempos de mi niñez. Desayunábamos, bajábamos a la playa, almorzábamos, nos refrescábamos en la piscina y cenábamos juntos. En la noche, los abandonaba para reunirme con mis colegas de veraneo, como en los viejos tiempos.

Aproveché ese dejar pasar la vida para llamar a Teo y preparar con él el próximo curso. Ansiaba más que nunca que éste comenzase. De puro egoísmo le propuse que compartiésemos un apartamento para tener más libertad de hacer lo que quisiéramos y poder ser más nosotros. Se sorprendió por la propuesta, estaba menos alocado que yo y sabía que, financieramente, eso no podíamos permitírnoslo. Yo tenía unos ahorros que nos ayudarían a comenzar hasta ver si era posible pagarlo. Debíamos complementar el dinero que él dedicaba para alquilar su habitación con otros ingresos permanentes, además del que yo podía aportar. Pensé que, el dinero extra, lo podríamos obtener con nuestro grupo musical; bueno, con su grupo. Le propuse actuar todos los fines de semana en distintos pubs de ambientes universitarios, gais y alternativos. El curso anterior, durante los carnavales pasados y la semana musical del inicio de la primavera, ya nos habíamos hecho un cierto nombre y eso nos garantizaba tener cierta continuidad en nuestras actuaciones. Sus reticencias no eran por no querer, eran por el miedo a fracasar y quedarse a mitad de curso sin un lugar en el que poder vivir. Con Teo no quise utilizar mi faceta manipuladora y aprovecharme de la incipiente aceptación de su realidad sexual, para hacerle creer que mi necesidad era su necesidad. Un apartamento propio le permitiría dar sus primeros pasos más discretamente. Para él, eso era una ventaja más que una necesidad, en la ciudad Teo ya no iba a esconderse. Aunque me vino a la cabeza esa trama argumental, reprimí el instinto depredador, que tantas vidas había arruinado, haciendo creer a otras personas que mi bien era el suyo y luego las dejaba tiradas. A Teo no podía hacerle eso, y le imploré que diese el paso por que yo lo necesitaba. Además, le garanticé que, si con los conciertos no podíamos pagar el apartamento, entonces yo trabajaría o se vendría a vivir a mi casa. Acordé que, de nuestra parte, primero pagaríamos el apartamento y su manutención, y luego nos repartiríamos equitativamente las migajas que quedasen. Tuve que esperar su respuesta, lo analizó a consciencia y se lo tomó con mucha calma antes de contestarme. Primero habló con los otros miembros de la banda, después vio si había apartamentos disponibles que fueran accesibles y confortables, y finalmente tomó su decisión.

Agosto agonizaba cuando me llamó para pedirme que necesitaba dinero para pagar mi parte del alquiler, fianza más primera mensualidad. El apartamento, de cincuenta metros cuadrados, tenía una habitación, un baño, una cocina, la entrada daba directamente al salón comedor y estaba amueblado. Relativamente céntrico, se encontraba en una plazoleta que daba a una alameda arbolada, contorneada por bares, restaurantes y librerías. Era un barrio encantador, de no muy buena reputación por ser unos de los núcleos LGTB de la ciudad, cosa que me encantaba pues significaba la discrecionalidad de los transeúntes. A mitad de septiembre pasaríamos a recoger las llaves y podríamos empezar a utilizarlo. Me dio el enlace para que lo viese y le diese mi opinión antes de cerrar el trato. Entré en la web de la agencia; era sencillo, básico y amueblado con retales no muy antiguos ni descoordinados, tenía cierto aire picassiano y con un toque de modernización podría llegar a ser encantador. Le di mi aprobación y le lancé un inmenso beso por haber encontrado el apartamento ideal para los dos.

A punto de llegar el otoño, estaba ilusionada esperando a Teo en la estación de autobuses. Era el medio día cuando se bajó del autobús de la Alquería, lo recibí nerviosa, le di el abrazo de un ser querido a su regreso de un largo viaje. Mientras él había pasado el verano trabajando para pagarse los estudios, yo había holgazaneado y viajado. A Teo le ilusionaba saber de mis vacaciones, porque las hacía suyas, yo era la chica que él hubiese querido ser. Él era el chico que, a mi Papá, le hubiese gustado que yo fuese. Éramos dos hermanos gemelos con papeles invertidos, que la vida había juntado para complementarnos. Puse la directa habladora y le dejé los monosílabos y las breves cuestiones de ubicación, marchamos a la agencia para realizar la revisión de desperfectos, recibir las llaves y tomar posesión de nuestro castillo imperial, ¡desde donde reinaríamos sobre la ciudad!. La vida nos florecía y no la íbamos a desaprovechar.

El apartamento estaba situado en un antiguo edificio blanco de tres plantas, con dos viviendas por planta. Era un segundo sin ascensor, cuyo portal pasaba desapercibido por encontrarse en la esquina de una plazoleta sin salida, justo en la bocacalle de la alameda, que le daba una discreción adicional para el bullicio que había en sus alrededores. Subimos con el encargado de la agencia, hasta alcanzar el segundo izquierda; abrió, y la inconveniencia de ver la mesa del comedor, el sofá y la estantería que soportaba al televisor, le quitaba el encanto que al cerrar la estancia te ofrecía. Por desgracia no cabía un biombo que hiciera las funciones de discreto vestíbulo. A la derecha había una pequeña cocina rectangular, cuya puerta fue sustituida por una moderna cortina de tiras de cáñamo. El lateral del sofá daba a un pequeño pasillo que formaba el cuarto de baño y enfrentaba con la puerta de la habitación. La cama era de matrimonio y le pedimos si la podía sustituir por dos de noventa. Llamó a la casera y le dijo que no. El colchón y canapé eran nuevos y no los podía descambiar. Si lo necesitábamos, el sofá se convertía en dos camas de noventa. Bueno, al menos estrenaríamos el colchón. El armario sería todo suyo y yo dispondría de cuatro perchas y dos estantes.

Pasamos juntos los dos días que necesitamos para comprar ropa de cama, accesorios para el cuarto de baño y algunos utensilios de cocina, con eso podríamos comenzar a vivir en el apartamento con normalidad. Yo dormí en el sofá y él en su inmensa cama, que algún día yo utilizaría. Era una zona de la ciudad que desconocía, nunca la había pateado y era encantadora. Los espesos olmos de la alameda estaban verdes, frondosos y protegían las terrazas de los coletazos del calor que, por las tardes, aún hacía. Llenamos la dispensa y la nevera con productos no perecederos y decidimos cenar de tapas recorriendo los bares de la zona, curioseando para ubicarnos en nuestro nuevo territorio. En octubre, a su vuelta, terminaríamos de perfilar el apartamento. Lo acompañé a la estación, pronto comenzaríamos tercero de caminos, ahora empezaban los años de ingeniería aplicada, el corazón de nuestra profesión.