El viernes fue un día de ajetreo mecánico. Bajamos a la vega baja para retirar la bomba que habíamos comprado. Durante el desmontaje de la vieja instalación, pasamos un auténtico mar de lágrimas; el óxido había corroído los tornillos y pegado muchas de las superficies metálicas, lo que nos obligó a usar productos quitaóxido y a volver a la ferretería para comprar arandelas, tubos y tornillería nueva para rehacer completamente la instalación. Creo que disfruté más que Teo, aunque ambos sufrimos en demasía, temíamos no poder remontar la instalación y tener que llamar a un fontanero, sufriendo el consiguiente desprestigio impropio para dos imprudentes ingenieros que, sin práctica, se habían embargado en una aventura. Cipriano nos felicitó, porque además le habíamos automatizado el llenado de los abrevaderos. En cambió Rosario, preocupada por la suciedad de mi ropa y mis manos, les abroncó por haberme dejado trabajar de mecánico en el tajo. De mala gana admitió sus disculpas y mi pasión por la mecánica. Tomé una cálida ducha, cenamos temprano y nos retiramos pronto.Al día siguiente el despertador sonaría a las seis y media, íbamos de senderismo; la prudencia por el madrugón hizo que la reflexión nocturna fuera breve. Pronto nos dimos las espaldas para conciliarnos, cada uno, con su intimidad, sus sueños y sus pesadillas. Lo sentí inquieto; yo estaba hiperestésica, hasta el latido de mi corazón me despertaba. Abandonar la voracidad de la ciudad y abrazarme a la tranquilidad del campo y al cuestionamiento interno de Teo, removió el lodo de mi subconsciente, enturbiando mis sentidos, activando mis inquietudes.Como habíamos acordado, nos vimos en el casino. Saludos, esperas, un café y a las siete y media partimos a realizar la ruta de las fuentes. El cielo comenzaba a clarear y el frío del alba aún azuzaba nuestros cuerpos. Teo me prestó una gorra y una cinta multifunción para protegerme el cuello del frío; intuía que no había pensado en traerlos, él se puso un gorro de lana. A la salida del pueblo nos atraparon Juan y Andrés, los sin pareja. Daniel tomó el liderazgo del grupo, pertenecía a la asociación montañista Valle del Lago y conocía los montes a la perfección. Los ocho emprendimos el camino, a medida que nos adentrábamos en el bosque, la mañana se oscurecía. Yo parecía ser la única que estaba inquieta, Pablo, que me precedía, notó mi desasosiego.— Dentro de un cuarto de hora verás entre los troncos de los árboles como destellos de un faro, —me susurró al oído— es el sol que se eleva desde la vega baja y comienza a iluminar el valle.— No sé cómo podéis caminar tan tranquilos por esta oscuridad.— Porque nos sentimos seguros y tú temes pisar con fuerza un suelo que consideras inestable. Nosotros estamos acostumbrados a caminar por caminos de tierra, de piedras y empinados.— No lo entiendo, no se ve un carajo con independencia de la firmeza del suelo.— Vemos el mismo carajo que tú, pero sabemos identificar cada sombra que pisamos. ¡Daniel, échale un poco de alquitrán a la senda, que los de ciudad no saben caminar sin pisarlo!. — Bromeó mal intencionadamente.— Pablo, no te pases con María que si se enfada no volverá. —Le interpeló Ester en mi defensa.— A María no le sientan mal que le diga estas ocurrencias. — La interpeló Pablo— Lo que tienes que hacer es aprender de ella y saber cuándo uno va de broma o en serio.— El problema es que contigo nunca se sabe, ni aun conociéndote íntimamente.El bosque te impedía ver como clareaba el horizonte, pero llegó un momento que el Este, proyectó dorados haces de luz entre los troncos de los árboles. Se desperezaba el sol tiñendo de fuego rojo el suelo. Nos detuvimos para observar la belleza del momento hasta que, cuando alcanzó el follaje se iluminó de verde el interior del bosque y continuamos la marcha. Al descender por la ombría ladera de la montaña, la mayor pendiente y su humedad la hacían resbaladiza. Marta me alertó, aconsejándome de que, si perdía la verticalidad, dejase caer mi culo en el suelo; pues si intentaba mantenerla, corría el riesgo de lastimar mis tobillos, mis rodillas o mi cabeza, porque no lo conseguiría y terminaría estampándome de bruces. Tras dos horas y media de subir y bajar laderas, llegamos a la fuente del Caño. Primera parada de la jornada, donde desayunamos y retomamos fuerzas para continuar. La fuente era un pequeño caño que recogía un hilo de agua que emanaba de entre las piedras del interior de una covacha. Caía dentro de una pileta, que el hombre había construido como abrevadero para los animales, salvajes o no. Al desbordarlo se formaba un regante que era engullido, unos metros más allá, por la sedienta montaña. Me dieron a oler romero natural, me mostraron plantas y flores silvestres y me maravillé viendo unos pequeños tulipanes que nadie había sembrado. Yo creía que solamente en Holanda se cultivaban los tulipanes. Sorprendida supe que en mi país los había silvestres, aunque diminutos.Continuamos descendiendo hasta que llegamos al valle del Brezo, que formaba otra comarca a menor altura que la de la Laguna. Allí predominaban las viñas y los olivos, era una zona que se había centrado en la producción vinícola y del aceite. Ascendimos por una colina que conducía a la ermita de la Virgen de la Nava. Una pequeña ermita a la que se accedía subiendo una escalinata hecha de ladrillos compactos de arcilla, argamasados en vertical para soportar las pisadas de sus miles de peregrinos. Detrás se encontraba la fuente de la Moral que, además de al peregrino, abastecía de agua al pueblo de la Mata. De ese pueblo eran originales los padres de Marta. Ella conoció a Pablo en el instituto comarcal, de la capital del distrito, donde ahora ella vivía. Desde allí descendimos al pueblo en cuya plaza mayor se encontraba la tasca Navalón, en la que habíamos reservado mesa para comer. Era un antiguo bar de pueblo reconvertido, para el turismo rural, en un restaurante. En los pueblos todo el mundo come en casa o si las labores del campo lo impiden, se toma un bocata en la huerta, así que los fines de semana reservabas o solo podías comer si tenías mucha suerte.Nos sentamos como tenían costumbre, los chicos por un lado y nosotras por otro; mi protesta la desestimaron por la presencia de Juan y Andrés. La carta era escasa, la comida consistente y sabrosa. Para beber pedimos cerveza y vino con gaseosa, la camarera las trajo acompañadas de una bolsa de patatas fritas, queso con aceite y olivas. Nuestras conversaciones banales, de chicas, de chicos y de todos, estaban salpimentadas con preguntas íntimas que iban contorneando nuestras personalidades. De entrada, fui el foco de atención del grupo, respondí a un cuestionario metódico y casual, que aleatoriamente me realizaron, para no atemorizarme. Les conté mi vida, mi historia y cómo nos conocimos; intercalando mis preguntas, al relato que les contaba. Ellos querían conocerme y yo los tenía que calar. En el asunto de intimar, los grupos nos dividimos; a los hombres solo les interesaba cómo follaba y el tamaño de mis tetas; a nosotras la armonía de nuestra relación y los deseos que compartíamos. Para ellos lo importante son las posturas y la cantidad y para nosotras el placer y la calidad. Sé que les decepcionamos, pues admitimos que nuestra relación no se movía en esos parámetros; nos queríamos, éramos amigos especiales, muy especiales, teníamos roce, pero no derecho a roce. No creo que llegasen a entenderlo, a mí, me permitió calarlos.Después del café retomamos la marcha, ahora más pesada por tener el estómago lleno y por la mayor pendiente de subida que teníamos que superar. A mitad de la tarde llegamos a la fuente del Lazarillo, situada en un paraje peculiar de hayas, que despuntaban su incipiente verdor. El agua brotaba de la tierra y en su primer desnivel se hallaba el cuenco de piedra del que salía un caño para que la gente bebiese. Era una de las cuatro fuentes que alimentaban el arroyo del Valle. Javier nos ofreció un pedazo de tarta de Santiago con dos onzas de chocolate para recuperar las energías gastadas durante el ascenso. A partir de aquí era una bajaba suave hasta llega a la Alquería del Valle. Bromas, risas y picardías, disfrutábamos sin importarnos el tiempo. Daniel, con su sentido pragmático, nos propuso continuar; la noche se podía echar encima. Llegamos justo cuando anochecía, con el tiempo suficiente para tomar una reconfortante ducha y cenar.Pronto nos fuimos a descansar, estábamos físicamente agotados, pero, tumbados en la cama, teníamos ganas de hablar, de continuar buceando por nuestro interior, mejor dicho, su interior. En esos momentos yo era un mar en calma, ignorante de que un tsunami me arrasaría.— María, ¿por qué les dijiste que éramos amigos sin derecho a roce?— Por esto. —Me quité la camiseta y pegué mi desnudo cuerpo al suyo— ¿Qué sientes? —Le pregunté mientras le acariciaba ardientemente.— La calidez de tu desnudo cuerpo.— Por eso nunca follaremos, que es lo que da derecho al roce.— ¿Y si te lo pidiese? — Dijo soltando una espontánea carcajada— No follaríamos, tú y yo haríamos el amor.— Veo que me conoces mucho más que mis amigos, que han vivido toda la vida conmigo. — Se giró y me besó. Triste, dos lágrimas le resbalaron por las mejillas— ¿Cuándo seré capaz de sincerarme? —En voz alta se dijo.— Cuando llegue el momento y te convenzas que es infundado tu temor a hacer daño a los que quieres. Su amor es reciproco y sabrán comprenderte, ellos quieren tu felicidad y tú serás más feliz cuando te liberes de esa losa que te lastra.Abrazados, en silencio, nos invadió el sueño. Ese fin de semana, conviviendo con Teo, me confirmó que entre nosotros nunca habría sexo, seríamos eternos confidentes, faros a los que acudir cuando el infortunio o el desasosiego nos corroyesen. Nos amaríamos sin deseo.