Todos los meses lloraba, los cuatro días de mi desdicha de mujer. Era precisa como un reloj, era una regla periódica, implacable, que llegaba con la luna llena y hasta que ésta no comenzaba a menguar, ella no se marchaba. La roja y puntual desdicha de la naturaleza femenina, hacía que me recluyese, me deprimiese y me comportase como una lunática. Me encerraba en mi cuarto y si salía era huraña, esquiva y melancólica. Me encanta la luna llena, me hice su amiga porque durante esos años, ella fue mi fiel compañera y mi confidente, además sobre ella recaían todas las causas de los sinsabores que los demás soportaban. Con la excusa de la luna, pasaba la menstruación recluida en mi habitación y atrincherada en los estudios. Los estudios enorgullecían a Papá, no por las excelentes notas y resultados académicos que lograba, él alardeaba ante sus amigos de que yo era la mejor de una clase, elitista, de catorce chicos. Sí, mi Papá me llevó a estudiar el bachiller a un colegio exclusivo, eligió un centro donde prácticamente sólo había niños, para protegerme de los hombres y alejarme de mis amigos. Nunca me lo dijo, pero lo intuyo, cierto como el amanecer que me recibe cada nuevo día. Mi Papá estaba obsesionado con que un joven me abdujera y truncase mi vida, temía al sentimentalismo de ser mujer. A él no le preocupaba un embarazo, porque ese intrascendente accidente lo hubiese fácilmente resuelto, sin temblarle el pulso, desembarazándose del problema y continuando su vida con la más absoluta normalidad. Le daba pavor que yo me convirtiese en un objeto en manos de un hombre, bien porque me enamorase locamente de un chico, bien porque, por mi exuberante belleza, atrajese a un rico cretino y me convirtiese en su amante. Tenía pánico a que, mi escultural cuerpo y seductora sonrisa, cautivase a un príncipe malvado. Como hombre, sabía cómo piensan los hombres, y él se encargó de que lo entendiese a la perfección. Me hizo pensar como un hombre, sin importarle que tuviese un cuerpo de mujer, y yo escondí, en lo más profundo de mi corazón, los sentimientos que hacen a las mujeres ver la vida de una forma especial y diferente.No os creáis que fui una adolescente terrible o traumatizada. No, únicamente tenía esos cuatro días insoportables, y cuando la luna llena llegaba, yo me convertía en una loba, me retiraba a mi guarida para enclaustrarme y que la bilis de mi cuerpo no me hiciera daño. El resto del mes, yo era jovial, animosa y parlanchina. Me encantaba leer, lo que me daba cierta ventaja a la hora de conversar y argumentar. Todos me respetaban por mi cabeza bien amueblada, mis razonamientos bien estructurados, mis sobresalientes notas y por mi compañerismo acérrimo. Con el tiempo fui añadiendo picante entre mis colegas, la naturaleza hacía su curso y mi cuerpo iba tomando formas sensuales y proporcionadas a mi gran estatura. Mi voluptuosidad hacía que todos se girasen al verme pasar, las chicas por envidia, y los chicos por impetuosa atracción. Yo siempre llamaba la atención, aunque fuese vestida con sencillez, la de unos vaqueros con camisa y zapatillas blancas, indumentaria que me encantaba.Mi Papá fue el primero en darse cuenta de estos cambios y me protegió. Cambié mis clases de piano por unas de artes marciales y defensa personal. Por culpa de ese paso, de mí renuncia a la música, mis padres tuvieron una de las discusiones más sonoras que les recuerdo. No dije nada, yo no quería dejar la academia de piano, me apuntaron para completar mis extraescolares, y con el tiempo terminó por gustarme la música hasta, de mayor, llegar a apasionarme. No quise entrometerme, las clases de piano fueron una vieja condición que mi madre impuso cuando comencé a jugar al fútbol, y no quería ahondar en esa herida. Para Papá ya no tenía sentido, cuando dejé el fútbol el trato perdió vigencia y yo no podía defraudar a Papá. Lo preparó todo sin contar con ella. Primero habló conmigo a solas y me hizo ver que necesitaba protegerme del acoso animal de los hombres. "Cielo, tal vez ahora no me entiendas, pero te tienes que preparar para cuando llegue el momento y por una esquina te salgan unos acosadores. Cuando eso ocurra, si no sabes defenderte, será demasiado tarde", me dijo. Una vez que yo acepté, me llevó a ver los mejores gimnasios de la ciudad, hasta que eligió el Kempo: "porque con las piernas se mantiene al adversario a más distancia". A mí me daba igual practicar la disciplina que eligiese con tal de no desilusionarlo. Cuando todo estuvo contratado, le contamos a mi madre lo que habíamos decidido, sin dejarle la más mínima oportunidad de actuar. Ella estaba acostumbrada a las derrotas, pero esta vez presentó mucha resistencia, una batalla inusual que la ulceró y les marcó como pareja.El Kempo, me enseñó a defenderme y a conocer los puntos débiles de los hombres, aprendí donde golpearles para inmovilizarlos de dolor. Comportarme como ellos, me permitió protegerme de un temprano desamor. Los chicos ni me interesaban, ni me excitaban; durante mi adolescencia les dejaba acercarse, que me acariciaran y se ilusionasen, pero yo verdaderamente disfrutaba cuando ellos daban el último paso. Les provocaba y pacientemente les esperaba hasta que victoriosos se acercaban a su indefensa presa para cazarla, entonces, fríamente, yo les acariciaba sus partes y les rechazaba. Otras veces les desesperaba jugando con varios a la vez. Gozaba viéndolos pelear como lobos, luchando a ser mi macho alfa. Con el tiempo mis juegos aumentaron en intensidad y en peligrosidad, pero siempre estaban bajo control y si algún imbécil se descontrolaba, el Kempo lo apaciguaba. Después de su bravuconada, se convertía en el macho más fiel, comían en mi mano con tal de que no contase a sus amigos su vergüenza. Con todos los hombres que se cruzaron en mi camino, imbéciles o no, hice lo que quise y ellos llegaron hasta donde yo quise que llegasen. Necesitaba madurar antes de permitir que un hombre entrase en mi reino, yo decidiría quién y cuándo sería ese momento. También necesitaba de mujeres para que adulasen a la reina de la manada. Jugaba con ellas comportándome como una mujer y escondiendo que pensaba como un hombre. Las lanzaba a desaventuras y luego las consolaba como confidente. Nunca traicioné a una amiga, aunque conscientemente las eché a fieras que las cazaron y las hicieron sufrir. Después jugaba con ellas, las arropaba, las desnudaba y las gozaba, en su casa, en acaloradas noches de inocente amistad, donde los suspiros se tenían que silenciar y eso me provocaba relámpagos de placer. Disfruté sirviéndome de las vanidades y fogosidades juveniles causadas por las incontroladas hormonas de la adolescencia, una época alocada que determina el futuro de tu vida, que astutamente supe dominar. Decidí que controlaría mis sentimientos y deseos antes de compartir mi cuerpo con un hombre.Entré en la universidad para estudiar ingeniería de caminos y allí me hice la primera herida sentimental. Había cambiado de entorno y cuando me di cuenta ya era tarde. Un buen día me encontré en mi guarida, deprimida y sola, lamiendo el tajo que un amor incontrolado me causó. Con dolor lo curaba para que no me desangrase y que cicatrizase de la mejor manera posible. Sentía en mi carne el sufrimiento que tantas veces yo había causado.Yo hubiese estudiado matemáticas o física, pero no podía defraudar a Papá. Con mi sobresaliente de media podía elegir la carrera que quisiera. Estaba envuelta en la apatía de la edad y no sabía dónde orientar la brújula de mi vida. Mi madre quería que me decantase por una carrera de chicas, biología, farmacia o en su defecto medicina. Papá quería la excelencia, que fuese la primera de la crème de la crème, y los excelentes siempre han estudiado en la politécnica. Y la excelencia de los politécnicos eran aeronáutica o ingeniería de caminos. Fuimos al campus universitario y nos paseamos por todas las escuelas. No cabía duda, sólo tres chicas estaban matriculadas en todos los cursos de caminos, allí tenía yo que reinar. Por eso hice ingeniería, en aeronáutica había demasiadas chicas y la mayoría en los primeros cursos.El primer año fue de clausura, lo dediqué a estudiar con todas mis fuerzas. Me concentré en adaptarme a mi nueva vida universitaria para no defraudar a Papá. Si quería algún desliz, lo buscaba entre mis compañeros de bachiller, entre mis amigas o en la soledad de mi alcoba. Ellas saciaban la vanidad de mi alma, lo otro colmaba la fisiología de mi cuerpo. Terminé en la excelencia, tres sobresalientes y dos matrículas de honor. A mitad de junio, mientras mis compañeros se desfondaban estudiando los exámenes finales, yo tendría que aburrirme en casa, y, para que no sucediese, mi Papá me recompensó. Me buscó una escuela de verano para aprender alemán por inmersión. El diecisiete de junio llegaba a un campamento de Baviera situado en mitad de un frondoso bosque. Aislada de toda civilización y rodeada de jóvenes que sólo hablaban alemán. En aquella escuela taller, además del alemán, aprendí supervivencia y ecologismo. Me enseñaron a buscar la armonía entre las personas y la naturaleza.A finales de Julio pasé el último fin de semana en Múnich. Estaba llena de energía, me sentía eufórica, creía que había llegado el momento de acostarme con un hombre y llegar hasta el final. Ya me sentía preparada, no temía defraudarme y sabía cómo elegir al hombre adecuado. Mi experiencia sexual me daba el bagaje necesario para alcanzar, a consciencia, el placer y también la forma de proporcionarlo. Tenía lo que necesitaba, relación fugaz y conocimiento personal intenso, por la convivencia de un mes y medio. Lo elegí entre mis compañeros de campamento, combinando cuerpo y experiencia, el resto de los atributos no importaba. Para el sexo se requieren conversaciones primarias y breves, así te puedes concentrar en el placer que tu cuerpo te da. Desde ese día hice que mis orgasmos fuesen parecidos al de los hombres, intensos y breves, solidificaba la lava que salía de mi volcán, quedándome rígida de placer, inmóvil, tensa, agarrotada y eso los destrozaba. Como los conejos copulaban inmediatamente y allí acababa todo hasta que retomaban fuerzas y todo volvía a recomenzar. No estuvo mal, salvo que una mujer necesita más, con la gente de mi edad siempre era igual, nunca llegaba a tener más de tres relámpagos de éxtasis en una noche. Ningún hombre se dio cuenta de ello y no supe que esto fue mi debilidad, hasta el día que me encontré en mi cama lamiendo la primera herida de una desilusión. Demacrada me preguntaba por qué me había pasado a mí, por qué no me di cuenta de que jugaba con fuego, no sentí su calor hasta que fue demasiado tarde y las llamas del amor me quemaron. Todo surgió como ocurren los accidentes, por un cúmulo de azarosas coincidencias que te llevan hipnotizada al desastre. Al final vuelves a la cruda realidad, y de golpe te das cuenta de que estás herida, porque oyes las sirenas de la ambulancia que viene a recoger tus despojos y por el gran dolor que te inmoviliza.