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Chapter 3 - Capítulo 2

Borrador (2053 Palabras) GuardadoPublicarGuardarVista previa Capítulo 2

Tuve una infancia feliz, ese es mi más íntimo sentimiento. A mi modo, pero fui muy feliz. Por mi complexión, cuando jugaba con los niños y me peleaba, podía con ellos y siempre les zurraba hasta que despavoridos huían. En esa etapa de la vida donde se forman los cimientos de tu personalidad y lo físico constituye su base, tuve suerte. Ser la mayor entre los chicos era una gozada, por haber nacido el dos de enero les aventajaba intelectual y físicamente. Por genética paterna, mi envergadura les superaba ampliamente. El metro noventa y tres de mi padre y la considerable altura de mi madre propició que siempre fuese alta y eso me daba mucha ventaja y me permitía siempre salir airosa de cualquier confrontación. Por ser una chica, era más madura y sutil que los rudos niños con los que me relacionaba. Además, a los doce años, cuando di el estirón, alcancé el metro setenta y ocho, que siempre fue la excusa perfecta para no llevar tacones. De niña, me alegré de tener los ojos negros y apagados de mi madre, porque me daban un toque de hosquedad que me ayudaba a ganar los enfrentamientos con los compañeros de mi escuela. Desde entonces sólo utilicé a los hombres para eso, para hacerlos sufrir o divertirme. Jugaba con los niños a fútbol, a las canicas, a los Madelmans, los desafiaba en carreras con bicicleta y siempre intentaba hacerlos rabiar. Pero, aunque sepas controlar la bilis del sufrimiento, ésta termina por quemarte el corazón. Y a mí me lo fue oxidando poco a poco.Nunca me interesaron ni las niñas, ni sus juegos, y eso a Papá le gustaba. Mis muñecas iban siempre desnudas y estaban lisiadas de las duras batallas que soportaban. Eran los blancos perfectos para mis arriesgados juegos de acción. Servían de porras para golpear a mis amigos o de proyectiles, cuando estos pavoridos, huían de mí. En esas luchas comprendí lo masoca que son los hombres y lo mucho que les gusta que les hagan sufrir. Tuve fieles amigos que siempre volvían, a pesar de las muchas heridas de guerra que les causé. Los hombres son como los perros y cuando los entiendes, los tornas fieles, los sometes y nunca muerden la mano que les sacia de su breve placer, y aunque les azotes siempre te admirarán.El primer recuerdo que tengo de mi vida, de mi tierna infancia, es el día de mi cuarto aniversario y lo que sucedió en torno a él, para ese cumpleaños mi Papá me regaló una entrada de fútbol. Impaciente esperé durante dos días y siempre recordaré aquel cuatro de enero, víspera de reyes, cuando me llevó a ver el partido. Con solemnidad me dio la entrada y, después de comer, nos fuimos a ver el fútbol. En los aledaños del campo me compró una bufanda de mi equipo y en la fila de la puerta me dijo que él se había dejado su entrada en casa, era tarde para volver a recogerla. Me pidió que entregase la mía al portero y no le dijese que había olvidado su entrada y que sólo llevábamos una, así nos dejaría pasar a ambos. En los vomitorios me susurró que si me gustaba el fútbol los reyes me traerían una camiseta del equipo de mi ciudad. Papá siempre se rodeó de pequeñas mentiras piadosas y de un halo de majestuosa complicidad. Aquella entrada, sigue en la casa de mis padres, anclada en el corcho del mural de los recuerdos que cuelga en mi habitación.A mi Papá le costó que yo jugase en el equipo de fútbol de mi barrio. Por aquel entonces, que una chica se pusiese calzón y le diese patadas a un balón, no estaba bien visto, ni era sensato. Pero la insistencia de Papá y su influencia, alcanzó para que me hiciesen la ficha y jugase en el equipo de alevines. Tardó dos meses, de duro empecinamiento, para que me inscribiesen. Ese fue el tiempo que necesitó para convencer a los directivos del club que diesen su brazo a torcer y me admitiesen en el equipo, por lo que me incorporé con mucho retraso. Desde agosto ellos estaban entrenando, y hacía tres semanas que los niños habían comenzado a jugar y a ese entorno hostil me iba a enfrentar.La primera tarde que fui a entrenar, estaba asustada y me meé encima. Sólo lo supe yo, ahora me siento capaz de compartirlo. Acojonada me meé, y la lluvia me salvó, tapando mi vergüenza.Llegado el día, recién acabados mis deberes, mi Papá entró en la habitación y me pidió que me cambiase para ir, por primera vez, al entrenamiento del equipo de fútbol del barrio. Por detrás mi madre, histérica, peroraba tachando a Papá de inconsciente, por querer que fuese a entrenar con la tarde de perros que estaba cayendo. Mi madre insistía en que, si iba a ese sin sentido, todos los males me sobrevendrían. No cesaba de repetir que ni la climatología, ni la disciplina deportiva, eran adecuados para una niña. Cuando vio que Papá no le echaba cuenta, se dirigió hacia mí para convencerme de que no aceptase su propuesta y rehusase a darle patadas a una pelota. El fútbol no era juego para las chicas, me decía. No le hice caso, yo no quería defraudar a Papá y me puse el calzón, la camiseta, las medias, las botas y el chándal. A mi madre le dije, para que no siguiese con su inútil lloriqueo y se tranquilizase, que cogería el anorak impermeable para protegerme del frío y de las inclemencias del tiempo. Salimos de casa dando un portazo que silenció el llanto de impotencia de mi desconsolada madre.Papá y yo siempre hicimos lo que quisimos, él porque era su forma de ser, y yo porque era el niño consentido que no tuvo.Era una tarde lluviosa de la segunda semana de otoño, los días empezaban a menguar y pronto oscureció. El paraguas no fue suficiente para protegernos de la lluvia pertinaz y racheada que estaba cayendo. Del coche, en cuyo interior me quité el chándal, hasta los banquillos, donde dejé el paraguas, me mojé de cintura para abajo, empapando mis pantalones y eso me salvó de la mayor vergüenza que podría haber pasado en mi niñez. Ya se entrenaba bajo la luz de los focos, y en el centro del campo, gritando a mis compañeros mientras corrían, estaba el entrenador, hierático, soportando la lluvia. Llevaba puesto un impermeable que le protegía el chándal del aguacero. Del cuello le colgaba el silbato con el que daba órdenes a los jugadores. Estaba totalmente empapado, se giró hacia nosotros y gritó que nos acercáramos. Al llegar, él me miró hoscamente, de arriba a abajo y estrechó la mano de Papá.— ¿Supongo que tú serás Ricitos? —Afirmó mirándome.— Sí. —Contestó, rápidamente, mi Papá.— Alcanza a ese grupo de maricones y ponte a correr con ellos. —Me dijo apretando fuertemente mi hombro, con su mano derecha, al tiempo que señalaba, con la izquierda, a un grupo de niños, de mi edad, que daban vueltas al campo de fútbol.Sentí su mano presionando mi cuerpo y, como cuando estrujas una esponja, asustada me meé. Pavorida chorreando por la lluvia y por mis temores, me zafé de sus garras, huyendo del lugar; corrí para alejarme de mi ignominia, no por hacerle caso y alcanzar al grupo. A mitad de camino, me paré aturdida, estaba nerviosa y desorientada. Alejada de todos y en el centro de la nada, una arcada de bilis me inclinó para expulsar mi gran desasosiego. Fue en ese momento, cuando tomé consciencia de que nadie se había dado cuenta de mi percance. Estaba empapada, la lluvia había tapado mi vergüenza y eso me dio fuerzas para continuar. Proseguí eufórica, porque esa dramática tarde no había defraudado a Papá.Durante el primer año de alevines me hice fuerte, me inmunicé de los hombres construyendo una coraza con las capas de afrentas, desdenes, vejaciones y burlas que recibí. Si quieres que las personas odiosas no te hagan daño, has de protegerte de ellas, mejor aún, has de actuar y ser como ellas. Al volverte odiosa las vences y las puedes dominar. En los partidillos de los entrenamientos, los niños nunca me pasaban la pelota, yo sólo corría tras ella. Pronto supieron que, si se acercaban a mis dominios, no me podían sobrepasar, mi complexión y habilidad les aventajaba, y les quitaba la bola. En ese momento reinaba entre ellos, me sentía grande, y todos me increpaban gritándome que les pasase el balón y así destronarme. Si no lo hacía, hasta mis compañeros me asediaban. Eran breves segundos de dominación y venganza, que me permitían tomar fuerzas para soportar las siguientes afrentas. De los dieciséis partidos que quedaban en la temporada, jugué uno. Una epidemia de gripe provocó que aquel sábado sólo fuésemos once niños a jugar, y el entrenador no tuvo más remedio que alinearme, salí de titular y jugué todo el partido. Aquel día aprendí que el menosprecio, que mis compañeros tenían hacia mí, no era una cuestión de sexo, era una cuestión de hormonas, esa naturaleza primitiva que llevan los machos en sus entrañas y los incita a luchar por dominar un territorio. Los niños pasaban el día jodiéndose entre ellos y el más débil, me ofendía a mí. En ese partido, los adversarios, me insultaron, me escupieron, me pegaron codazos y cuando el árbitro los miraba, se hacían los buenos, y además los familiares allí presentes lo aplaudían. A pesar de todo, lo que ocurrió sobre el césped no fue lo peor, también desde la grada, me pusieron a caldo. Recibí un sinfín de insultos, impropios de mayores, que por decencia no quiero repetir. Fui el centro de las iras de aquellos cafres grandes, adultos y groseros, que se creen que les va la vida con el juego de sus hijos. Tras el partido comprendí que mis compañeros no me despreciaban para humillarme, lo hacían por imitación, me trataban así para empequeñecerme, por miedo a que mi fortaleza les ganase. Durante los otros quince partidos de la temporada, el entrenador me expuso en la banda y todas las segundas partes me las pasaba corriendo por el lateral del campo, exhibiéndome como mercancía de un feriante. Nunca me sacaba a jugar, y de esta horrible manera me alejaba de mis compañeros de banquillo impidiendo que me relacionase con ellos. Estoicamente lo soporté por Papá. Y para no defraudarlo, llegaba a casa contenta tras soportar la humillación sufrida.El segundo año todo basculó, yo había madurado y tuve la suerte de cambiar de entrenador. Lo que me pasó me lo gané, pero también la suerte estuvo de mi parte. Los niños no habían dado el estirón y mi envergadura me hacía candidata a jugar de defensa, en esa posición destructiva me ubicó el nuevo entrenador, ¡y por Dios que no le fallé!. Rompiendo piernas, me hice imprescindible y comencé a fraguar mi espíritu demoledor. Terminé jugando todos los partidos y entre mis compañeros me cree la fama de ser una quebrantahuesos. Comenzaron a respetarme por lo que hacía y me consideraban un igual, era un chico más. Bueno casi, la ducha tras el partido nos diferenciaba, yo siempre volvía a casa mal oliente y pegajosa por no haberme podido duchar. Pero fui feliz, porque reiné sobre los niños. Durante esa breve etapa de la infancia fui feliz, siendo un niño como quería Papá.Mi periplo futbolero acabó a los catorce años, con la llegada tardía de la menstruación y mi desarrollo femenino. Entonces tuve que cambiar la forma de relacionarme y de jugar con los hombres. Sólo pude vivir como un chico en el mundo de nunca jamás, y cuando llegué a la categoría de infantil, lo tuve que hacer como una mujer. A partir de ahí, ellos me pidieron que fuese mujer y yo les arruiné sus sentimientos. A todos, a los hombres por ser hombres y a las mujeres por envidiarme. Me vengué de ellos porque no me dejaron que viviese como un hombre y, sin que se diesen cuenta, los traté como si fuese uno de ellos, que es el peor trato que les puedes dar. También me vengué de ellas, porque en esa época no gozaba como una mujer y, como hombre, las engañé.

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