Antes de entrar en ese mundo desconocido, yo era un estudiante universitario a punto de graduarme. Mi vida había estado llena de dificultades, pero siempre creí que mis esfuerzos darían frutos. Todo cambió en un instante.
Cuando abrí los ojos, me encontré rodeado de extraños. Una mujer de rostro amable y un hombre con una expresión tranquila me miraban con sonrisas apaciguadoras. No entendía nada, y la confusión me envolvía como una niebla espesa.
Los recuerdos llegaron como ráfagas de viento, desordenados y abrumadores.
Me vi corriendo por los pasillos del hospital, con el corazón en un puño, tratando de llegar a mi abuela. Ella era todo lo que tenía después de perder a mis padres en un accidente de avión cuando era niño. A pesar de su fragilidad, siempre me recibía con una sonrisa que iluminaba hasta mis días más oscuros. Pero esa luz también se apagó.
Una llamada lo cambió todo.
—Lamentamos informarle que su abuela no pudo resistir…
El resto de las palabras se difuminó en el aire. Salí corriendo hacia el hospital sin pensar, con el frío de la noche mordiendo mi piel. Cada paso era una súplica muda, un intento desesperado de desafiar lo inevitable. Pero entonces, el mundo me detuvo.
Un auto apareció de la nada. Sentí el impacto, un dolor desgarrador que atravesó cada fibra de mi ser, seguido de un vacío absoluto. La sangre teñía el pavimento bajo mí mientras mi vista se volvía borrosa. Pensé en todo lo que había hecho hasta ahora, en todo lo que no había logrado. ¿Acaso mi vida terminaría de una forma tan absurda?
"No puede terminar así."
En medio de la oscuridad, una luz apareció. Era cálida y brillante, como si me abrazara. Una voz suave rompió el silencio:
—Si eso es lo que deseas, vivirás.
Esa luz me envolvió, arrastrándome hacia un lugar desconocido. A mi alrededor, los recuerdos de mi vida se desplegaban, como un eco distante. Las imágenes de mi abuela eran las más nítidas, su sonrisa, su voz… su amor incondicional.
Y entonces, apareció.
—Solo debes mirar detrás de ti —dijo una voz, calmada pero poderosa.
Con el corazón acelerado, me giré lentamente. Mi respiración se detuvo al verla. Era ella. Mi abuela.
Sus ojos, llenos de calidez, me miraban con una ternura que desarmaría hasta la más fuerte de las almas. Su sonrisa iluminaba el espacio a nuestro alrededor, como siempre había iluminado mi vida.
—Mi querido Víctor, estás aquí —dijo, con una voz tan suave como siempre la recordaba.
Las lágrimas comenzaron a caer sin control. Todo el dolor, la culpa, la pérdida… todo salió a la superficie en un torrente imparable.
—Abuela… lo siento tanto… Por mi culpa estás aquí. Siempre fui un problema para ti —logré decir entre sollozos, incapaz de mirarla directamente.
Ella negó con la cabeza, acercándose para tomar mi rostro entre sus manos cálidas.
—Víctor, nunca has sido un problema. Jamás. Tú fuiste mi mayor bendición —sus palabras me envolvieron como un bálsamo—. Me diste una razón para levantarme cada día, para sonreír.
Intenté replicar, pero las palabras se atoraron en mi garganta. La miré, buscando algo que justificara mis temores, pero todo lo que encontré fue amor puro.
—No merecía tanto de ti… Tú lo diste todo, y yo nunca fui capaz de devolverte nada —murmuré, sintiendo el peso de mi propia culpa.
Ella sonrió, esa sonrisa que podía calmar hasta la tormenta más violenta.
—Tú me diste todo lo que necesitaba: amor, compañía, felicidad. ¿Qué más podría pedir? —dijo, acariciando mi cabello con ternura—. Si en tu próxima vida llegas a sentir tristeza o dolor, deseo ser quien te seque las lágrimas.
La abracé con fuerza. Mi corazón dolía, pero también sentía una paz que no había conocido en años.
—Gracias, abuela. Por ser todo para mí. Mi madre, mi amiga, mi familia… Todo lo bueno en mi vida te lo debo a ti.
Ella me devolvió el abrazo, sus manos suaves recorriendo mi espalda.
—Desde la primera vez que te vi, supe que mi vida tenía un propósito. Estoy satisfecha con todo lo que viví, porque lo compartí contigo.
Su cuerpo comenzó a desvanecerse, transformándose en un suave brillo que escapaba entre mis brazos.
—No, espera… ¡No te vayas! —rogué, desesperado, tratando de aferrarme a lo imposible.
Ella me miró por última vez, con una expresión llena de amor.
—Siempre estaré contigo, Víctor. Siempre —susurró antes de desaparecer.
Caí de rodillas, incapaz de contener el llanto. Pero esta vez, las lágrimas no solo eran de tristeza; también eran de gratitud. Había dicho adiós, pero sabía que ella siempre viviría en mi corazón.
Una mano pasó por sus hombros; era el hombre que había aparecido de la nada. Le palmeó la cabeza en silencio, ofreciéndole consuelo sin palabras.
De repente, un temblor sacudió el suelo con fuerza, creando grietas en el cielo, y un ruido atronador resonó a su alrededor.
—No hay tiempo, este espacio se está desmoronando. Te traje aquí para hablar contigo.
—Eres el elegido... debes recuperar un tesoro perdido. Si lo haces, se te concederá un deseo —dijo el hombre, mientras Víctor apenas podía articular palabras, sumido en la confusión.
Un deseo... Esa idea giraba en su mente.
—¿Un deseo? —preguntó, sorprendido y con un atisbo de esperanza—. ¿Puedo traer de vuelta a los muertos?
—Lo lamento, eso es imposible, pero el alma de tu abuela descansa en paz. Reencarnará en otra vida, no debes preocuparte Su próxima vida será muy feliz —dijo con una sonrisa suave y reconfortante
—. La puerta está aquí, ¿aceptas cumplir la misión de recuperar lo perdido, a cambio de un deseo? —Dio una pausa antes de preguntar de nuevo
—. Dime, ¿aceptas?
Víctor sabía que esta oportunidad era única: un deseo a cambio de cumplir una misión de un desconocido que lo salvó de su muerte. Aunque era surrealista, estaba agradecido porque pudo despedirse de su abuela. Así que, sin arrepentimiento alguno y sin hacer más preguntas, aceptó la misión por el deseo
—Sí, acepto —dije sin dudar, sin dejar de mirar al hombre que tenía frente a él
El hombre tenía el cabello rojo como el fuego, una piel morena brillante y vestía ropas desconocidas con bordados elegantes del estilo oriental, claramente no de este mundo. Era más alto que Víctor, y si estuviera en su mundo, probablemente sería uno de los hombres más codiciados por su belleza. Víctor no le había prestado mucha atención cuando se encontraron, pero sabía que no olvidaría su nombre ni su rostro.
—¿Puedo saber tu nombre? —Preguntó rápidamente, sin dejar de mirarlo
—Nombre... —dijo el hombre, un poco sorprendido, como si no estuviera seguro de si era correcto decirlo.
—Quiero saber tu nombre, pero si no puedes decirlo, está bien —dijo Víctor con una sonrisa leve, bajando ligeramente la cabeza
—Damerías —respondió el hombre, me sonrió antes de empujarme hacia un portal que había aparecido detrás de mí.
Antes de desaparecer, Damerías miraba el gran árbol con grietas y lo observó casi nostálgico. Susurró:
—Extraño los días en los que éramos felices —dijo desapareciendo, observando por última vez su lugar favorito.
Al otro lado del portal, sentí algo extraño. Gritos, presión, sonidos que apenas podía procesar. Fue entonces cuando entendí: estaba naciendo de nuevo.
El frío me golpeó al ser envuelto en mantas. Una voz suave me llamó la atención.
—Es hermoso, mi pequeño —dijo una mujer de cabellos plateados y ojos luminosos, inclinándose para cargarme entre sus brazos.