"Tankízu, dime, ¿por qué los ancianos nos mandaron al fin del mundo para atacar un rincón tan insignificante?" preguntó Leíned, mientras
caminaba con paso ligero y despreocupado, sus manos entrelazadas detrás de la cabeza. El entorno lúgubre, marcado por colinas grises y cielos opacos, no parecía afectar la confianza relajada que irradiaba.
"Escuché al oficial Tinix mencionar que nuestra tarea es sabotear las provisiones del Reino Valerius", respondió Tankízu, su voz grave, como el eco de un tambor en la penumbra. Su mirada estaba fija en el camino, pero el tono denotaba familiaridad con quien hablaba.
Leíned dejó escapar una risa breve, cargada de escepticismo. "¿Sabotear provisiones? Vamos, ¿qué sentido tiene todo esto? "Si querían un golpe
significativo, podrían haber ordenado atacar un puerto o una fortaleza, no un pueblo perdido".
Tankízu se detuvo por un momento. "No es el pueblo lo que importa. Es el efecto en cadena. Quieren sembrar el caos sin cargar con la culpa del
ataque. Cuando el hambre y la desesperación se desaten, los ancianos ofrecerán 'ayuda'. Así se ganarán su favor y controlarán a Valerius desde dentro".
El rostro de Leíned se tensó, aunque su habitual sarcasmo seguía intacto. "¿Entonces somos piezas de un juego que no comprendemos del todo? Un jaque lento, uno donde la sangre de inocentes es la tinta de su victoria..."
Tankízu lo interrumpió, con una sombra de amargura en la voz. "Eso somos, piezas. Y a las piezas no les corresponde preguntar, solo ejecutar".
El grupo comenzó a prepararse. Las correas de cuero rechinaban mientras los hombres ajustaban armaduras y armas, y el tintineo de las espadas resonaba en la quietud del bosque. Leíned, sin embargo, mantenía su actitud ligera, típica
de él, y lanzó su habitual despedida con una sonrisa burlona: "Oye, Tankízu, no vayas a morir. Sería un fastidio explicarle a tu hermana por qué no volviste".
Tankízu respondió con una carcajada ronca. "Solo moriré cuando tú aprendas a ser serio y le pidas matrimonio a mi hermana, es decir, nunca".
Ambos rieron; aquella vez, sus risas no sellaron un pacto de camaradería, sino el preludio de una tragedia.
La oscuridad que envolvía la escena era rota solo por el débil parpadeo de las llamas que, agonizantes, luchaban por no extinguirse. Cada chispa era un testimonio de la furia que había consumido aquel lugar. El aire denso,
impregnado del olor metálico y de la sangre, se hacía casi irrespirable. En el suelo, cuerpos destrozados formaban una imagen macabra de carne y tierra, de campesinos y guerreros. La masacre no había discriminado entre víctimas y
verdugos; todos yacían bajo el mismo cielo indiferente.
De los dieciséis hombres que habían partido, solo cuatro permanecían aún de pie. Sus respiraciones eran pesadas, irregulares, como si cada inhalación
intentara arrastrar consigo algo más que aire. El sudor corría por sus rostros, mezclándose con la sangre, el polvo y las lágrimas no derramadas. Sus miradas, tensas y vacías, convergían en un punto: un niño.
Pequeño y frágil, permanecía inmóvil en medio del caos. Su ropa estaba teñida de escarlata, pero no era su sangre la que cubría su cuerpo. Sus ojos,
abiertos de par en par, reflejaban las llamas menguantes, pero no mostraban
miedo ni dolor, solo un vacío escalofriante.