El líder observó al niño con una frialdad inquietante, sin que en su rostro se asomara una pizca de compasión. "Tinix, encárgate de él", ordenó, haciendo un gesto con la mano. Tinix asintió sin decir una palabra y desenvainó su daga, acercándose al pequeño.
Pero justo cuando estaba a punto de levantar el arma, se detuvo, como si el llanto hubiera dejado de ser un sonido inquietante. Tinix se quedó inmóvil, contemplando al niño, que había dejado de llorar y ahora le miraba fijamente. Un instante de tensión invadió el aire; el niño no mostraba miedo, solo una calma.
En un abrir y cerrar de ojos, la mitad del cuerpo de Tinix cayó al suelo, partido en dos con una precisión aterradora. Los demás abrieron los ojos, atónitos. El líder, que había estado dándole la espalda a Tinix, giró bruscamente al notar la reacción de su grupo. Ante él, solo quedaban las piernas de Tinix, que se desplomaron al instante.
El grupo entero se paralizó, incapaz de comprender qué acababa de ocurrir. Pero antes de que alguien pudiera procesarlo, uno de los hombres se lanzó hacia el joven, buscando eliminar lo que creía que era una amenaza. Apenas alcanzó a dar unos pasos antes de tambalearse y caer. En el suelo, empezó a retorcerse, agonizando en silencio, mientras sus compañeros observaban con horror creciente.
El silencio que siguió fue tan denso que parecía sofocar el aire. Nadie entendía lo que ocurría; el miedo se extendió entre ellos como un veneno, haciéndoles dudar de cada movimiento. La presencia del niño, quieto y sereno en medio de la lluvia, se volvió aún más perturbadora.
Los hombres quedaron totalmente aterrados, sin poder entender lo que acababa de suceder. ¿Cómo un niño, sin siquiera llegar a los ocho años, podía sembrar tanto caos entre un grupo de asesinos? Sus mentes se llenaron de preguntas: ¿Es el niño culpable? ¿Quién nos está atacando? ¿Qué está pasando aquí?
El niño apretaba con fuerza la daga que alguna vez había pertenecido al joven Tinix; su mirada era desafiante, como si estuviera listo para un enfrentamiento. Aquello parecía una escena surrealista. Un simple niño, frente a un grupo de guerreros entrenados.
Uno tras otro, los hombres cedieron a sus instintos y se lanzaron hacia él. Armas de todas las clases apuntaron hacia el pequeño; lanzas con diseños intrincados y cuchillos afilados volaron en su dirección. Estaban dispuestos a eliminar lo que para ellos era un enigma amenazante.
El niño se movía con la agilidad de un animal salvaje, esquivando a sus atacantes a cuatro patas y trepando árboles con una velocidad inquietante. Nadie pudo seguirle el rastro mientras se escabullía entre las sombras de los árboles, perdiéndose en la oscuridad de la noche.
Un silencio tenso se apoderó de los asesinos, sus ojos fijos en la espesura, buscando algún indicio del pequeño. De repente, algo cayó desde lo alto. Era una esfera llameante, una bola de fuego de un rojo intenso. Uno de los hombres, presa del pánico, gritó con todas sus fuerzas:
"¡Puede usar magia!"
La esfera impactó directamente en uno de ellos, generando una explosión que lo lanzó varios metros atrás. Aunque el ataque no fue lo suficientemente potente para acabar con él, un arma de acero sí; el impacto lo había empujado contra la espada de un compañero que estaba detrás. Aturdido, sus ojos captaron el filo ensangrentado que lo atravesaba. Sin emitir un solo quejido, se quedó ahí, inmóvil, su cuerpo vencido.
El jefe, incrédulo, observó el cuerpo inerte de uno de sus hombres con sorpresa y horror. De repente, escuchó gritos desesperados detrás de él. Giró rápidamente la cabeza y lo que vio lo dejó helado: seis de sus subordinados yacían en el suelo, sus cuerpos cubiertos de cortes y sin vida. Encima de ellos, de pie y con una expresión feroz, estaba el niño.
Solo quedaban cuatro hombres en pie. Todos parecían paralizados. El rostro del niño, ahora claramente visible, mostraba una expresión de furia inhumana. Sus ojos ardían con una intensidad sombría.
El jefe tragó saliva, sintiendo un escalofrío que lo recorrió de pies a cabeza. Por primera vez, la certeza de su propio control sobre la situación se desmoronaba frente a esa criatura en apariencia infantil.
El jefe se lanzó hacia el joven con una rapidez letal, avanzando de un lado a otro como un depredador en plena cacería. El niño, con la cabeza agachada hacia el suelo, parecía no percatarse del ataque que se aproximaba. Justo en el último segundo, apoyándose en una mano, se impulsó hacia un lado, esquivando el primer ataque por un pelo.
Sin darle tiempo para reaccionar, otro de los hombres, sosteniendo la misma espada que había sido utilizada para matar a su propio compañero, arremetió con furia. El niño, aún en plena caída, parecía una víctima indefensa destinada a una muerte segura. Sin embargo, con un movimiento inesperado, giró su cuerpo con agilidad y apoyó todo su peso en un brazo extendido. En una maniobra de precisión asombrosa, dobló el brazo para impulsarse con sus piernas hacia adelante, generando una aura celeste alrededor de ellas.
La patada que impactó directamente en el pecho del atacante lo lanzó hacia atrás como si fuera un muñeco de trapo.
El niño logró evitar la muerte, pero no pudo esquivar un corte profundo que cruzó su mejilla, un ataque del mismo hombre que empuñaba la espada. La sangre comenzó a manar de su rostro. Al hacer un movimiento sobre su brazo, un crujido agudo resonó, como si el hueso hubiera sufrido algún daño. Su expresión reflejaba incomodidad y dolor, pero rápidamente ignoró esas sensaciones.
El líder, sin darle tiempo para recuperarse, se lanzó nuevamente hacia él. Pero antes de que pudiera alcanzarlo, el joven hizo un gesto con ambas manos, acercándolas y cerrándolas con precisión. En ese momento, una ráfaga invisible de viento emergió de sus palmas, desatando una poderosa onda expansiva que impactó a los atacantes que se aproximaban. Uno por uno, los hombres fueron lanzados hacia atrás por la fuerza de la onda, cayendo desordenadamente al suelo, golpeados y desorientados. Algunos trataban de levantarse, todavía estando aturdidos.
"¡Maldita sea!", exclamó uno de los hombres, mientras luchaba por ponerse de pie, tosiendo y respirando con dificultad. Sin embargo, antes de que pudiera moverse, una lanza lo atravesó, dejándolo inmóvil, clavado al suelo como una hoja caída.
El líder, aún tambaleándose por la ráfaga, observó la escena y, aprovechando la distracción, se lanzó hacia el joven. Primero gateó y luego se impulsó con toda su fuerza. Con un golpe firme, lo lanzó contra un árbol, provocando un impacto seco y brutal.
Mientras el joven trataba de incorporarse, el líder, con esfuerzo, se levantó y ajustó su postura. Con una expresión llena de rabia, desenganchó un cuchillo que llevaba en la cintura y lo empuñó con fuerza.
"Maldito mocoso", escupió con desprecio.
El niño, por primera vez, rompió su silencio. Su voz, tranquila y sin un ápice de miedo, resonó en el aire:
"Realmente... son buenos", dijo, como si estuviera evaluando la habilidad de sus atacantes.
El líder detuvo su avance por un momento, sorprendido por la calma del joven. Sin embargo, su furia pronto lo dominó de nuevo. Levantó el cuchillo, dispuesto a descargarlo sobre su enemigo. Pero algo no estaba bien. De repente, su rostro se contrajo y la furia se transformó en pánico. Un hilo de sangre espumosa brotó de su boca mientras su cuerpo comenzaba a temblar incontrolablemente. Antes de que pudiera reaccionar, cayó al suelo, víctima de violentos espasmos que lo dejaron agonizando.
Los dos hombres que quedaban observaron la escena, aterrados e incapaces de moverse. Uno de ellos, con la voz quebrada por el miedo, intentó suplicar:
"Te... te daré todo... ¡Dinero!..." Al no recibir una respuesta y ver que el niño se acercaba, empezó a correr. "¡Solo quiero salir de aquí!"
Su intento de escapar fue inútil. Apenas dio unos pasos hacia atrás cuando su cuerpo también comenzó a convulsionar. La misma muerte agónica que había atrapado a su líder lo alcanzó, cayó al suelo como un muñeco roto.
El último hombre de pie quedó paralizado, con el terror grabado en su rostro. No lograba comprender el horror que se desarrollaba frente a él. La escena era tan surrealista como implacable.
"Todos se vuelven valientes cuando están a punto de morir", murmuró el niño en voz baja, tan baja como su estatura, lo suficiente para que el último hombre lo escuchara, poco antes de cerrar los ojos para siempre.
Alrededor del niño yacían los cuerpos de quienes habían sido asesinos despiadados. El niño los observaba en silencio, rodeado por el caos que acababa de crear. Su mirada era casi incrédula mientras sus pensamientos se agolpaban con una mezcla de alivio y humor oscuro.
"Eso habría sido rápido, ¿no?, si... Supongo que mejor que ser humano", murmuró con una media sonrisa irónica, asimilando lo sucedido.
"Ahhh…" soltó el niño en un suspiro, "casi muero, eso hubiera sido… increíble". Justo en ese momento, un leve sonido interrumpió sus pensamientos.
Era el líder, quien aún luchaba por aferrarse a la vida mientras se arrastraba por el suelo, con el cuerpo tembloroso y la boca entreabierta, dejando escapar un hilo de sangre. En la mente del joven, aquello era un tanto inesperado; estaba convencido de que su hechizo debería haber sido letal.
El hombre gimió, tembloroso, con una voz rota y entrecortada: "Tú… tú eres un monstruo…"
El niño arqueó las cejas, sorprendido, y dejó que una sonrisa irónica asomara en sus labios. "¿Yo? Jajaja… Juraba que los monstruos eran ustedes". Su expresión, llena de vida y serenidad, parecía desafiar la situación.
"Eres un maldito…", murmuró el líder, mirando el escenario con odio, rodeado de los cuerpos de sus compañeros esparcidos por el suelo.
"¿Sabes, Miteikis? He estado pensando en cómo llegaron aquí", dijo el joven con voz suave, mientras sus ojos se alzaban hacia el cielo oscuro, apenas iluminado por la luna. "Esa confianza que traían… cómo les condujo a esto."
El líder, Miteikis, quedó completamente paralizado, con el rostro pálido de terror. ¿Cómo podía saber su nombre? Su identidad era un secreto que muy pocos conocían.
"¿Quién eres...? ¿Quién eres tú?", murmuró con voz temblorosa, sus ojos llenos de miedo, intentando aferrarse a algún rastro de valentía mientras esperaba una respuesta.
"Uhhh", murmuró el joven, pensativo. Permaneció en silencio por un instante, como si estuviera buscando las palabras exactas. "Bueno, ¿cómo habrán sido ustedes de niños? Me pregunto si esto lo hicieron por necesidad o por simple obediencia a esos señores que tanto veneran. Supongo que tus hombres lo habrán hecho por necesidad, ¿no? No lo sé… Ahora todos están muertos. Pero tú…". Hizo una pausa, observando al líder con ojos penetrantes. "Tú lo haces para proteger una costumbre, para complacer a un dios. Pero, ¿por qué no cambiarlo todo? Si al final, solo siguen reglas. Podrías empezar por ti mismo… si es que realmente buscan un bien mayor."
El hombre se quedó sin palabras, completamente desconcertado. La mente de Miteikis daba vueltas, incrédulo, mientras la idea de que aquel joven no era lo que parecía se afianzaba en su confusión y en su miedo.
"Te crees un héroe", dijo, escupiendo sangre al suelo, "pero eso no te dará la victoria. Además, parece que estás un poco herido... jajaja..."
El niño esbozó una leve sonrisa mientras se agachaba para recoger una lanza que yacía a sus pies.
"Es cierto, les felicito por eso, me hirieron", susurró, "pero lo que no me mata, solo me hace más fuerte". Con un movimiento decidido, clavó la lanza en el corazón de Miteikis, poniendo fin a su sufrimiento. Observó cómo el brillo en los ojos del líder se apagaba lentamente, extinguiéndose como las llamas que poco antes habían arrasado el pueblo.
"Pensé que disfrutarías viéndome herido, y así fue", murmuró el joven, más para sí mismo que para el cuerpo sin vida. "Pero al final, aquí estás. Creí que uno de ustedes me mataría... Habría sido un final interesante". Con un suspiro, se incorporó, sujetándose el hombro herido, mientras sus ojos se dirigían hacia el oscuro horizonte. Solo el tenue brillo de la luna iluminaba las ruinas y los cuerpos que había dejado atrás.
Con el hombro sanando bajo la luz verde que emergía de su hechizo de curación, el joven observó con detenimiento el cuerpo inmóvil de Miteikis, ahora atravesado por la lanza. A medida que el dolor en su hombro se desvanecía, el ambiente se volvió silencioso, pesado, como si la tierra misma guardara luto por lo sucedido.
Fue entonces cuando el joven alzó la vista, como si un sexto sentido le advirtiera de una presencia cercana. A unos metros de distancia, estaba Kaini, mirándolo con una mezcla de asombro y terror, paralizado ante la escena que tenía frente a él.
El niño, con calma, esbozó una sonrisa enigmática, un gesto casi fuera de lugar ante el paisaje desolador y ensangrentado que los rodeaba.