Chapter 22 - Bienvenido

Estaba descansando bajo el árbol que se encontraba a unos metros de mi casa, cuando mi padre me levantó de golpe. En ese instante, noté un denso humo cubriendo el horizonte. Provenía del pueblo, que se extendía rápidamente. A lo lejos, los árboles comenzaban a arder, envueltos en llamas que se alzaban furiosas, mientras los gritos se hacían cada vez más audibles. El rojo del fuego se mezclaba con los últimos destellos del sol, creando una escena apocalíptica.

"¿Qué está pasando?" susurré, desconcertado tanto por el sueño que acababa de tener como por la destrucción que se desataba ante mí.

"¡Hijo, vamos!" gritó mi padre con urgencia, cargándome por la cintura y llevándome en dirección a la casa. El rugido de las llamas y los gritos se acercaban cada vez más.

Con la cabeza girada hacia atrás, observé el avance del humo y las llamas. Poco a poco, el miedo comenzó a invadirme, apretándome el pecho.

Entramos a casa. Lo primero que hizo mi papá fue dirigirse a la habitación de mi mamá, donde la encontramos sentada, con el rostro tenso.

"¿Qué está sucediendo, Elmer?" preguntó mi mamá, visiblemente nerviosa.

"No lo sé, afuera es un caos. Debemos irnos de aquí, rápido. ¡Naára, Kaini, agarren todo lo necesario, ahora!" gritó mi padre. Yo corrí hacia mi cuarto mientras Naára se dirigía al suyo, y mi padre se encargaba de alistar las cosas esenciales para mi madre.

Mi mente estaba enredada en pensamientos de terror. Era como si una guerra se hubiera desatado afuera. El miedo de que algo terrible pudiera pasar me tensaba la piel, y el único consuelo que me quedaba era saber que el peligro aún estaba a una cierta distancia. Pero no sabía por cuánto tiempo.

Cuando reunimos lo esencial, salimos de la casa. Mi madre y Naára estaban visiblemente nerviosas, sus manos temblaban y sus respiraciones eran rápidas. Ellas intentaban controlar el miedo que las dominaba.

"Debemos ir por un camino seguro", dijo Elmer con firmeza.

La situación no era fácil, especialmente para mi madre. Su avanzado embarazo le impedía moverse con rapidez y todos teníamos que ayudar para evitar cualquier accidente.

"No sé si… si podré avanzar", dijo mi madre con un gemido, sujetándose el vientre. "Me está doliendo la panza".

"De acuerdo, vamos despacio", respondió mi padre, esforzándose por mantener la calma. "Vamos, por aquí".

Nos condujo por un camino que yo nunca había visto. Bordeaba la entrada del pueblo y parecía un sendero alternativo, alejado del bullicio y de las llamas. Aunque este camino era más largo, en momentos de emergencia como este, era la mejor opción. La dirección nos acercaba a la casa de mis tíos como un desvío más seguro.

Mientras avanzábamos, la casa de mis tíos apareció en el horizonte. Mi padre gritó el nombre de su hermano con toda la fuerza y desesperación que pudo reunir.

"¡Hermano, hermano!" Su voz resonaba con angustia, pero el silencio era la única respuesta. "No… no está", murmuró, el miedo comenzó a asomar en sus ojos. Mi tío era el único que podría ayudarnos, como espadachín, siempre había protegido al pueblo y a sus habitantes.

"Nos han dejado… Nos dejaron", susurró mi madre, aún quejándose por los dolores que le causaba su embarazo.

"No, él no haría eso", replicó mi padre, firme. "No me dejaría solo". Su mirada se perdió unos segundos, atrapada en recuerdos.

Al entrar a la casa, nos rodeó la oscuridad y el vacío. No había nadie, pero las señales de que alguien había estado ahí eran claras. La fogata se había apagado hacía poco; el leve olor a humo y las cenizas aún calientes confirmaban que no hacía mucho la casa estaba ocupada.

"¡Maldita sea!" gritó mi papá, frustrado.

"Señor, debemos continuar", dijo Naára, visiblemente angustiada mientras apoyaba a mi madre. Su frialdad habitual había desaparecido por completo.

Mi padre se quedó un momento pensativo, rebuscando en la casa como si tratara de encontrar algo que le diera seguridad. Cada segundo que pasaba aumentaba la tensión, tanto en él como en Nára, mi madre y en mí. Al final, después de dejar todo desordenado, decidió avanzar.

"De acuerdo, ahora sí, vámonos", dijo, él intentando mostrar seguridad, aunque sus nervios y el sudor en su frente delataban su preocupación. Sostenía una espada en la mano derecha, mientras con la otra sujetaba firmemente a mi madre. "Vamos por aquí", añadió Elmer, guiándonos.

Avanzamos lentamente, procurando mantener el equilibrio y el cuidado necesario para no empeorar el estado de mi madre. Tras un rato caminando, llegamos a una pequeña extensión de tierra despejada. Desde allí, el pueblo se veía con claridad, y los ecos de los gritos, tanto de adultos como de niños, aún resonaban en el aire, envolviéndonos en la tragedia y el caos que parecía extenderse sin fin.

Al cruzar el gran montículo de tierra, finalmente estuvimos a nivel de la superficie del pueblo. A lo lejos, pude distinguir la casa de Rina, particularmente casi afuera del pueblo. Aunque no era del todo visible, noté a varias personas reunidas frente a ella.

"Padre… padre", susurré suavemente para no hacer mucho ruido.

"¡¿Qué?!" respondió bruscamente, deteniéndose y girándose hacia mí con el rostro tenso.

"Mira, allá", dije, señalando hacia la casa de Rina.

Ambos dirigimos la mirada hacia aquel punto. De pronto, escuchamos gritos y voces que llamaban un nombre, el nombre de mi tío. Mi padre alzó la vista, y, por un momento, pareció reflejar algo parecido a la esperanza, una leve ilusión que le dio fuerza.

"Mujer, quédate aquí y ocúltate entre los arbustos. Naára, por favor, cuida de ella y de mi hijo. No tardaré, voy por mi hermano", dijo mi padre en un tono firme, casi solemne, mientras ajustaba la espada en su mano y se preparaba para correr en dirección a la casa de Rina.

En cuanto se alejó, me sentí incapaz de quedarme quieto. La ansiedad y el miedo que latían en mi pecho eran insoportables; el abrazo de mi madre, que intentaba detenerme, se sentía como una cadena. Necesitaba hacer algo. En un impulso, me escabullí de sus brazos y me liberé de su mirada asustada.

"Yo… Yo iré por Rina", murmuré para mí mismo, decidido, antes de lanzarme hacia adelante.

Corrí, tropezando y pisando las cosechas que crecían en el campo. Mis pies se hundieron en el barro que se acumulaba en algunas partes, pegándose a mis zapatos y haciéndome casi perder el equilibrio. El miedo y la prisa me impulsaban, pero los gritos de mi madre, que me llamaba desesperadamente, me alcanzaron y se mezclaron con el sonido de mis pasos apresurados. Fue en ese momento cuando mi padre notó mi presencia, se giró, viendo la desesperación reflejada en los ojos de mi madre y la imprudencia en los míos.

"¡Hijo, hijo!" gritaba mi mamá. Me detuve un segundo y volteé, viendo a mi madre, que intentaba avanzar hacia mí desde el suelo, mientras Naára la detenía con firmeza. Su desesperación me dolía, pero sentía que no podía darme la vuelta.

Ahorita regreso, mamá, solo un momento, pensé para mí mismo, tratando de convencerme.

Con cada paso, me repetía que solo quería ayudar. Rina había sido mi amiga, y la idea de no hacer nada me llenaba de impotencia. Los gritos de mi padre no se hicieron esperar.

"¿Qué haces aquí, hijo? ¡Regresa!" me dijo mientras corría sin detenerse.

Yo no hice caso a sus palabras. Yo estaba solo determinado a una cosa.

Al estar más cerca de la casa de Rina, vi varias sombras alejándose rápidamente, corriendo hacia el pueblo. Mi respiración estaba agitada, y mis ojos entrecerrados por la tierra que se levantaba en el aire. El olor a humo se hacía más intenso, llenando mis pulmones y haciéndome toser.

Observé a mi padre mientras corría desesperado hacia la casa, gritando con angustia, "¡Hermano, hermano!" Al ver cómo entraba sin vacilar, decidí dar mis últimos pasos para acercarme a la entrada. El agotamiento me invadía, sentía mi rostro cubierto de polvo y mi respiración era pesada. Me acerqué a la casa lentamente, avanzando por el terreno y apoyándome contra las paredes para recuperar algo de aire.

Mientras bordeaba la esquina, un charco de sangre comenzó a hacerse visible en el suelo. Al dar unos pasos más, escuché los sollozos desgarradores de mi padre. Su llanto resonaba con una intensidad que nunca le había visto, en mi mente se formaron imágenes aterradoras de lo que podría haber detrás de esa esquina.

Finalmente, al girar, me encontré con una escena que jamás hubiera querido presenciar. Cuerpos yacían en el suelo, destrozados, desgarrados por cortes de espadas. Mis ojos se abrieron con horror, incapaz de procesar el espectáculo sangriento que tenía frente a mí. El mundo pareció detenerse, todo lo que podía hacer era mirar, atónito, mientras mi mente trataba de asimilar la brutalidad de lo que acababa de descubrir.

Sentí un asco indescriptible y no pude evitar vomitar en el acto. Los rostros de las personas que yacían ahí, sin vida, parecían congelados en una expresión de terror.

Mi padre estaba arrodillado, sosteniendo el cuerpo de mi tío, cuyo torso estaba atravesado por múltiples cortes profundos y precisos. Mis piernas temblaban mientras avanzaba con pasos inciertos hacia él. Al acercarme un poco más, miré hacia el interior de la casa, vi a mi tía, una niña y otra persona cuyo rostro era irreconocible, cubierta por una gruesa capa de sangre seca.

Rina… Rina. Su nombre resonaba en mi mente, durante el lapso que miraba el interior, mi mirada se nublaba ante la escena desgarradora que tenía frente a mí. Mi corazón me decía que no podía ser cierto, pero mi mente me forzaba a aceptar la cruel realidad.

Entré al lugar, sintiendo cómo mis pies se empapaban en la sangre que cubría el suelo. Todo estaba destrozado y desordenado, el caos era tan abrumador como aterrador. Mis pasos se volvieron más lentos, mientras el horror se apoderaba de mí; finalmente, mis ojos me confirmaron lo que no quería creer.

Allí estaba Rina, en el suelo, su figura era una imagen que me costaba procesar. Pero no era solo ella, todas las mujeres que habían estado en la casa compartían el mismo destino trágico. Mi tío, que evidentemente había intentado protegerlas hasta el último momento, pero el yacía allá afuera, incapaz de salvarlas.

"Kaini, tenemos que irnos", dijo mi padre, que estaba detrás de mí, ignorando la escena. Sus ojos estaban enrojecidos. Las lágrimas le habían dejado un rastro visible.

Yo ya no era consciente de mi alrededor, estaba completamente perdido en un mar de pensamientos oscuros, atrapado en las imágenes de los cuerpos que acababa de ver. Los peores escenarios posibles se repetían en mi mente, cada uno más cruel que el anterior. Me preguntaba, qué habría sido de Aziel y Luna.

Al ver que no reaccionaba, mi padre me levantó, casi con la misma urgencia que cuando me había sacado del sueño. En mi mente, las ideas eran un caos.

Si solo no hubiera venido aquí… Si tan solo no hubieran entrado… No estaría viendo esto, no estaría pensando en ellos de esta manera. Mi tía, mi tío, mi amiga… Todos. Todos están muertos.

¿Qué está pasando? pensé, mientras el mundo a mi alrededor se desmoronaba en un abismo de horror y confusión.

Esos pensamientos, esas imágenes llenas de horror, seguían recorriéndome, pero de pronto, como un rayo de luz que ilumina la oscuridad, escuché algo en el pueblo. Una voz que se parecía a la de Rina. Sentí una fuerza inexplicable en mi interior, como si mis propios sentidos me susurraran, Ve hacia allá.

Me solté de mi padre y salí corriendo, lleno de una ilusión desesperada de que todo esto era un mal sueño, de que, al llegar, vería a Rina, Luna y Aziel, sanos y salvos, esperándome a través de todo ese caos. Mi corazón latía con fuerza mientras avanzaba, tropezándome con piedras y ramas en el camino.

Al adentrarme en el pueblo, los árboles a mi alrededor se alzaban como fantasmas carbonizados, muertos por las llamas. El bullicio que llenaba el aire era ensordecedor, una mezcla de gritos y llantos que se sumaba al rugido del fuego. Y entonces, como un alivio fugaz, comenzó a llover, como si el cielo mismo quisiera apaciguar el infierno que se desataba ante mis ojos. La lluvia golpeaba el suelo, gota tras gota, apagando lentamente el fuego.

Mi padre venía detrás de mí, gritando con desesperación: "¡Hijo, hijo, no te vayas!"

Yo solo corría, queriendo alejarme de todo, impulsado por la esperanza de encontrar a aquellos a quienes amaba. Sin embargo, el sonido familiar que me había guiado empezó a desvanecerse, diluyéndose en el ruido de la lluvia.

Me sentí cansado, me detuve dándome cuenta de la horrible realidad que me rodeaba. Los cuerpos estaban esparcidos por el suelo, la lluvia formaba charcos rojos a su alrededor. El horror me invadió, un impulso me hizo girar, buscando regresar con mi padre, deseando salir de aquel maldito lugar.

Entonces lo vi: mi padre, de pie, justo en el momento en que un hombre de traje blanco lo apuñaló. Su atuendo, manchado de rojo, se mezclaba con la oscuridad de la noche. Mi padre me miró por un instante, intentando decir algo. Pero sus palabras se ahogaron, solo un hilo de sangre surgió de sus labios antes de desplomarse lentamente.

No podía creer lo que veía. El hombre, con el cuchillo aún atravesado en el vientre de mi padre, hizo un corte firme que hizo que las entrañas de mi padre cayeran al suelo junto a él. Por puro instinto, giré sobre mis talones y empecé a correr. Mi corazón se congeló y mi respiración se detuvo. Mis pensamientos se quedaron en blanco mientras mis piernas me llevaban lejos, incapaz de detenerme.

Corrí y corrí hasta que mis fuerzas casi me abandonaron. La lluvia, cada vez más intensa, se mezclaba con el sudor y la sangre en mi piel. A lo lejos, divisé una figura. Parecía una sombra temblorosa, sujetándose el brazo. A medida que me acercaba, reconocí el rostro del niño, era Aziel. Estaba de pie, rodeado de cuerpos esparcidos y masacrados. Al observar con detenimiento, me di cuenta de que los cuerpos llevaban el mismo traje blanco que aquel hombre que acababa de asesinar a mi padre.

Me quedé paralizado, observándolo en medio de ese macabro escenario. Aziel tenía la mirada fija en los cuerpos a sus pies, inmóvil bajo la lluvia, entonces, como si percibiera mi presencia o tal vez mi respiración agitada, levantó la cabeza. Una sonrisa apareció en su rostro, una sonrisa familiar, una risa de una simple bienvenida.