Apenas abrí los ojos, un dolor punzante recorrió cada rincón de mi cuerpo. Era como si cada músculo, cada hueso, cada centímetro de mi piel estuviera reclamando por el abuso sufrido. Incluso mis ojos dolían, queriendo salirse de mi cabeza cada vez que intentaba enfocar el techo sobre mí.
El techo de lámina del hostal me dio la bienvenida. Familiar, oxidado, y tan miserable como siempre.
—Genial. Y pensé que estaría más decepcionado —murmuré, sorprendido por el inesperado agradecimiento que sentía al tener un lugar donde descansar, incluso si era un agujero.
Giré la cabeza con esfuerzo. Ahí estaba Aria, durmiendo en el sillón. Su túnica, una vez impecable, tenía múltiples quemaduras, y debajo, vendas cubrían su piel pálida. Las manchas de sangre en las telas me recordaron lo cerca que estuvimos de no sobrevivir.
—Lo siento, Aria… —susurré, dejando que la culpa se derramara de mi interior como un río. No quería despertarla. No merecía que escuchara mi patética disculpa.
Con esfuerzo, me levanté de la cama y caminé hacia el baño en obra negra del hostal. Frente al espejo, la imagen que me devolvió me dejó sin palabras. Mi pecho estaba cubierto por una venda, oscurecida por la sangre seca. Mi rostro mostraba heridas recientes y cicatrices viejas, recuerdos de una vida que nunca había sido fácil.
—Al menos me veo viril —murmuré con una sonrisa amarga.
El pensamiento infantil se desvaneció rápidamente. No había nada heroico en mi apariencia. Cada cicatriz era una marca de lo poco que había logrado. Cada respiración dolorosa era un recordatorio de lo mucho que había fallado.
Me vestí con movimientos lentos, sintiendo cada tirón de los músculos adoloridos. Necesitaba caminar, pensar. El aire fresco tal vez aclararía el caos en mi mente.
El pueblo estaba casi desierto. Las calles, antes llenas de vida, ahora eran un escenario vacío. Los pocos habitantes que habían escapado del control mental de Lira probablemente habían huido, dejando sus casas abandonadas. El silencio era opresivo, cada paso resonando en el pavimento como un eco de mis pensamientos.
Los recuerdos de la pelea con Lira se desvanecían como humo. Había jugado con mi mente, destrozando la frágil correa que mantenía a Laplace bajo control. Quiso usarlo como un arma, como todos los que han conocido mi secreto. Pero esta vez, el arma la consumió a ella.
Sin embargo, lo que más me inquietaba no era Lira, sino Vorax. Sabía de Laplace. Había usado a Lira para liberarlo. ¿Por qué? La pregunta giraba en mi mente, cada respuesta más aterradora que la anterior. Vorax no era solo una amenaza; era un estratega.
Pero si algo me definía, era mi capacidad para apostar cuando no quedaban cartas. Había decidido buscarlo, enfrentar lo que fuera necesario. Quizás podría usar a Laplace como un cebo, una promesa tentadora para alguien como Vorax.
Y todo por una razón: el Arca de Noé.
Las recientes alucinaciones de Nox, mi hermano, habían encendido un fuego que no podía ignorar. Si el mítico barco podía llevarme al infierno y recuperar su alma, haría lo que fuera necesario. No tenía más opción.
Mis pensamientos se detuvieron cuando llegué a mi destino: el lúgubre bar al final del pueblo. Las ventanas rotas y el letrero oxidado eran un recordatorio de lo decadente que era este lugar.
—Aria no necesita ver esto —murmuré.
Empujé la puerta, y el chirrido de las bisagras se mezcló con el olor a alcohol barato y tabaco.
Dentro, el cantinero me miró, con la misma mezcla de desconfianza y resignación de siempre. Pero esta vez, no venía por una bebida. Esta vez, quería venganza.