Gárgolas; guardianes de lo divino, tan poderosos que se decía que intimidaban a los espíritus del mal y protegían las iglesias. O al menos, eso nos habían enseñado en el orfanato.
Un recuerdo fugaz cruzó mi mente: Nox, emocionado en una de nuestras clases sobre seres mitológicos, sus ojos brillando con fascinación mientras escuchaba historias sobre estos protectores de piedra. Era una imagen casi reconfortante, pero la escena delante de mí me arrancó de ese pensamiento como un balde de agua fría.
La gárgola rugió, su sonido resonando como un alud de rocas desmoronándose. Cada paso que daba dejaba grietas que irradiaban un brillo oscuro, como venas de una herida corrupta. Su cuerpo, aunque de piedra, parecía pulsar con una energía viva y malevolente, como si algo dentro de ella estuviera retorciéndose para salir.
Aria no daba tregua, lanzando un rayo tras otro de su energía divina. Pero la gárgola no se debilitaba. Al contrario, cada golpe parecía hacerlo más frenético, más decidido.
—Ignis, ¿qué pasa contigo? —preguntó Aria mientras levantaba otra barrera para contener uno de los ataques.
Laplace susurraba constantemente en mi mente, su tono burlón y persistente.
"Vamos, Ignis. Un vistazo no hará daño. Incluso yo le tengo respeto a una gárgola. ¿Vas a dejar que tu noviecita muera?"
Intenté ignorarlo, pero las imágenes comenzaron a llenar mi mente: el grimorio abriéndose, su poder fluyendo a través de mí, la gárgola cayendo a mis pies. Y junto a ellas, otra visión: yo, consumido por ese poder, destruyendo todo, incluso a Aria.
Mi respiración se aceleró mientras intentaba encontrar un plan.
—Aria, distráelo. Tengo una idea.
Ella no preguntó. Con un gesto rápido, levantó una ráfaga de luz que cegó momentáneamente a la criatura. Aproveché la oportunidad para rodearla, buscando un punto débil.
Mis ojos se fijaron en las fisuras de su pecho, justo donde la energía oscura latía como un corazón corrupto.
Me lancé hacia adelante, canalizando todo el fuego que tenía en mis manos, y golpeé con toda mi fuerza justo en el centro de su pecho.
La explosión de calor fue instantánea, y la gárgola emitió un rugido que resonó como un trueno. Por un momento, todo se detuvo.
La criatura cayó de rodillas, su cuerpo empezando a desmoronarse como piedra quebrada.
Aria corrió hacia mí, sus ojos llenos de incredulidad.
—Ignis… ¿estás bien?
—Sí. —Mi voz sonó débil, pero no había mentido. Al menos, no del todo.
La gárgola colapsó por completo, dejando solo un montón de escombros oscuros en el suelo.
Pero en mi mente, Laplace reía suavemente.
"Esto apenas comienza," murmuró, como si disfrutara del caos que había dejado.