El encapuchado continuaba lanzando ataques sin descanso, cada uno como un chorro de ácido negro que burbujeaba y siseaba al chocar contra nuestras defensas. Cada impacto llenaba el aire con un sonido húmedo y un hedor a podredumbre.
—¡Ignis, cuidado! —gritó Aria, su voz cortando el caos del enfrentamiento.
Un muro de su energía divina apareció entre el ácido y mi rostro justo a tiempo. El líquido chisporroteó al contacto con su luz, ambos poderes librando una batalla silenciosa de voluntades.
—Gracias, compañera —murmuré, ya en movimiento.
Si de quemaduras se trataba, yo era el experto. Aprovechando el muro como cobertura, rodeé el área de impacto. El encapuchado, predecible como siempre, lanzó otro chorro de su energía líquida en mi dirección.
Con un salto, infundí mi cuchillo divino con fuego, dejando que las llamas bailaran alrededor de la hoja. Lo lancé con fuerza, la hoja cortando el aire antes de clavarse justo en el pecho del atacante.
Esperaba que eso fuera suficiente para acabar con la pelea.
No lo fue.
El encapuchado dio un paso hacia atrás, como si el golpe fuera apenas una molestia. Con un movimiento lento, retiró la capucha que cubría su rostro.
—No me jodas —murmuré, incrédulo.
Lo que la capucha reveló era algo que no esperaba ver.
—Por el amor de Dios… una gárgola.
La criatura tenía una piel gris como la piedra, con fisuras que destellaban una luz oscura desde su interior. Sus ojos brillaban con un negro puro, reflejando una ausencia total de humanidad. Las venas que recorrían su cuerpo parecían latir, pulsando con una energía viscosa que escurría de sus garras como un líquido aceitoso.
La gárgola sacó el cuchillo de su pecho con una lentitud casi teatral. La hoja, ahora negra y burbujeante, cayó al suelo, inutilizada.
—Entréguenme el libro —gruñó la criatura, su voz resonando como piedras chocando entre sí.
—No en esta vida, amigo —respondí, dejando que el fuego divino recorriera mis manos.
La criatura atacó con una velocidad y fuerza que no esperábamos, forzándonos a retroceder y dividirnos. Cada golpe parecía más calculado, más letal.
—Ignis, esto no va a durar mucho —dijo Aria, su voz tensa mientras levantaba una barrera para protegernos de un ataque devastador.
—Lo sé —respondí. Pero sabía que no teníamos una solución inmediata.
Mientras luchábamos, sentí el peso del grimorio en mi mochila, latiendo como un corazón oscuro. Y junto a ese peso, la constante presencia de Laplace.
"Hazlo Ignis. Esto será divertido," murmuró con satisfacción.