Aria
—Hazlo rápido, Ignis.
Mis propias palabras se repetían como un eco distante, cada vez más huecas y crueles. Le había dicho que no se preocupara, que yo podía manejarlo. Pero ahora, mientras mi energía divina titilaba como una vela al borde de extinguirse, me preguntaba si esa confianza era solo una máscara que llevaba para protegerlo.
—Debo hacerlo… debo hacerlo… —mi voz temblaba, casi inaudible entre los gritos y el estruendo de los golpes.
Los aldeanos, con sus ojos verdes brillando como brasas encendidas, no se detenían. Golpeaban mi barrera con una furia ciega, herramientas de campo, piedras y manos desnudas. No eran culpables, lo sabía. Pero aun así, no podía evitar sentir que el odio de Lira se manifestaba a través de ellos, desgarrando tanto mi cuerpo como mi fe.
Un dolor agudo me arrancó de mi trance.
—¡Ahhh! —grité, mientras un cuchillo se hundía en mi pantorrilla.
El cuchillo temblaba en la mano de un niño, no mayor de diez años. Sus ojos vacíos no mostraban rastro de humanidad, y aun así, algo en su postura me rompió por dentro. ¿Cómo podía defenderme sin herirlos? ¿Cómo podía justificar mi promesa de "estar a la altura" cuando apenas podía sostenerme?
—¡No, no puedo fallar! —grité, encerrando al niño en una cúpula de energía con las pocas fuerzas que me quedaban.
Pero estaba fallando.
Los golpes contra mi barrera eran como un tambor de muerte, resonando en mi mente junto con la certeza de mi derrota. Podía sentir la presión sobre mí, el peso de las herramientas y las garras que rasgaban mi protección. Cada segundo era un latigazo a mi voluntad.
Mis rodillas cedieron, y lágrimas de desesperación cayeron por mis mejillas.
—Ignis… lo siento… lo siento tanto… —mi voz se quebró, perdida entre los gritos de la multitud.
La cúpula que me protegía comenzó a parpadear, y el miedo me consumió por completo. Había prometido que podía hacerlo. Había asegurado que era lo suficientemente fuerte. Y ahora estaba aquí, arrodillada, mientras todo se desmoronaba.
Entonces, el mundo cambió.
Primero fue el silencio. Un silencio antinatural que llenó el aire como un manto pesado. Los golpes cesaron de repente, y el parpadeo de mi cúpula se detuvo. Levanté la cabeza, sin atreverme a creer lo que veía.
Los aldeanos caían, uno por uno, como marionetas sin hilos. Sus cuerpos se desplomaban al suelo en un coro silencioso de derrotas.
Y entonces la vi.
Desde la mansión embrujada, una luz cegadora surgió, rasgando la oscuridad de la noche como una herida abierta en el cielo. Era hermosa y aterradora al mismo tiempo, un brillo tan intenso que parecía devorar las estrellas.
El suelo tembló bajo mis pies, y el aire se volvió denso, cargado de una energía que no reconocía.
—Ignis… —murmuré, mi voz apenas un susurro ahogado por el miedo.
Sabía que era él. Que había vencido. Pero también sabía que esa luz no era divina. No traía paz ni redención. Era algo más. Algo que no debería existir.
Un escalofrío recorrió mi cuerpo mientras el resplandor se intensificaba, llenando todo con su presencia.
—¿Qué hiciste, Ignis? —susurré, mi garganta seca y mi pecho apretado por el pánico.
Me acurruqué dentro de mi cúpula, incapaz de moverme. La culpa y el terror se mezclaban en un torbellino que me paralizaba. No había cumplido mi parte, y ahora… ahora Ignis había desatado algo que quizá no podría controlar.
Algo que quizá no éramos capaces de enfrentar.