Lira
El sol apenas asomaba en el horizonte cuando sentí por primera vez el peso del día en mi pecho. No había dormido. Mi corazón sabía lo que mi mente se negaba a aceptar: este sería el último amanecer que vería a Elias.
Lo observé desde la ventana mientras recogía piedras en el huerto, buscando las más redondas para añadirlas a su colección. Había pasado horas eligiendo un rincón perfecto para guardarlas, y cada noche me pedía que lo ayudara a contar cuántas tenía. Me aferré a ese pensamiento, intentando grabar su risa, su andar despreocupado, el brillo en sus ojos.
Cuando lo llamé, levantó la mirada y corrió hacia mí con las manos extendidas, mostrándome su último hallazgo.
—¡Mira esta, mamá! Es la más grande que he encontrado. ¿Crees que la pueda pintar como un sol? —preguntó con entusiasmo, su voz cargada de una inocencia que me destrozaba.
Sonreí, aunque sentí que mi rostro se quebraba con el gesto.
—Claro que sí, cariño. Será la más bonita de todas.
Él frunció el ceño, notando algo en mi voz.
—Mamá, ¿estás llorando?
Me arrodillé para estar a su altura, tomando su pequeño rostro entre mis manos. Sus ojos, tan grandes y confiados, eran un reflejo de todo lo que amaba en este mundo.
—No, mi amor. Solo... a veces las mamás lloran porque están muy felices.
Elias ladeó la cabeza, claramente confundido, pero no insistió. En cambio, levantó la piedra hacia mí.
—Entonces esto te hará más feliz. Es para ti.
No pude evitarlo. Las lágrimas comenzaron a correr por mis mejillas mientras lo abrazaba con fuerza, deseando poder detener el tiempo, congelar este momento y protegerlo de lo que vendría.
—Escúchame, Elias —dije finalmente, con una firmeza que no sabía de dónde había sacado—. Hoy no importa lo que pase, tienes que quedarte aquí, ¿de acuerdo? No salgas de casa. Prométemelo.
Él me miró fijamente, con esa seriedad solemne que a veces adoptaba, como si entendiera mucho más de lo que decía.
—Lo prometo, mamá. Pero... ¿vas a volver?
El mundo pareció detenerse. Mi corazón gritaba una respuesta, pero mis labios se negaban a mentir.
—Siempre estaré contigo —respondí, acariciando su cabello.
Me aparté antes de que pudiera hacer más preguntas, porque no confiaba en que mis piernas soportaran el peso de lo que estaba por venir. No miré atrás cuando cerré la puerta. Si lo hacía, sabía que no tendría el valor de seguir adelante.
El sol ya estaba alto cuando llegué al centro del pueblo. La plaza, normalmente bulliciosa y llena de vida, estaba extrañamente silenciosa. Un murmullo de voces llenaba el aire, pero no era un susurro de esperanza. Era un susurro de miedo.
Los aldeanos me rodeaban, sus miradas fijas en mí, pero ninguna de ellas contenía compasión. Solo desconfianza, temor y la certeza de que había algo en mí que no comprendían. Los rumores habían corrido como pólvora: "Lira la curandera, Lira la bruja". Ellos nunca supieron lo que era realmente ser diferente, ser la que tenía respuestas cuando todo el pueblo se hundía en el dolor. Y ahora, cuando más los necesitaba, me daban la espalda.
El sacerdote, de pie ante la multitud, me miró como si fuera una hereje, y en su rostro se reflejaba la mezcla de juicio y condena que tantos de ellos sentían. Con su voz profunda, comenzó a recitar versículos del libro sagrado, invocando el poder divino para arrancarme las entrañas y mostrarles al pueblo la verdad, según él.
—Lira, hija de la oscuridad —dijo, con tono grave y autoritario—. Has traído enfermedad, has traído plagas, y todo lo que tocaste se marchitó. Te has vendido al demonio, y es hora de pagar por tus crímenes.
Mi corazón latía con fuerza, pero mi cuerpo seguía inmóvil. Sabía que las palabras no podían salvarme, que no podría convencerlos. Ni siquiera ellos podían ver el sacrificio que había hecho para salvarlos, ni el dolor de curar a quienes no entendían mi poder.
El calor de las llamas se fue elevando desde la base de la hoguera. El olor a madera quemada se mezclaba con la niebla que comenzaba a formarse a mi alrededor, como si el mismo aire me negara la oportunidad de respirar.
—¡No! ¡No me lleven! —gritó Elias, su voz se elevó por encima del ruido de la multitud.
Mi cuerpo reaccionó antes que mi mente. Me lancé hacia él, luchando contra los hombres que me retenían. Elias, con los ojos llenos de terror, corría hacia mí, pero dos hombres lo atraparon antes de que pudiera alcanzarlo.
—¡Déjenlo! ¡Déjenlo! —grité, con una desesperación que no podía ocultar. Pero ellos no me escucharon. Sus corazones ya estaban llenos de miedo y odio.
El sacerdote levantó su mano, y el fuego comenzó a arder con una intensidad imposible de ignorar. Las llamas me devoraron, quemando mi piel, pero no sentí el dolor en el primer instante. El único pensamiento que recorría mi mente era Elias. ¿Estaría a salvo? ¿Me recordaría?
Entonces, una voz susurró en mi mente, y el aire mismo pareció detenerse.
—¿Quieres vivir, Lira?
Miré a mi alrededor, confundida, mientras el fuego seguía envolviendo mi cuerpo. Vi mi vida desmoronándose ante mis ojos, vi la muerte acercándose, y no podía dejarlo. No podía dejar que Elias viviera con el peso de mi ausencia, con el peso de una madre débil que fue arrastrada por la injusticia.
—¿Qué quieres de mí? —pregunté, mi voz temblorosa, pero llena de una desesperación que ya no era humana.
—Una promesa. Dime que no dejarás que olviden lo que te hicieron. Dime que tomarás lo que te pertenece.
Las llamas comenzaron a calmarse. El dolor se desvaneció, y cuando abrí los ojos, ya no estaba en la plaza. El pueblo había desaparecido, y todo lo que quedaba era la oscuridad que ahora habitaba mi corazón. Elias... Elias ya no estaba.
Mi hijo. Mi vida. Mi alma. Todo lo que amaba estaba perdido.
Entonces, el pacto se selló. Me convertí en lo que había temido, lo que había jurado que nunca sería. La justicia no sería más que venganza. Y el pueblo pagaría. Todo el mundo pagaría.