—Voy a disfrutar poseyendo el cuerpo de esa niña pura —dijo el demonio con un tono que mezclaba amenaza y triunfo.
—Oh, por favor —respondí, apretando los puños—. ¿Siempre haces la misma rutina, o alguna vez te tomas un día libre del cliché demoníaco?
Sin esperar respuesta, me lancé hacia él. Si algo sabía, era que no podía permitirle la más mínima oportunidad. Pero, por supuesto, mi oponente no se quedó quieto como un villano educado.
—¡MUERE! —rugió, su voz tan estruendosa que podría haber derribado un coro celestial.
Su brazo, que parecía un árbol infernal empapado de esteroides, se dirigió a mi rostro. Apenas logré esquivar, sintiendo el viento cortar mi piel como una advertencia. Giré sobre mis talones, aprovechando el impulso para lanzar un golpe directo a sus costillas.
El impacto resonó como un tambor apagado, y lo único que conseguí fue hacerlo enojar. Pero si algo tengo es terquedad, así que continué con una ráfaga de golpes que, al menos, parecían molestarlo.
—¿Sabes? —dije mientras lanzaba un puñetazo al abdomen—. Podrías invertir en un gimnasio. Tal vez uno celestial; dicen que son más eficaces.
Antes de que pudiera terminar mi sarcasmo, el demonio atrapó mi puño con su garra gigante. Me alzó como si fuera un muñeco de trapo y me acercó a sus cuatro ojos negros.
—Es ridículo —escupió, literalmente y figurativamente, una baba que me cayó en la cara—, que un sacerdote como tú recurra a trucos baratos. ¿De verdad piensas ganarme en una pelea de puños?
—¿Trucos baratos? —respondí, limpiándome la baba con la mano libre—. Lo llamo "técnica". Aunque, si necesitas un tutorial, puedo hacerte un PowerPoint después.
El demonio bufó, soltando una carcajada que reverberó en todo el plano mental.
—Patético. Gracias a tus payasadas, me has dado algo mejor que el niño: un cuerpo nuevo.
Antes de que pudiera replicar, me estampó contra el suelo con una fuerza que dejó claro que yo no estaba en su liga. Sentí un dolor agudo en las costillas y solté un grito involuntario.
—Quédate ahí, falso siervo —ordenó, acercándose a Aria—, y observa cómo tomo lo que más valoras.
Mi visión se nubló, pero aún podía distinguir a Aria. Seguía rezando junto al padre del niño, su rostro perlado de sudor, su expresión tensa, pero determinada. Sabía que no era una simple ayudante, y el demonio estaba a punto de descubrirlo.
Cuando intentó tocarla, fue como si se estrellara contra una pared de pura energía divina. Una explosión lo lanzó por los aires, desintegrando parte de su brazo.
—¿Qué demonios...? —gruñó, sorprendido.
—¿No es obvio? —dije, arrastrándome con dificultad hacia él—. Rezaron por tu derrota. Y mira, funciona.
El demonio gruñó algo ininteligible mientras sacaba fuerzas para recuperarse, pero yo no iba a darle tiempo. Saqué un pequeño frasco de agua bendita de mi bolsillo, vertí un poco sobre mi puño y sonreí.
—Llámalo el golpe bendito deluxe perra.
Con las últimas fuerzas que me quedaban, le propiné un puñetazo directo al centro de su esencia. El impacto resonó como un trueno, y el demonio comenzó a desintegrarse, dejando tras de sí solo un eco de odio.
Finalmente, el cansancio me venció, y me desplomé en el suelo.
—Bueno... —murmuré antes de perder la conciencia—. Otro día más en el trabajo