—¡Alto! —dije, mi voz más brusca de lo que había planeado.
—¡Fu...! —Aria suspiró con exageración, girándose para mirarme como si estuviera tratando con un niño caprichoso—. Ignis, sé que estás ansioso por lanzarte a investigar, pero ya te dije: mañana primero vamos a presentarnos con la iglesia antes de que salgas corriendo a "repartir golpes contra el mal". —Su tono cargado de sarcasmo me hirió más de lo que esperaba.
Me crucé de brazos, intentando mantener la compostura.
—No, espera. Esto es serio. Juro que vi algo. Una persona... caminaba extraño, como si estuviera herida, y dijo algo raro... que me estaba esperando.
Su expresión pasó de exasperada a escéptica en menos de un segundo.
—Ignis, no seas ridículo. Es tarde, estás cansado y probablemente tu mente te está jugando una mala pasada.
Intenté responder, pero antes de darme cuenta, ya estaba dentro del hostal.
Después de intentar, fallidamente, convencer a Aria de que no sufría de esquizofrenia, no tuve otra opción más que rendirme. O, mejor dicho, aceptar la amenaza velada de una paliza divina si no "me comportaba".
Y así, me encontré frente a las imponentes puertas de la iglesia del pueblo. Era una estructura enorme, completamente desproporcionada en comparación con las casas humildes que la rodeaban. Las gárgolas talladas parecían observarme con una mueca burlona mientras la cruz en la cima se alzaba como un desafío silencioso.
—¡Apresúrate, Ignis! —me regañó Aria, ya en su tono habitual: una mezcla entre irritación y condescendencia.
Murmuré una maldición por lo bajo y me esforcé por seguirle el paso.
Al entrar, un monaguillo nos guió hacia una oficina en el ala más alejada del edificio. No podía evitar sentir que los ojos de las figuras religiosas, grabadas en los vitrales, seguían cada uno de mis movimientos.
—El padre Francisco los recibirá pronto —dijo el monaguillo, haciéndonos un gesto para que tomáramos asiento en la oficina. Era un espacio sorprendentemente cómodo, con muebles de madera pulida y un aroma a incienso que impregnaba el aire.
—Gracias —respondió Aria con cortesía, mientras yo me dejaba caer en un sillón frente al escritorio.
—Qué puntualidad la del buen padre —solté con sarcasmo, jugueteando con uno de los libros en el escritorio.
—Ignis, compórtate —replicó Aria, lanzándome una mirada que habría podido detener a un demonio en seco.
Antes de que pudiera responder, la puerta se abrió y el padre Francisco entró. Era un hombre mayor, de mirada cansada pero penetrante, como si pudiera ver a través de ti con solo un vistazo.
—Bienvenidos, viajeros. Me alegra que hayan venido. Tenemos mucho de qué hablar —dijo, tomando asiento detrás del escritorio.
—Padre, estamos aquí para... —comenzó Aria, pero el sacerdote levantó una mano para detenerla.
—Sé que necesitan respuestas sobre los problemas en la aldea. Pero antes, permítanme preguntarles algo: ¿han oído hablar de Lira?
El silencio llenó la habitación mientras Aria y yo intercambiábamos miradas.
—¿Lira? —pregunté, confundido—. No, nunca he oído ese nombre.
El sacerdote asintió lentamente, como si hubiera esperado esa respuesta.
—Hace mucho tiempo, esta aldea fue hogar de una joven llamada Lira. Era... diferente. Más inteligente, más curiosa, pero también solitaria. Y como suele suceder con lo que no se comprende, la gente empezó a temerla.
Se detuvo, sus ojos fijos en algo distante, como si reviviera la historia en su mente.
—La acusaron de brujería. La juzgaron y la condenaron a morir en la hoguera. Pero antes de que las llamas la consumieran, hizo un pacto. Una promesa de que regresaría... y traería consigo la oscuridad.
Un escalofrío recorrió mi espalda al escuchar esas palabras.
—Espere, padre —interrumpió Aria—. ¿Está diciendo que el "mal" que mencionan los aldeanos es... ella?
El sacerdote asintió lentamente.
—Eso creemos. Aunque no sabemos cómo, todo indica que el espíritu de Lira ha regresado.
—¿Y qué tiene que ver con nosotros? —pregunté, sintiendo una mezcla de inquietud y curiosidad.
El sacerdote me miró con gravedad.
—Eso es algo que aún no sabemos. Pero anoche, algunos aldeanos dijeron haber visto a una figura que parecía estar... buscando a alguien.
Mi corazón dio un vuelco. La extraña figura que había visto la noche anterior vino a mi mente de inmediato.
—¿Creen que podría estar... buscándome? —pregunté, tratando de ocultar el temblor en mi voz.
El sacerdote no respondió de inmediato, pero la gravedad en su expresión era suficiente para darme mi respuesta.
Antes de que pudiera decir algo más, mis ojos se posaron en una pintura al otro lado de la habitación. Representaba a una joven de cabello oscuro y ojos llenos de ira.
—¿Es ella? —pregunté, señalando el cuadro.
El sacerdote asintió.
—Esa es Lira.
De repente, los ojos de la pintura parecieron centellear, y una risa suave, casi inaudible, resonó en mis oídos.