A veces, la única forma de lidiar con la vida es con una buena dosis de pecado. O al menos, eso me gusta decirme cuando las cosas se ponen difíciles.
—¿Y ahora qué? —preguntó Aria, su tono exasperado era una constante desde hacía horas.
—Ahora es momento de ir a celebrar —respondí, fingiendo entusiasmo mientras trataba de no mostrar el dolor que me recorría las costillas.
—Celebrar... Claro, porque arrastrarte hasta un bar es exactamente lo que necesitas.
—Bar no, querida Aria. Vamos a un lugar con más... carácter.
No mencioné el verdadero motivo de nuestra parada en el distrito rojo. Necesitaba un trago, sí, pero también información. El demonio al que enfrentamos en nuestra última misión, antes de morir, dejó un susurro que seguía resonando en mi mente. Mencionó un nombre: Vorax. Un devorador de pecados, capaz de consumir las almas de los corruptos… y a veces, de los que simplemente se cruzaban en su camino.
La iglesia y el Éxodo lo consideraban un tabú, un enemigo demasiado caótico incluso para ellos. Pero para mí, Vorax era una oportunidad.
—Aria, ¿sabes por qué los sacerdotes son tan buenos luchando contra el mal? —le pregunté mientras nos acercábamos al lugar—. Porque llevan años acostándose con él.
Aria me miró con desdén, pero algo en su mirada me dijo que lo estaba pensando. A veces, hasta ella no podía evitar reconocer la crudeza de mi lógica.
—No seas vulgar —replicó, pero la curiosidad que brillaba en sus ojos decía lo contrario.
La entrada al burdel estaba custodiada por luces de neón y risas que competían con la música estridente. El aire se sentía denso, como si la energía misma del lugar estuviera impregnada de algo oscuro y perverso.
—Ignis... —Aria tomó mi brazo, su tono más grave ahora—. Este lugar no es normal.
—Por eso estamos aquí —respondí con una sonrisa que trataba de ocultar la presión en mi pecho. Mis sentidos estaban alerta. No sólo era por el trago que necesitaba, sino por la sombra de Vorax que se cernía sobre mi mente.
Nos dirigimos al fondo del establecimiento, donde un reservado parecía más oscuro que el resto del lugar. La atmósfera allí era más fría, casi palpable. Y lo supe en ese momento: lo inhumano estaba cerca.
Ahí estaba él.
Vorax estaba sentado en una silla de terciopelo rojo, con una copa en la mano, su sonrisa retorcida revelando más dientes de los que cualquier humano debería tener. Su presencia no podía ignorarse. El aire se hacía más pesado a su alrededor, como si el mismo pecado flotara en la habitación.
—Ignis. Qué sorpresa verte aquí —dijo, su voz resonando como un eco dentro de mi cabeza—. ¿Vienes a ofrecerme algo, o simplemente a disfrutar del ambiente?
—Un poco de ambas —respondí, mi voz firme, aunque dentro de mí, cada instinto me decía que saliera corriendo. A veces, el cinismo era la única defensa que tenía contra lo que no entendía.
—¿Sabes? —Vorax inclinó la cabeza, como si estuviera estudiando cada palabra que pronunciaba—. He oído hablar de ti, del chico que juega con fuego y con demonios. Pero nunca pensé que tendrías el valor de venir aquí. ¿Qué buscas, Ignis?
—Información. Necesito saber más sobre ti, sobre lo que eres realmente —dije, mi tono más serio ahora. No me confiaba en lo absoluto, pero no podía dejar que su juego me intimidara.
—¿Información? —Vorax se echó hacia atrás, como si el concepto le pareciera una broma—. Lo que tú llamas "información", yo lo llamo tentación. El conocimiento siempre viene a un precio, Ignis. Y no todos están dispuestos a pagarlo.
Aria dio un paso hacia atrás, más incómoda de lo que le gustaría admitir. Ella no era tan temerosa como para huir, pero la atmósfera de ese lugar la afectaba más de lo que quería reconocer.
—¿Qué precio? —respondí, desafiando el silencio que se había hecho en la habitación. Sabía que, al igual que los demonios que cazaba, Vorax estaba esperando a ver si caía en su trampa.
—Tus pecados, claro —dijo Vorax, sonriendo con una dulzura macabra—. Todo el mundo tiene algo que esconder. Todos tienen algo que me pertenece.
El silencio fue insoportable, como una cuerda tirante que esperaba romperse. Estaba claro que las reglas que manejaba Vorax no eran las mismas que las de los humanos. Su poder no residía en la fuerza, sino en la manipulación de los deseos más oscuros.
Entonces, recordé algo que el demonio había murmurando antes de recibir el golpe final en nuestra última pelea, algo que había quedado grabado en mi mente como un eco distante: "No todos los pecados se pueden borrar… Algunos vuelven por ti."
Su frase retumbó en mi mente, y por un segundo, sentí que el aire a mi alrededor se volvía aún más denso. No sabía si era Vorax jugando con mi cabeza o si había algo más detrás de aquellas palabras. Pero lo que sí sabía es que no me iba a dejar intimidar.
—Lo que quiero de ti es simple. Quiero que me ayudes a encontrar algo que ha estado perdido por mucho tiempo —dije, con la voz firme—. Y en cuanto a tus pecados... no soy ningún santo, pero eso no es lo que me interesa.
—Eso lo veremos, ¿no? —Vorax se recostó en su silla, como si hubiera visto todo esto antes y sólo estuviera esperando la última jugada.
El aire se volvió más espeso y, por un momento, sentí como si todo el lugar estuviera a punto de colapsar bajo la pesada carga de lo que se avecinaba.