Colegio Hogwarts de Magia y Hechicería
Año 1991.
El despacho de Albus Dumbledore era un refugio de tranquilidad en medio del siempre bullicioso castillo de Hogwarts. Las paredes estaban decoradas con artefactos mágicos y retratos de antiguos directores, quienes observaban todo con silenciosa curiosidad. Pero esa calma habitual se rompió abruptamente cuando Minerva McGonagall irrumpió en la estancia, su rostro marcado por una preocupación que rara vez mostraba.
—Albus —dijo, su voz temblando ligeramente—. Necesitamos hablar.
Dumbledore alzó la vista desde un grueso tomo que tenía entre las manos. El reflejo de las velas bailaba en sus gafas de media luna mientras observaba a su colega con una mezcla de interés y precaución. Cerró el libro con calma y lo dejó a un lado.
—Por supuesto, Minerva. ¿Qué ocurre?
Ella permaneció de pie junto a la puerta, con las manos entrelazadas frente a ella, como si intentara calmarse. Su mirada, normalmente serena y firme, estaba cargada de dudas.
—Es el libro de admisiones —comenzó, eligiendo sus palabras con cuidado—. Hoy... ocurrió algo inesperado.
Dumbledore ladeó la cabeza ligeramente, invitándole a continuar.
—El nombre de un niño apareció en el libro —prosiguió Minerva, finalmente acercándose al escritorio y tomando asiento frente a él—. Lucian Aurelian Grindelwald
—¿Grindelwald? —repitió suavemente, como si estuviera probando el peso de ese nombre una vez más.
Minerva asintió con gravedad, inclinándose hacia adelante.
—Sé lo que estás pensando, Albus, pero esto no es una coincidencia. Ese apellido no aparece sin razones. Este niño... si realmente es descendiente de Gellert Grindelwald, debemos ser cautelosos.
Dumbledore guardó silencio por unos momentos, sus dedos entrelazados bajo el mentón. La mención del nombre le había traído recuerdos de una época muy diferente, de decisiones y consecuencias que habían moldeado su vida y la de tantos otros.
—Albus, esto es algo que no podemos ignorar —dijo, su voz tensa pero controlada—. Un Grindelwald en Hogwarts... ¿Es realmente prudente aceptar a este niño?
Ante tal cuestionamiento Dumbledore se inclinó levemente hacia adelante.
—La pluma mágica y el libro de admisiones no discriminan por apellido ni por historia familiar, Minerva —respondió con suavidad—. Si el nombre de Lucian está allí, significa que posee el derecho de asistir a Hogwarts como cualquier otro niño mágico.
—Lo sé —replicó McGonagall rápidamente, enderezando su postura—, pero no se trata sólo de derechos, Albus. ¿Qué sabemos realmente de este niño? ¿Quién lo ha criado? ¿Qué valores le han inculcado?
Dumbledore se reclinó en su silla, dejando escapar un leve suspiro mientras su mirada se desviaba momentáneamente hacia el retrato de Phineas Nigellus, que observaba desde su marco con una ceja arqueada.
—Minerva, Lucian es, hasta donde sabemos, un niño de once años que está en la edad de recibir su carta de admisión a Hogwarts, como cualquier otro.
McGonagall bufó, aunque sin intención de faltar al respeto.
—No puedes decir eso como si fuera cualquier niño, Albus. Su apellido por sí solo lo diferencia de los demás. Su... linaje.
—Admito que no sabemos nada, sobre Lucian o su familia actual —concedió—. Pero no debemos apresurarnos a juzgarlo únicamente por el legado que su apellido carga.
—No es solo desconfianza, Albus. Es precaución. Tras la caída de Voldemort, hubo rumores, rumores de que los seguidores de Grindelwald estaban tratando de reconstruir su legado. Se hablaba de movimientos en las sombras, de la recuperación de antiguas alianzas. Nadie sabía si eran ciertos, pero ahora… —Hizo una pausa, su mirada fijándose en Dumbledore con intensidad—. Ahora aparece un Grindelwald en nuestras puertas, justo cuando los Potter también llegarán a Hogwarts. No puedes decirme que es una coincidencia.
Dumbledore asintió lentamente, su expresión calmada pero reflexiva.
—He escuchado esos rumores, Minerva —admitió—. Y aunque no puedo asegurarte que sean falsos, tampoco podemos asumir que sean ciertos.
—¿Y si este niño es parte de ese supuesto plan? —insistió McGonagall, inclinándose hacia adelante—. ¿Y si es una pieza en un juego que no alcanzamos a comprender?
Por un momento, el único sonido en la habitación fue el crepitar del fuego. Dumbledore observó a Minerva con una mirada penetrante, como si estuviera sopesando algo profundamente personal antes de hablar.
—¿Recuerdas lo que siempre digo, Minerva? —preguntó finalmente, su voz cargada de significado—. En Hogwarts siempre se prestará ayuda a quien la pida.
McGonagall frunció el ceño, confundida por un instante.
—¿Y crees que este Lucian Grindelwald ha pedido ayuda? —preguntó, su tono escéptico pero menos severo que antes.
Dumbledore sonrió levemente, un gesto que era a la vez cálido y enigmático.
—Quizás no con palabras, pero su mera presencia aquí podría ser un grito de ayuda. Tal vez no sea consciente de ello todavía, pero sí ha heredado algo del peso de su apellido, debemos darle la oportunidad de liberarse de ese legado.
McGonagall permaneció en silencio, su mente debatiéndose entre sus propios miedos y la lógica inquebrantable de las palabras de Dumbledore. Finalmente, dejó escapar un suspiro profundo.
—Albus, solo espero que tu optimismo no nos ciegue a los posibles peligros —dijo con preocupación—. Después de todo en este año, tendremos a más de un niño que ha sido marcado por el destino. Si algo llegara a suceder…
—Entiendo tus temores, Minerva —respondió Dumbledore con seriedad—. Pero te prometo que mantendremos una vigilancia cercana. No solo sobre Lucian, sino sobre cualquier cosa que pueda amenazar a nuestros estudiantes.
Minerva asintió, aunque su expresión seguía reflejando sus dudas.
—Haré todo lo posible por mantener la mente abierta, Albus —dijo finalmente—. Pero debo decirlo: este año será crucial, y no podemos permitirnos errores.
Dumbledore se inclinó hacia adelante, sus ojos brillando con una mezcla de compasión y determinación.
—Minerva, los tiempos de incertidumbre siempre traen consigo la posibilidad de grandes cambios, para bien o para mal. Debemos estar preparados para ambos. Pero recuerda, en este castillo, siempre intentaremos guiar a los que se encuentren perdidos. Y hasta que Lucian Grindelwald demuestre lo contrario, es solo eso: un niño que necesita orientación.
—Por el bien de todos, Albus —dijo en voz baja, girándose hacia la puerta—. Espero que tengas razón.
Cuando la puerta se cerró detrás de ella, Dumbledore permaneció sentado en silencio, observando las llamas con una expresión distante. Sabía que el curso que estaba por empezar sería crucial, no solo para Hogwarts, sino para el mundo mágico. Dos nombres con legados opuestos entrarían a las aulas, y lo que surgiera de ellos dependería tanto de sus elecciones como de las circunstancias que los rodearan.
...
Helena solo había estado un puñado de veces en Londres, usualmente solo cuando la tía Petunia estaba de muy buen humor, aunque si era sincera consigo misma nunca se había dado cuenta que tan grande era la ciudad en la realidad.
Aunque Hagrid parecía saber a dónde iba, obviamente no estaba acostumbrado a llegar allí de una manera ordinaria. Se quedó atrapado en la barrera de boletos en el metro, y se quejó en voz alta de que los asientos eran demasiado pequeños y los trenes demasiado lentos.
"No sé cómo se las arreglan los muggles sin magia,", dijo mientras subían a una escalera mecánica averiada que conducía a una bulliciosa carretera llena de tiendas.
Magia, su sola mención le provoca una inmensa curiosidad y anhelo. Era curioso pues tan solo un día antes no tenía ningún conocimiento previo de que la magia existía, ciertamente Dudley siempre los llamaba fenómenos pero jamás llegó a pensar que eso se convirtiera en realidad.
Ahora se encontraba siguiendo a alguien que era un completo desconocido en busca de los útiles necesarios para asistir a una escuela de magia, curiosamente la idea aunque aterradora también era algo esperanzadora, sin lugar a dudas era mucho mejor que estar en la casa de los Dursley.
La impresionante altura de Hagrid separaba a las multitudes fácilmente; todo lo que Harry y Helena tenían que hacer era tomarse de la mano y mantenerse detrás de él. Pasaron por librerías y tiendas de música, restaurantes de hamburguesas y cines, pero en ninguna parte parecía que pudiera venderse una varita mágica. Esta era solo una calle ordinaria llena de gente común. ¿Podría realmente haber montones de oro mago enterrado millas debajo de ellos? ¿Realmente había tiendas que vendían libros de hechizos y escobas? Y si es así, ¿cómo evitaron a los muggles?
Helena obtuvo una respuesta momentos después cuando Hagrid se detuvo.
—Es aquí —dijo Hagrid deteniéndose—. El Caldero Chorreante. Es un lugar famoso.
Era un pequeño pub de aspecto sucio. Si Hagrid no lo hubiera señalado, Helena no habría notado que estaba allí. La gente que se apresuraba no lo miró. Sus ojos se deslizaron desde la gran librería de un lado a la tienda de discos del otro como si no pudieran ver al establecimiento. De hecho, Helena sospechaba que solo los tres podían verlo. No obstante antes de que pudiera preguntar si tenía razón o no, Hagrid los había dirigido hacia adentro.
Para ser un lugar famoso, estaba muy oscuro y destartalado. Unas ancianas estaban sentadas en un rincón, tomando copitas de jerez. Una de ellas fumaba una larga pipa. Un hombre pequeño que llevaba un sombrero de copa hablaba con el viejo cantinero, que era completamente calvo y parecía una nuez blanda.
El suave murmullo de las charlas se detuvo cuando ellos entraron. Todos parecían conocer a Hagrid. Lo saludaban con la mano y le sonreían, y el cantinero buscó un vaso diciendo: —¿Lo de siempre, Hagrid?
—No puedo, Tom, estoy aquí por asuntos de Hogwarts —respondió Hagrid, poniendo la mano en el hombro de Harry y Helena obligándoles a doblar las rodillas.
—Buen Dios —dijo el cantinero, mirando atentamente a los hermanos—. ¿Ellos... pueden ser...?
El Caldero Chorreante había quedado súbitamente inmóvil y en silencio. —Válgame Dios —susurró el cantinero—. Los Potter... todo un honor. Salió rápidamente del mostrador, corrió hacia Harry y Helena les estrechó sus manos, con los ojos llenos de lágrimas. —Bienvenidos
Helena realmente no recordaba cómo fue que Hagrid los sacó del lugar, no sin antes tener que hacer una ronda de saludos, en donde estaba incluido uno de sus profesores. Lo cierto es que se había sentido abrumada por la cantidad de atención que había recibido, una que ni siquiera podía entender del todo porque la estaba recibiendo.
Después de haber entrado al callejón diagon sus ojos empezaron a divagar por todas las tiendas, no obstante la primera parada fue el banco, Gringotts, era interesante por decir lo menos aunque Helena no podía decir que le gustaría regresar.
Ahora con una bolsa llena de dinero Helena no sabía adónde ir primero. No necesitaba saber cuántos galeones había en una libra, para darse cuenta de que tenía más dinero que nunca, más dinero incluso que el que Dudley tendría jamás.
—Podrían comprarse sus uniformes —dijo Hagrid, señalando hacia «Madame Malkin, túnicas para todas las ocasiones»—. ¿Les importa que me dé una vuelta por el Caldero Chorreante? Detesto los carros de Gringotts. —
—¿Está permitido? —preguntó Helan con curiosidad—. ¿Podemos ir solos?
—Bueno —la parte visible del rostro de Hagrid se tiñó de un color rojo brillante—, estrictamente hablando, no debería separarme de ustedes, pero solo será por un momento. Además, estoy seguro de que no deambularán por ningún lado, solo irán a la tienda.
Helena asintió ante las palabras de Hagrid después de todo se veía un poco enfermo, realmente odiaba los carros de Gringotts. Solo pudo tomar la mano de Harry para entrar a la tienda de Madame Malkin con algo de nervios.
Madame Malkin era una bruja sonriente y regordeta, vestida de color malva
—¿Hogwarts, jovencitos? —dijo, antes de que Harry empezara a hablar—. Tengo muchos aquí... En realidad, otro muchacho se está probando ahora. Cualquiera de ustedes que quiera ir primero, venga.
Helana miró a Harry con una pregunta, la respuesta que le dio sacudiendo la cabeza hizo que soltara su mano. Mientras Helena seguía a Madam Malkin a la parte trasera de la tienda, Harry se instaló en un amplio sofá de terciopelo y trató de no dejar que sus nervios sacarán lo mejor de él.
En el fondo de la tienda, un niño de piel pálida similar a la porcelana estaba de pie sobre un escabel, mientras otra bruja le ponía alfileres en la larga túnica negra. Madame Malkin puso a Helena en un escabel al lado del otro, le deslizó por la cabeza una larga túnica y comenzó a marcarle el largo apropiado.
—¿Hogwarts? —preguntó el joven, su voz suave y curiosa mientras observaba la túnica que Madam Malkien sacó de las estanterías.
Helena asintió, sin saber muy bien cómo responder, y el joven pareció notar su nerviosismo. —¿Eres de primer año? —preguntó, con un tono tranquilizador, como si intentara hacerla sentir menos incómoda.
—Sí —respondió Helena, respirando hondo para calmarse. No quería que su voz temblara, pero era difícil no sentirse nerviosa, especialmente en su primera conversación real con alguien del mundo mágico fuera de Hagrid y Harry—. ¿Y tú?
—También lo soy —dijo él, sonriendo ligeramente, lo que le dio a Helena una sensación de alivio. Era un poco más fácil hablar con alguien que sonreía, aunque su respuesta la sorprendió—. Aunque no creo que haya mucho que sea realmente nuevo para mí. No es tan complicado, ¿verdad? Un par de hechizos aquí, unas pociones allá…
Su mirada se desvió momentáneamente, como si todos esos elementos ya le resultaban familiares, como si ya hubiera estado rodeado de magia toda su vida.
Helena lo observó por un momento antes de hablar.
—Yo... no sé nada de eso —dijo, bajando la mirada y casi susurrando, su voz apenas audible, como si temiera que alguien más pudiera escucharla—. Hechizos, pociones, todo eso... realmente no tenia ni idea. Por Dios, ni siquiera sabía que la magia existía hasta hace un día.
El joven la miró fijamente, como si lo que acababa de decirle tuviera más peso de lo que ella pensaba.
—Ya veo —dijo él suavemente, comprendiendo lo que significaba su respuesta—. Entonces supongo que vienes de una familia de Muggles. No te preocupes, aunque pueda parecer que empiezas con algo de desventaja, no es tan grave. Incluso aquellos que provienen de familias de sangre pura no siempre tienen todo resuelto. La magia no es algo que se aprenda solo por herencia, ¿sabes?
—¿Entonces como? —preguntó, intentando devolver la pregunta, no se sentía segura para decir que sus padres habían fallecido, por lo que prefiero no corregirlo acerca de que su familia era Muggle. No obstante antes de que pudiera seguir, el joven sonrió de nuevo, como si ya hubiera anticipado su curiosidad.
—¿Yo? —repitió, con una ligera sonrisa que pareció mostrar un atisbo de diversión—. Bueno, podrías decir que soy un caso especial. Dudo mucho que haya alguien como yo entre los alumnos de primer año. Es complicado, pero eso no significa que sea algo malo, solo... un poco único.
Antes de que Helena pudiera decir algo el joven a su lado pareció notar algo y llevó su mirada hacia la vidriera del establecimiento. Hagrid estaba allí, sonriéndole a Helena y señalando tres grandes helados, para que viera por qué no entraba.
—Ése es Hagrid —dijo Helena, contenta de saber algo que el otro no sabía—. Trabaja en Hogwarts.
—Lo conozco, bueno, es mejor decir que he escuchado de él… Rubeus Hagrid, Guardián de las Llaves y Terrenos de Hogwarts —dijo el joven con una seguridad , tras pensarlo por un momento.
Helena levantó una ceja, sorprendida de que él tuviera tal conocimiento sobre Hagrid.
—¿Lo conoces? —preguntó, algo incrédula.
—No exactamente —respondió él con una sonrisa ligera—. Es solo que he hecho mis deberes acerca de Hogwarts después de todo sera mi segunda casa en los años venideros, solo considero que es importante conocerla de antemano
Las lógicas palabras del joven hicieron que Helena tuviera que darle la razón. Había estado tan emocionada con la idea de la magia y todo lo que implicaba que había dejado de lado muchas otras cosas importantes sobre el nuevo mundo en el que se había metido.
—Viendo tu mirada de confusión, puedo asegurar que tampoco conoces las casas de Hogwarts —comentó el joven.
—¿Casas? —preguntó Helena, con curiosidad y algo de extrañeza en su voz. No entendía bien a qué se refería.
—Sí, las casas de Hogwarts. Todos los alumnos de Hogwarts son asignados a una de cuatro casas: Gryffindor, Hufflepuff, Ravenclaw y Slytherin —explicó él, como si fuera una de esas cosas que todos en el mundo mágico debían saber—. Te recomendaría leer la historia de Hogwarts, aunque tiene partes que no son tan útiles y otras que están incompletas, aún así te servirá como una introducción. Te ayudará a entender un poco más sobre cómo funciona todo esto.
Helena asintió rápidamente, consciente de que tenía mucho que aprender antes de empezar las clases. Se guardó mentalmente el nombre del libro. Sin duda necesitaría dedicarle tiempo para prepararse. Su mirada volvió a centrarse en el joven de cabello negro.
—¿Y tú? ¿En qué casa crees que terminarás? —preguntó, con algo de nervios. No estaba segura de si esa era una pregunta adecuada, pero la curiosidad la impulsaba.
El joven sonrió suavemente, como si la respuesta fuera algo que ya había pensado mucho antes.
—Es muy probable que termine en Slytherin —respondió con una calma inusual. Sus ojos brillaron con una mezcla de confianza y algo más, un destello que Helena no pudo descifrar del todo—. No me sorprendería en lo absoluto, en realidad. La mayoría de las personas que conocen a mi familia dirían lo mismo.
—¿Tu familia? —preguntó Helena, ahora más intrigada, tratando de entender la conexión. Algo en su tono le indicó que había más detrás de esas palabras.
—Sí —dijo él, pensativo—. Mi familia es... algo peculiar. No es que me guste hablar de eso, pero sí, tiene su historia. Aunque, claro, la Selección puede ser impredecible. Pero, honestamente, no me molestaría ser asignado a Slytherin. No lo tomaría como algo negativo.
Helena estuvo a punto de preguntar más, pero justo en ese momento la joven que había estado ayudando con su uniforme se acercó, sonriendo.
—Eso es todo —dijo ella mientras ayudaba al joven a bajar del escabel—. El uniforme está listo.
Al bajar llevó su mirada a Helena, una sonrisa se formó en el rostro del joven tres unos segundos de silencio, dijo con un tono algo juguetón:
—Sabes, nunca te pregunté tu nombre.
—Helena —respondió ella con suavidad.
—Es un buen nombre —dijo él, asintiendo levemente, como si estuviera satisfecho con la respuesta—. Lucian. —Después de una breve pausa, agregó, como si fuera un pensamiento que compartía por primera vez—. Espero verte en Hogwarts, Helena.
Con esas palabras, Lucian dio media vuelta y salió de la tienda, dejándola con una sensación extraña. Helena, por su parte, solo miró hacia la nada, después de todo tenía que esperar su uniforme. Unos momentos después, Harry apareció, y fue colocado a su lado, aunque parecía de mal humor. Por lo que pudo entender, parecía que había tenido algún tipo de conflicto con un niño que le recordaba mucho a Dudley.
...
Al salir de la tienda de túnicas, lo primero que Lucian notó fue a Hagrid, esperando ansiosamente a los hermanos Potter cerca de la entrada. Un breve saludo en señal de reconocimiento fue todo lo que Lucian le dedicó antes de continuar su camino hacia su siguiente destino.
Sus ojos vagaron por el bullicio del Callejón Diagon, donde la actividad era incesante. Niños corrían de un lado a otro con entusiasmo, mientras familias de magos sangre pura, con su elegancia característica, contrastaba marcadamente con las familias muggles que se adentraban con asombro en este mundo nuevo para ellos. Curiosamente, era este mismo contraste lo que daba al Callejón su aire tan peculiar y vibrante.
—¿Has terminado tus compras? —resonó una delicada voz a su lado, suave pero con un tono autoritario.
Lucian giró levemente la cabeza hacia la mujer que había aparecido a su lado sin previo aviso. Era una figura de porte aristocrático, de rostro fino y expresión serena, cuyo andar transmitía una seguridad propia de alguien acostumbrado a una posición alta en la sociedad.
—Solo falta una parada —respondió Lucian con tranquilidad, sin parecer sorprendido por su repentina presencia. Su tono reflejaba más costumbre que incomodidad ante la situación.
La mujer guardó silencio por unos momentos mientras caminaban juntos. Sus ojos, atentos, se movían entre las personas que llenaban el Callejón, analizando cada figura, como si estuviera evaluando el peligro potencial que representaban. Finalmente, rompió el silencio:
—¿Era realmente necesario conocerlos de antemano? —preguntó con seriedad, sin apartar la mirada del bullicio a su alrededor.
Lucian no respondió de inmediato. En lugar de ello, caminó en silencio durante unos instantes, como si estuviera organizando sus pensamientos. Cuando finalmente habló, lo hizo con un tono calmado y distante:
—En realidad, no. Pero digamos que quería observar una posible inversión a futuro.
Sus palabras parecían poner fin a la conversación. La mujer no insistió; sabía que no estaba allí para cuestionarlo. Su papel era protegerlo, no guiarlo ni interferir con sus decisiones. Y aunque no compartiera su perspectiva, entendía que cualquier discusión sería inútil.
Poco después, Lucian llegó a su destino: Ollivanders. Al detenerse frente a la tienda, no pudo evitar notar el aire singular que emanaba de aquel lugar. La fachada parecía estar atrapada en el tiempo, un contraste absoluto con el bullicio moderno del Callejón. La atmósfera allí era distinta, como si al cruzar el umbral se dejará atrás todo el ruido y la agitación del mundo exterior.
Sin apresurarse, Lucian empujó la puerta con suavidad y entró al instante una corriente de aire fresco los recibió, impregnada del característico aroma a madera y antigüedad. El lugar era estrecho, con estanterías que se extendían hasta el techo, llenas de cajas que contenían varitas posiblemente pertenecientes a otras épocas, cada una con una historia propia, esperando ser elegida.
Garrick Ollivander estaba detrás de su mostrador, ajustando cuidadosamente una pila de cajas de varitas. En cuanto la puerta de la tienda se abrió, levantó la mirada. Sus ojos plateados, agudos y curiosos como siempre, se posaron primero en Lucian. Luego, su atención pasó a la mujer que lo acompañaba, y esta vez un brillo de reconocimiento cruzó su mirada.
—¡Srta. Catherwood! —exclamó con entusiasmo—. Es un placer verla de nuevo. Ébano, veintinueve centímetros, rígida, excelente para la transfiguración. Una varita poderosa, sin duda.
La mujer respondió con una leve sonrisa, educada pero distante.
—Sr. Ollivander, es un placer verlo de nuevo. Veo que su memoria sigue tan precisa como siempre.
—¡Por supuesto! —dijo Ollivander, inclinando la cabeza ligeramente—. Nunca olvidaré una varita, señorita. Cada una es única, como quien la empuña.
Su atención volvió a Lucian, y su tono adquirió un matiz más inquisitivo.
—¿Y este joven caballero? ¿Podría ser su hermano menor?
Antes de que Charlotte pudiera responder, Lucian habló con serenidad: —No, señor Ollivander. La señorita Charlotte es amiga de mi madre y me está ayudando con las compras para Hogwarts.
—Entiendo... —dijo lentamente, aunque su mirada sugería que había mucho más en su mente—. Sin embargo, debo admitir que estoy un poco confundido. No entiendo por qué necesitaría una varita nueva cuando la que posee debería funcionar perfectamente.
El aire en la tienda pareció congelarse por un momento. Charlotte, que hasta ahora había estado tranquila, dejó entrever una pizca de hostilidad en su mirada que rápidamente oculto.
Su postura se tensó, como si estuviera evaluando si intervenir o no. Sin embargo, al no recibir ninguna señal de Lucian, optó por quedarse en silencio, observando con atención ante cualquier acción sospechosa de parte de Ollivander.
—Creo que se ha confundido, señor Ollivander —dijo Lucian con calma, arqueando una ceja—. No poseo ninguna varita.
Los ojos de Ollivander se entrecerraron, estudiando al joven con renovado interés. Finalmente, asintió ligeramente y se giró hacia los pasillos llenos de cajas.
—Mis disculpas, joven. Estos ojos míos ya no son lo que eran. Déjeme buscar algo adecuado para usted.
Mientras Ollivander desaparecía entre los estantes, Charlotte lanzó una mirada fugaz a Lucian, buscando su confirmación. Pero el joven simplemente negó con la cabeza, un gesto sutil que indicaba que no era necesario actuar.
El fabricante de varitas regresó poco después con una caja de madera bien pulida.
—Probemos con esta. Vid y nervio de corazón de dragón, veintisiete centímetros, flexible. Adelante, cójala y agítela.
Lucian obedeció sin vacilar, pero no sintió nada especial. Ollivander inclinó la cabeza, murmuró algo para sí mismo y desapareció una vez más entre los estantes. Este proceso se repitió varias veces más, cada intento con varitas de diferentes maderas y núcleos, y ninguna parecía encajar del todo con el.
—Qué interesante... —murmuró Ollivander, mientras desaparecía una vez más. Esta vez tardó más en regresar que en las anteriores ocasiones.
Charlotte cruzó los brazos, su mirada alternando entre la vidriera de la tienda que daba a ver el bullicio del callejón diagon y Lucian. Incluso estando estática en su lugar mantenía una postura habitual de calma y autoridad. Finalmente, el fabricante de varitas regresó con una caja polvorienta.
—Aquí tenemos algo muy especial. —Con cuidado, abrió la caja y extrajo una varita de madera negra. El mango tenía un diseño intrincado en espiral, similar a la cola de un dragón enroscada.
—Tejo y fibra de corazón de dragón, treinta y dos centímetros, inflexible. Una combinación peculiar, debo decir. Adelante, pruébela.
Lucian tomó la varita. Apenas sus dedos rozaron la madera, un calor agradable recorrió su brazo, y una explosión de chispas púrpuras y azules iluminó la tienda como un espectáculo de fuegos artificiales.
—¡Oh, bravo! —exclamó Ollivander, visiblemente emocionado—. Bien, bien, bien... Qué curioso, realmente curioso...
Mientras envolvía la varita en su caja, seguía murmurando: «Curioso... muy curioso».
Charlotte frunció el ceño, incapaz de ignorar el comportamiento del fabricante. Finalmente, rompió el silencio: —¿Qué es tan curioso, señor Ollivander?
El anciano miró directamente a Lucian, y su expresión se tornó solemne.
—Verá, señorita Catherwood, como mencioné antes recuerdo cada varita que he vendido. Las maderas para varitas son temperamentales, difíciles de trabajar, especialmente una tan inusual como lo es el tejo. De un árbol entero, solo dos varitas pudieron fabricarse.
Charlotte no dijo nada, pero su mirada se volvió aún más aguda.
—La primera —continuó Ollivander, sin apartar los ojos de Lucian—, terminó en manos de un joven mago que creció para hacer cosas extraordinarias. Terribles, sí, pero extraordinarias. Y ahora, esta varita, su par, parece destinada al joven que está frente a mi
Charlotte frunció el ceño no contenta con las misteriosas palabras del anciano, Lucian, por su parte, permaneció inmutable, aunque sus ojos claros brillaban con una intensidad calculadora, parecía considerar cuidadosamente las implicaciones de las palabras que acababa de escuchar.
—Su reputación es bien merecida, señor Ollivander —dijo finalmente, rompiendo el silencio con un tono educado pero firme.
El anciano inclinó la cabeza, como aceptando el cumplido, pero sus ojos seguían fijos en Lucian.
—La varita elige al mago, joven señor —dijo Ollivander en un murmullo, como si esa verdad fuera más profunda de lo que cualquiera podría entender—. Y, a veces, el destino interviene de maneras que no alcanzamos a comprender.
Charlotte dio un paso hacia adelante, su expresión endurecida.
—Sr. Ollivander, le agradezco su perspicacia, pero creo que esta conversación ha llegado a su fin —dijo con una cortesía que apenas ocultaba su tono cortante—. Si no hay nada más, procederemos con el pago.
Ollivander asintió lentamente, aunque una leve sonrisa cruzó su rostro, como si estuviera complacido por algo que solo él entendía.
—Por supuesto, señorita Catherwood. Serán siete galeones de oro
Charlotte sacó las monedas de su bolso y las colocó en el mostrador, sus movimientos precisos y deliberados. Lucian, mientras tanto, sostenía la caja con la varita, su mirada todavía fija en Ollivander, como si intentara desentrañar los misterios que el hombre había dejado sin explicar.
Cuando finalmente salieron de la tienda, Charlotte mantuvo el paso detrás de Lucian, sus ojos recorriendo el callejón con suma vigilancia. Sólo cuando estuvieron lo suficientemente lejos, habló.
—Deberías haberme permitido intervenir —dijo, su voz baja pero cargada de reproche—. Ese hombre sabe más de lo que aparenta. Su interés en ti no es casual.
Lucian se detuvo y giró la cabeza hacia ella, su expresión serena pero decidida.
—Ollivander sabe mucho porque en su trabajo ha visto miles de cosas y personas. Además, parece tener una afinidad innata con las varitas que crea —dijo Lucian, acariciando suavemente la caja que contenía su nueva varita. Una leve sonrisa cruzó sus labios—. Pero no me preocupa. No más de lo que debería preocuparme cualquier otra persona en este callejón.
Charlotte apretó los labios, pero no replicó. Había aprendido que discutir con Lucian no solía llevar a nada. Su capacidad para anticipar las cosas y su instinto afilado habían demostrado ser correctas más veces de las que ella podía contar, quizá solo un joven como él podía ser digno de llevar el apellido de aquel hombre.
—Aun así, ten cuidado —dijo finalmente, suavizando su tono.
Lucian asintió ligeramente y comenzó a caminar de nuevo. Mientras avanzaban, Charlotte se quedó un paso detrás de él, sus ojos atentos a cada movimiento sospechoso.
De esa manera, el joven y la mujer se adentraron nuevamente en el bullicio del Callejón Diagon, caminando con una fluidez casi inquietante. A pesar del ajetreo de las familias, los gritos de los niños y el entrechocar de puertas y baúles, parecían moverse como sombras, evitando cualquier atención innecesaria.
En cuestión de segundos, los dos desaparecieron entre la multitud, sus figuras esfumándose como si nunca hubieran estado allí. Era como si el callejón mismo los hubiera absorbido, dejando únicamente el rastro efímero de una conversación que pocos, o tal vez nadie, podría entender del todo.