-Perspectiva de Koharu-
Había algo en el aire esa tarde que me ponía nerviosa. Shiro caminaba junto a mí, con las manos metidas en los bolsillos y la mirada perdida en el suelo. Desde que nos reencontramos lo notaba diferente, más callado, más distante. No era raro que él se quedara atrapado en sus pensamientos, pero esta vez parecía distinto. La expresión en su rostro, esa mirada melancólica, me golpeaba de una forma que no podía explicar.
—¿Shiro? —intenté romper el silencio, girándome un poco para verlo mejor. —¿Recuerdas cuando nos escapamos al bosque para buscar ese río del que siempre hablaban los ancianos?
Él no respondió. Su paso se mantuvo constante, sus ojos fijos en algún punto lejano. Yo sonreí un poco, aunque por dentro me sentía como si estuviera hablando con una pared.
—Fue un desastre, ¿Sabes? Ni siquiera encontramos el río. Pero terminamos haciendo aquella cabaña improvisada con ramas. Bueno, tú la hiciste, porque yo sólo te pasaba las cosas mientras me quejaba de los mosquitos.
Una risa suave escapó de mis labios al recordar, pero el eco de mi risa murió rápido. Shiro seguía sin reaccionar. Su silencio era un muro que no podía atravesar. Me dolía verlo así, tan atrapado en sus propios pensamientos, tan lejos de mí a pesar de estar caminando justo a mi lado.
Suspiré, mirando al suelo por un momento. La sensación de impotencia se asentó en mi pecho, pesada como una piedra. Había tantas cosas que quería decirle, tantas cosas que quería recordarle, pero ¿De qué servía si ni siquiera me escuchaba?
Mientras caminábamos, llevé una mano a mi bolsillo, acariciando la pequeña pulsera que había guardado durante años. La habíamos hecho juntos cuando éramos niños, con hilos de colores y pequeños colgantes que encontramos en su casa y en la mía. En ese entonces, habíamos prometido no quitárnoslas nunca, como un símbolo de nuestra amistad. Pero con el tiempo, las cosas cambiaron.
—Shiro… —murmuré, deteniéndome por un momento. Él también se detuvo, aunque no me miró directamente. Saqué la pulsera de mi bolsillo y la extendí hacia él. —Toma
Sin decir una palabra, Shiro la tomó automáticamente, como si estuviera en piloto automático. Yo esperaba otra reacción, pero en su lugar, simplemente miró la pulsera. Y entonces lo vi detenerse por completo.
Por primera vez en toda la tarde, Shiro alzó la mirada, sus ojos se enfocaron en el objeto que tenía en sus manos. Su expresión cambió, y pude ver cómo sus labios empezaban a temblar.
—Esto es… —su voz apenas era un susurro, tanto que por un momento me recordó a aquel niño enérgico.
—Sí —respondí con suavidad, levantando la manga de mi túnica para mostrarle la pulsera que yo todavía llevaba en mi muñeca. —La encontré hace un tiempo y la guardé para dártela algún día…
Shiro no dijo nada al principio. Simplemente miró la pulsera en sus manos, sus dedos recorrieron los hilos de colores ya descoloridos por el tiempo. Sus ojos brillaban con algo que no podía definir del todo, una mezcla de nostalgia y tristeza, tal vez incluso arrepentimiento.
—¿Por qué…? —su voz se quebró un poco. —¿Por qué la guardaste todo este tiempo?
—Porque… —hice una pausa, buscando las palabras adecuadas. —Porque siempre fue algo nuestro. Algo que compartimos. No quería que se perdiera ese recuerdo.
Shiro cerró los ojos por un momento, parecía que se estaba aguantando las lágrimas. Apreto la pulsera en su mano y cuando abrió sus ojos de nuevo, vi algo diferente en ellos, algo más cálido.
—Lo siento, Koharu —dijo con una voz llena de sinceridad. —Por haber sido tan… distante. Es sólo que… —hizo una pausa, como si estuviera buscando cómo explicar lo que sentía.
—Lo sé —le interrumpí suavemente. —Sé que la última vez no nos llevamos muy bien… pero ahora estoy aquí… ¿Sabes?
Él asintió lentamente, como si mis palabras se estuvieran hundiendo poco a poco en su corazón. Luego, con cuidado, se puso la pulsera en la muñeca. La ajustó, como si fuera el objeto más preciado del mundo.
—Gracias, Koharu —dijo, mirándome directamente por primera vez en todo el día. —Por esto y por no estar aquí… conmigo.
Yo sonreí, sintiendo cómo la calidez de su agradecimiento se extendía por mi pecho.
—Es lo que hacen los amigos, ¿No?
Shiro dejó escapar una risa suave, y esa simple acción fue suficiente para que todo el peso en mi pecho desapareciera. Le di un golpe leve en el brazo, sonriendo con un toque de travesura.
—Pero si vuelves a ignorarme así, te voy a asesinar, ¿Entendido?
—Entendido —respondió mientras su sonrisa fue ampliándose un poco más.
Seguimos caminando, pero esta vez, el silencio entre nosotros no era incómodo. Era un silencio lleno de entendimiento, de algo que no necesitaba palabras. Por primera vez sentí que Shiro estaba realmente a mi lado.
Mientras avanzábamos, pensé en cómo, a pesar de todo, todavía éramos los mismos niños que habían hecho esas pulseras. Habíamos cambiado, claro, pero algo esencial seguía intacto. Y eso era suficiente para mí.
La tarde había pasado tranquila desde que le di la pulsera a Shiro, y aunque sentía que algo entre nosotros había cambiado para mejor, todavía había un aire de silencio cómodo que llenaba los momentos en los que ninguno de los dos hablaba.
De repente, Shiro se detuvo y suspiró profundamente. Su gesto me hizo girar hacia él con curiosidad.
—Koharu, ¿podemos parar un momento? Estoy sediento.
Lo miré y arqueé una ceja. Había algo en la forma en la que lo dijo, casi con un tono de disculpa, que me hizo sonreír internamente.
—Claro —respondí, deteniéndome también. —¿Tienes agua?
—Eso es lo que iba a decir… —Shiro frotó la parte trasera de su cuello con una expresión algo avergonzada. —Mi frasco está vacío. Necesitamos buscar un arroyo o un lago.
Dejé escapar un largo suspiro y lo miré con una mezcla de exasperación y diversión.
—Shiro, ¿cuántas veces te he dicho que revises tu equipo antes de salir de casa? Tienes 17 años, pero a veces sigues siendo el mismo descuidado de siempre.
Él frunció el ceño, aunque había un destello de humor en sus ojos.
—Oh, por favor. No empieces con eso.
—No puedo evitarlo —Crucé los brazos, mirándolo con una sonrisa burlona. —Alguien tiene que recordarte que no puedes sobrevivir con suerte toda la vida.
Shiro dejó escapar una carcajada suave y me lanzó una mirada molesta, pero juguetona.
—Cállate, Koharu. Si no quieres que me pierda, mejor ayúdame a buscar agua.
No pude evitar reírme ante su tono. Había algo tan natural en estas pequeñas discusiones que siempre me recordaba los viejos tiempos. Era como si, a pesar de todo lo que habíamos vivido, algunas cosas nunca cambiaran.
—Está bien, está bien —dije levantando las manos en un gesto de rendición. —Vamos a buscar un arroyo.
Mientras reanudábamos nuestra caminata, comencé a tararear una melodía que solía cantar cuando éramos niños. Era una tonada sencilla, alegre, que siempre solía calmarme cuando estábamos en medio de una travesura o una caminata larga. Shiro, por otro lado, estaba completamente concentrado en su mapa. Su rostro tenía una expresión de determinación mientras intentaba descifrar la mejor ruta hacia alguna fuente de agua cercana.
—¿Estás seguro de que sabes leer eso? —le pregunté, sin poder resistir la tentación de molestarlo un poco.
—Más seguro de lo que tú estarías —respondió sin levantar la vista, aunque pude ver cómo una pequeña sonrisa se formaba en sus labios.
—No me subestimes —repliqué, volviendo a mi tarareo.
Caminamos durante un rato más, con el sonido de mis pasos y mi canción llenando el aire. El paisaje alrededor de nosotros cambió poco a poco: los árboles parecían más altos y más densos, y el murmullo lejano del agua llegó a mis oídos.
—Ahí está —dijo Shiro de repente, señalando hacia adelante.
Frente a nosotros había un arroyo cristalino, serpenteando entre las rocas y reflejando los colores cálidos del atardecer. La vista era tranquila, casi mágica, y no pude evitar sonreír al verla.
—Buen trabajo, maestro cartógrafo —le dije, dándole una palmadita en la espalda.
—Gracias —respondió con un toque de orgullo mientras se acercaba al arroyo con su frasco vacío.
Lo observé mientras se agachaba para llenarlo con agua. Su postura relajada y la expresión tranquila en su rostro me hicieron sentir un extraño tipo de alivio. Shiro había estado tan tenso últimamente, tan atrapado en sus pensamientos, que ver un momento de paz en él era como un bálsamo para mi alma.
Mientras él llenaba su frasco, yo saqué los tres míos de mi mochila. Me agaché junto al arroyo y empecé a llenarlos uno por uno.
—¿Tres frascos? —Shiro me miró, sorprendido. —¿Siempre llevas tanto contigo?
—Por supuesto —respondí, sin levantar la vista. —Nunca se sabe cuándo vamos a necesitar agua extra. Es parte de estar preparada.
Él soltó una risa suave, negando con la cabeza.
—Ahora entiendo a qué te referías con preparación. Tú sí que piensas en todo.
—Alguien tiene que hacerlo —respondí con una sonrisa. —No puedo confiar en que tú lo hagas, ¿Verdad?
—De acuerdo, de acuerdo —Shiro levantó las manos en un gesto de rendición, pero su sonrisa se mantuvo.
Mientras terminábamos de llenar los frascos, me quedé mirando el agua correr. Su sonido era relajante, como una canción que la naturaleza cantaba solo para nosotros. Me sentí en paz, como si ese pequeño momento junto al arroyo fuera todo lo que necesitábamos para recordar lo simples y hermosos que podían ser algunos instantes.
—¿Sabes? —dije, rompiendo el silencio. —Esto me recuerda a cuando éramos niños y veníamos a este tipo de lugares a jugar. Siempre intentabas atrapar peces con tus manos, y nunca lo lograbas.
—¡Eso no es cierto! —protestó Shiro, aunque su sonrisa lo traicionaba. —Atrapé uno una vez, ¿Recuerdas?
—Sí, y luego lo soltaste porque te dio miedo que te mordiera —respondí, riendo.
Shiro sacudió la cabeza, pero no pudo evitar reírse también.
—Está bien, lo admito. Puede que no sea tan bueno atrapando peces. Pero al menos sé cómo encontrar agua.
—En eso tienes razón —le concedí, levantando uno de mis frascos llenos. —Por lo menos no morirás de sed.
Ambos nos reímos, y en ese momento, sentí que todo estaba bien. Las tensiones y los silencios incómodos de antes parecían lejanos, como si el agua del arroyo los hubiera lavado junto con nuestras preocupaciones.
Cuando terminamos, guardamos los frascos y nos preparamos para seguir caminando. Antes de reanudar la marcha, Shiro se detuvo un momento y me miró con una expresión más seria, pero también más cálida.
—Koharu, gracias —dijo de repente.
—¿Por qué? —pregunté, algo confundida.
—Por estar aquí —respondió. —Aún me cuidas cuando soy un desastre.
Me quedé en silencio por un momento, sorprendida por su sinceridad. Luego, sonreí y le di un golpe suave en el brazo.
—Eso nunca va a cambiar —le dije. —Así que más te vale acostumbrarte.
Shiro rió, y con eso, reanudamos nuestra caminata, dejando atrás el arroyo pero llevándonos con nosotros un pequeño recuerdo más para nuestra colección.
La tarde empezaba a tornarse fresca mientras caminábamos por el sendero. El aire tenía ese aroma especial de los bosques en otoño: hojas secas, madera y una pizca de humedad que parecía prometer una noche fría. Las ramas de los árboles se alzaban sobre nuestras cabezas, formando un dosel que filtraba los últimos rayos del sol. A pesar de la tranquilidad del paisaje, sentía que el cansancio empezaba a instalarse en mis piernas.
—Shiro —lo llamé, rompiendo el silencio que nos había acompañado durante un rato.
—¿Hmm? —respondió sin mirarme, con la mirada fija en el camino frente a nosotros.
—¿En cuánto tiempo llegaremos a tu casa? Mis pies están comenzando a quejarse y, siendo honesta, me gustaría descansar un poco.
Él siguió caminando, como si no hubiera escuchado mi pregunta. Justo cuando pensé en repetirla, respondió con un tono tranquilo y una mirada inexpresiva.
—Llegaremos en unos tres o cinco días.
Me detuve en seco. ¿Tres… o Cinco días? ¿Había oído bien? Mis ojos se abrieron de par en par mientras mi mente procesaba lo que acababa de decir.
—¿Qué? —fue lo único que logré articular.
Shiro, al notar que mis pasos habían cesado, también se detuvo unos metros más adelante. Se giró lentamente, sus ojos se encontraron con los míos. Parecía confundido por mi reacción.
—¿Qué sucede? —preguntó con esa calma característica suya.
—¿Qué sucede? —repetí, mi voz subiendo un poco de tono. —¡Shiro, eso es demasiado tiempo!
Él se llevó una mano al mentón, adoptando esa pose pensativa que siempre usaba cuando intentaba parecer más sabio de lo que realmente era.
—Ahora que lo mencionas, puede que tengas razón —dijo con una pizca de reflexión en su voz. —Cinco días es bastante. Pero, si estás conmigo, seguro podemos hacerlo en tres.
—¡Eso sigue siendo mucho tiempo! —respondí rápidamente, sintiendo cómo la exasperación comenzaba a reemplazar mi cansancio.
Shiro sonrió, esa pequeña curva en sus labios que siempre parecía burlarse de todo y de todos, incluida yo.
—Bueno —dijo encogiéndose de hombros, —Entonces tendremos que esforzarnos.
—¿Esforzarnos? —repetí, incrédula.
Sentí una punzada de arrepentimiento recorriéndome el pecho. Tal vez había sido una mala idea reencontrarme con él después de tantos años. Cerré los ojos, llevé ambas manos a mi cabeza y dejé escapar un suspiro profundo, uno que parecía provenir del fondo de mi alma.
—Quizás fue mala idea reencontrarme contigo… —murmuré para mí misma.
Shiro soltó una carcajada, una de esas que hacía eco en el bosque y parecía burlarse de mi desesperación.
—¡Oh, vamos, Koharu! No exageres —dijo mientras retomaba el camino. —Siempre quisiste aventuras, ¿No? Bueno, aquí tienes una.
Lo miré fijamente por un momento, tratando de decidir si merecía una respuesta o si debía golpearlo. Al final, terminé siguiéndolo, aunque no sin antes lanzarle una mirada cargada de frustración.
Mientras caminábamos, mis pensamientos se desviaron hacia cómo había terminado aquí en primer lugar. Reencontrarme con Shiro no había sido exactamente como lo había imaginado. Después de años de estar separados, esperaba un encuentro lleno de nostalgia y conversaciones profundas sobre lo mucho que habíamos cambiado. En lugar de eso, había encontrado al mismo Shiro de siempre: despreocupado, algo insensible y completamente impredecible.
No podía negar que su actitud relajada tenía cierto encanto. Era esa misma actitud la que me había hecho reír tantas veces en el pasado. Pero ahora, después de tantas horas caminando y con la promesa de días más de lo mismo, empezaba a preguntarme si no había idealizado un poco nuestra amistad.
—¿Estás bien? —preguntó de repente, sacándome de mis pensamientos.
—¿Por qué lo preguntas? —respondí, tratando de sonar neutral.
—Pareces estar hablando contigo misma.
—Eso es porque estoy intentando convencerme de que no tomé la peor decisión de mi vida al venir contigo —dije, medio en un tono de broma y a la vez uno medio en serio.
Él volvió a reírse, esa risa ligera y despreocupada que me sacaba de quicio y me hacía sonreír al mismo tiempo.
—¿De verdad soy tan malo?
—Peor —respondí, sin dudar.
Su sonrisa se amplió, como si estuviera disfrutando de mi frustración.
—Bueno, al menos soy entretenido —dijo, y no pude evitar soltar una pequeña risa.
A medida que avanzábamos, el bosque comenzó a transformarse. Los árboles se hicieron más altos y densos, y el suelo debajo de nuestros pies se volvió más irregular. El cansancio en mis piernas se intensificó, y mi paciencia se estaba agotando rápidamente.
—¿Podemos parar un momento? —pregunté, dejando caer mi mochila al suelo antes de que Shiro pudiera responder.
—Si seguimos deteniéndonos, no llegaremos en tres días —dijo, aunque no hizo ningún esfuerzo por seguir caminando.
—Bueno, tal vez si llevaras mi mochila, podríamos avanzar más rápido —respondí, mirando su rostro con expectativa.
Shiro me miró con una mezcla de sorpresa y diversión.
—¿Quieres que lleve tu mochila también? ¿Qué sigue, que te cargue a ti?
—No sería una mala idea —dije, aunque ambos sabíamos que estaba bromeando.
Se quedó mirándome por un momento, luego soltó un suspiro exagerado.
—Está bien, dámela —dijo, tomando mi mochila sin siquiera esperar a que respondiera.
Lo observé mientras se la colocaba junto con la suya, y no pude evitar sentir una mezcla de gratitud y culpa. Aunque Shiro podía ser frustrante, siempre encontraba una forma de sorprenderme.
—Gracias —dije en voz baja.
—¿Qué dices? —preguntó, fingiendo no haberme escuchado.
—¡Gracias! —repetí, esta vez más alto.
Él sonrió, y en ese momento ambos continuamos caminando. A medida que el día avanzaba, el sol comenzó a desaparecer tras el horizonte, y el cielo se llenó de colores cálidos que parecían pintar el mundo de naranja y dorado. Mientras caminábamos, mis pensamientos regresaron a los viejos tiempos, cuando Shiro y yo pasábamos horas explorando los bosques cerca de nuestro pueblo.
—¿Recuerdas cuando construimos aquella cabaña en el árbol? —pregunté de repente, rompiendo el silencio.
Shiro giró la cabeza hacia mí, su expresión suavizándose un poco.
—Claro que sí. Fue un desastre. No creo que esa cosa pudiera aguantarnos ni por un segundo.
—¡Pero lo intentamos! —respondí, riendo ante el recuerdo. —Pasamos todo el verano trabajando en ella.
—Y al final, lo único que logramos fue una montaña de madera inútil —agregó, riendo también.
—Bueno, al menos aprendimos algo —dije, tratando de sonar filosófica.
—Sí, que no somos buenos carpinteros —respondió, y ambos nos reímos.
Por un momento, el cansancio y la frustración desaparecieron, reemplazados por la calidez de nuestros recuerdos compartidos.
Cuando finalmente encontramos un lugar adecuado para acampar, el sol ya se había ocultado por completo, y las primeras estrellas comenzaban a brillar en el cielo. Mientras Shiro se encargaba de encender la fogata, yo desempaqué nuestras provisiones y preparé algo para comer.
—¿Sabes? —dije mientras colocaba los alimentos en un pequeño mantel improvisado. —Tal vez este viaje no sea tan malo después de todo.
—¿Ves? Te lo dije —respondió, soplando sobre la fogata hasta que las llamas comenzaron a danzar en el aire.
—Pero no te acostumbres a mi paciencia —advertí, señalándolo con un dedo.
Él sonrió, esa sonrisa tranquila que siempre parecía decir que sabía algo que yo no.
—Lo tendré en cuenta —dijo, y en ese momento, sentí que, a pesar de todo, estaba exactamente donde debía estar.