-Perspectiva de Hiroshi-
El libro descansaba sobre mis manos temblorosas, su peso era apenas un eco del que sentía en el corazón. Frente a mí, la fotografía de Amane y Akane, mi esposa y mi hija, atrapadas para siempre en ese instante perfecto. Amane, con su cabello castaño ondeando al viento y sus ojos verdes brillando con ternura, y Akane, una pequeña de cabello negro como la noche y los mismos ojos verdes luminosos, reía mientras se aferraba a la mano de su madre. La acaricié con la yema de mis dedos, como si pudiera sentir su calor a través del papel. Cerré los ojos y suspiré profundamente, permitiéndome un momento de debilidad.
Han pasado diez años desde que las perdí. Diez largos años de silencios que gritan y de noches vacías. Cada día pienso en ellas. A veces, me sorprendo hablando con la fotografía como si Amane pudiera responderme o como si Akane pudiera reír de mis bromas tontas. Pero todo lo que queda es el eco de mi voz en el cuarto.
Sacudí la cabeza, tratando de apartar los pensamientos oscuros. Me levanté y dejé el libro cuidadosamente sobre la mesa, aseguré el libro cuidadosamente sobre la mesa, asegurándome de que la fotografía estuviera bien protegida. Al salir del cuarto, pasé a ver a Shiro y Koharu. Los dos dormían profundamente, sus respiraciones acompasadas llenaban el ambiente con una paz que apenas recordaba. Me detuve junto a ellos, observando sus rostros relajados. Una sonrisa se dibujó en mi rostro sin que pudiera evitarlo. Aunque el dolor de mi pérdida nunca se irá, ellos llenan mi vida de luz de una manera que nunca creí posible.
Salí del dojo y el aire fresco de la mañana me saludó con suavidad. El pequeño pueblo donde vivo es un lugar tranquilo, casi como si estuviera atrapado en el tiempo. Mientras caminaba, saludé a los vecinos, quienes siempre me devolvían sonrisas cálidas. Era reconfortante saber que, aunque el mundo puede ser cruel, también hay bondad en él.
Sin darme cuenta, llegué al borde del bosque. Mis pies parecían saber a dónde querían llevarme. Fue entonces cuando escuché una risa infantil. Antes de que pudiera reaccionar, sentí un abrazo apretado alrededor de mis piernas. Bajé la mirada y ahí estaba Hana, con su sonrisa deslumbrante y sus ojos llenos de inocencia.
—¡Señor Hiroshi! —exclamó con alegría, mirándome como si yo fuera el hombre más importante del mundo.
Me agaché para quedar a su altura y le devolví el abrazo. Sentí una punzada en el pecho al recordar cómo Akane solía abrazarme de esa misma manera, siempre tan efusiva. Hana notó mi momentánea tristeza y frunció el ceño.
—¿Está bien, Señor Hiroshi?—preguntó con preocupación en su voz infantil.
Sonriendo, le acaricié la cabeza.
—Claro que sí, pequeña Hana. Solo recordaba algo bonito. ¿Qué te parece si vamos a tu lugar favorito?
Sus ojos se iluminaron y asintió con entusiasmo.
—¡Sí! ¡Lléveme señor Hiroshi!
La levanté y la coloqué sobre mis hombros, como solía hacer con Akane. Su risa llenó el aire mientras corría por el bosque. Me aseguré de ir por el camino que nos llevaba al prado, un lugar que Hana adoraba y que también me recordaba momentos felices. Cuando llegamos, la dejé bajar y la vi correr entre las flores, recogiendo las más bonitas que encontraba.
—¡Mire esto, señor Hiroshi! —dijo mientras me mostraba un ramo colorido.
Se sentó en el suelo y comenzó a tejer coronas de flores. Cuando terminó, me puso una en la cabeza y luego se colocó otra.
—Ahora somos reyes del prado —dijo con un tono solemne, aunque la sonrisa traviesa en su rostro traicionaba su seriedad.
No pude evitar reír. Me senté junto a ella, dejando que la tranquilidad del lugar y la alegría de Hana aliviaran un poco el peso de mi corazón.
—Gracias, Hana. Es un hermoso regalo.
—Siempre quiero que esté feliz, señor Hiroshi.
Su sinceridad me desarmó. Mientras la observaba jugar entre las flores, supe que, aunque el pasado siempre estaría conmigo, también había razones para mirar hacia adelante.
Hana, con su energía contagiante, se acercó corriendo hacia mí, una sonrisa brillante iluminando su rostro.
—¡Señor Hiroshi! ¡Vamos a jugar! —me dijo con entusiasmo.
Su voz, como siempre, sonaba alegre, llena de vida. No pude evitar sonreír ante su entusiasmo. A pesar de su juventud, esa vitalidad era algo que me tocaba profundamente. Había algo en su inocencia que me hacía sentir más humano, como si el peso del mundo que siempre cargaba se aligerara al estar cerca de ella.
—¿Qué quieres jugar, Hana? —le respondí.
Ella saltó hacia mí y, con una risa traviesa.
—¡Vamos a jugar al escondite! Yo contaré y usted se esconderá. ¡Lo voy a encontrar!
Era un juego simple, pero la idea de verla tan concentrada y alegre al buscarme me hacía sentir como si fuera el más afortunado de todos. No importaba si era un juego infantil. Todo lo que importaba era que, en esos momentos, podía olvidarme de mis problemas que me seguían y concentrarme en su alegría.
—Está bien, pero no me dejes ganar —le dije en broma, mientras me apartaba unos pasos para buscar un buen lugar para esconderme.
Hana no tardó ni un segundo en cerrar los ojos y comenzar a contar en voz alta.
—¡Uno... dos... tres...! —su voz se alejaba mientras yo buscaba un buen sitio para ocultarme, moviéndome rápidamente pero con sigilo, como un buen maestro de combate.
Me escondí tras un árbol cercano. Aunque podía oír su voz cada vez más lejana, algo en mí disfrutaba la paz que esa simple acción me ofrecía. La persecución, el desafío, y la idea de que solo por unos momentos podría ser parte de este juego, me daban algo que no experimentaba a menudo.
Escuché los últimos números antes de que Hana gritara.
—¡Listo! ¡Lo voy a encontrar, señor Hiroshi!
En ese momento, sentí la presión de ser encontrado, pero a la vez, una ligera satisfacción. Sabía que este momento no duraría para siempre. Sabía que eventualmente tendría que regresar al aburrido y sombrío camino de la responsabilidad. Pero, por ahora, todo lo que importaba era jugar con Hana. Y, como era de esperar, no pasó mucho tiempo antes de que Hana me encontrara. Su risa llenó el aire mientras me atrapaba detrás del árbol.
— ¡Te encontré! ¡Usted es muy fácil de encontrar, Hiroshi! —dijo ella con una sonrisa radiante, tan pura que parecía iluminar todo a su alrededor.
Me reí y me incorporé del suelo, fingiendo estar derrotado, pero dentro de mí sentía que, de alguna manera, este juego tenía más significado del que podía expresar. Tal vez, en mi vida, había perdido demasiadas veces para poder disfrutar de las pequeñas victorias.
Aún sonriendo, me dejé caer nuevamente al césped, mirándola a los ojos.
—No me deje ganar tan fácil, señor Hiroshi. No quiero que se aburra de jugar conmigo —dijo mientras se cruzó de brazos, con una expresión de pequeña burla en su rostro.
—No me estoy dejando ganar. Solo que eres muy buena buscando —dije, sonando decidido.
Le sonreí, aunque sabía que no me creía. Podía ver que, en el fondo, sabía que le había dejado ganar. La dulzura de esa expresión me hacía sentir como si todo lo que hubiera hecho hasta ahora, todo el dolor, todo el sacrificio, valiera la pena. Era una pequeña victoria en la vida de alguien a quien de alguna manera había protegido.
De repente, Hana se acercó a mí con una mirada más seria. Algo había cambiado en su rostro, y pude notar la inquietud en sus ojos.
—¿Se dejó ganar, señor Hiroshi? —preguntó, casi susurrando.
Me quedé en silencio por un momento, observándola. No podía mentirle.
—Sí —admití, bajando la mirada.
Ella se cruzó de brazos y frunció el ceño. No estaba molesta, pero sabía que esperaba algo más de mí.
—No lo haga, señor Hiroshi. ¡Yo quiero ganarle pero de manera justa! No se deje ganar, por favor.
La sinceridad en su voz me golpeó con fuerza. Hana no solo quería jugar, quería que lo hiciéramos de manera justa, que no le diera una victoria fácil. Me sentí avergonzado por haberle mostrado una versión de mí que ella no conocía. La risa nerviosa escapó de mis labios mientras me incorporaba y le sonreía de vuelta.
—Lo siento, Hana. Tienes razón. No debo dejarme ganar. La próxima vez te haré un desafío más difícil.
Hana me miró fijamente, como si me estuviera evaluando. No sé por qué, pero en ese momento sentí que sus palabras pesaban más que cualquier crítica que hubiera recibido en toda mi vida. Era como si su confianza en mí fuera algo que debía proteger.
—¡Eso está mejor! ¡Ahora prepárese! —exclamó, saltando con energía mientras se preparaba para la siguiente ronda del juego.
El juego continuó un poco más, y aunque traté de no dejarme ganar nuevamente, la verdad es que el ritmo de Hana era algo que me costaba seguir. A pesar de mi experiencia y habilidades, la energía que ella desprendía era como un torrente que arrastraba todo a su paso. Cuando al final del juego, ella consiguió otro "triunfo" ,aunque no me dejé ganar esa vez, su expresión de satisfacción me hizo sentir un poco más ligero.
A lo lejos, escuché unas voces conocidas. Eran los padres de Hana, quienes se acercaban por el camino de tierra que bordeaba el prado. No me sorprendió. Sabía que era hora de que regresara a casa. Habían pasado varias horas desde que comenzamos a jugar, y aunque no quería admitirlo, el tiempo había volado mientras Hana y yo compartíamos esos momentos.
Los padres de Hana llegaron con una actitud cálida y amable, como siempre. Su padre, un hombre alto y de semblante tranquilo, me dio una sonrisa agradecida. Su madre, de cabello oscuro y una sonrisa igualmente amable, me saludó con una ligera inclinación de cabeza.
—¡Señor Hiroshi! Qué bueno verlo jugando con nuestra hija —dijo su padre con una voz profunda y serena.
Hana corrió hacia ellos con su energía habitual, y sus padres la recibieron con cariño. No pude evitar notar lo felices que se veían al verla, como si su presencia fuera la mayor bendición en sus vidas.
—Gracias por acompañarla, señor Hiroshi —agregó su madre, con un tono lleno de gratitud —A veces nos cuesta que se quede quieta por mucho tiempo, pero contigo parece estar feliz.
Me sonrojé ligeramente y traté de restarle importancia, aunque un sentimiento cálido se instaló en mi pecho al escuchar sus palabras. Era raro que me expresaran ese tipo de agradecimiento. Normalmente, me sentía más cómodo en la distancia, alejado de las familias y de las relaciones que me exigían vulnerabilidad. Sin embargo, algo en la familia de Hana me hacía sentir cómodo, como si su cercanía no fuera una carga, sino un refugio.
—No hay de qué, realmente me divertí —respondí con una sonrisa genuina, aunque un poco vacilante. Era cierto. Había disfrutado el tiempo con Hana más de lo que imaginaba. Sin embargo, una parte de mí aún anhelaba la calma de la soledad que, por un instante, había olvidado.
Hana, al escuchar que me despedía de sus padres, levantó la mano y me miró con una expresión mezcla de emoción y tristeza.
—¡Señor Hiroshi, hasta luego! ¡Gracias por jugar conmigo! —dijo mientras tomaba la mano de su madre, preparándose para regresar a casa.
El gesto de Hana, esa despedida inocente, me recordó algo que había olvidado en el tiempo que llevaba viajando solo. La sensación de pertenecer, de ser parte de algo más grande que uno mismo. Mientras la veía alejarse con sus padres, sentí una extraña mezcla de nostalgia y esperanza. Algo dentro de mí anhelaba tener una familia, una razón para detenerme y quedarme. Sin embargo, sabía que mi camino era otro, un camino lleno de responsabilidades.
—¡Nos vemos, Hana! —dije, alzando la mano mientras ellos comenzaban a alejarse.
Una vez que los vi alejarse por el sendero que llevaba a su casa, una sensación extraña se apoderó de mí. Un nudo en el estómago, como si mi corazón no quisiera dejar ir esos momentos de paz. Pero lo hice, porque sabía que mi vida no podía seguir esa estela. No cuando había tanto por hacer, tanto por proteger.
Me quedé allí un momento, observando el horizonte mientras las últimas luces del día se desvanecían. La brisa me acarició el rostro, y un pensamiento se formó en mi mente. Una sensación de nostalgia, de una vida que ya no existía, me invadió por completo.
Al girar sobre mis talones, me dirigí hacia el borde del prado, donde el camino que llevaba al bosque se encontraba a unos pocos pasos. La transición entre el mundo de la luz y la oscuridad era palpable, y al adentrarme en ese sendero solitario, sentí cómo la calma volvía a mí. La soledad, por irónica que fuera, siempre me había dado consuelo. Era el único lugar donde podía escuchar mis pensamientos sin ser interrumpido, sin tener que sonreír o ponerme una máscara de alegría.
Paseé sin prisa, dejando que mis pasos resonaran en el silencio, mientras mis manos se deslizaban entre las plantas, recogiendo algunas hierbas que aún estaban frescas, preparándome para lo que estaba por venir. No importaba cuántas veces lo hiciera, nunca dejaba de sentir esa conexión con la naturaleza. Las hierbas eran una parte de mí, una forma de encontrar algo tangible entre la incertidumbre que envolvía mi vida.
Cruzando el río, el agua fresca tocó mis botas y, al dar el último paso, me detuve un instante. Me sentí extraño al estar aquí, como si fuera un lugar demasiado lejano de todo lo que había conocido. A medida que avanzaba, el aire se volvía más pesado y oscuro, y el bosque me envolvía en una quietud profunda. El camino se volvía más angosto y los árboles más densos.
Al final del sendero, algo que había estado en mi mente durante días me esperaba. El cementerio, un lugar que había visitado innumerables veces. No podía evitarlo. Cada vez que venía aquí, algo en mi interior se desbordaba. La falta de respuestas, la sensación de vacío. Todo era demasiado.
El aire se volvía más frío conforme avanzaba. La densa neblina que comenzaba a formarse entre los árboles no hacía más que acentuar la sensación de desolación que siempre sentía al estar en este lugar. Este cementerio era más que solo una tumba, era el testimonio silencioso de las personas que perdí, de las promesas rotas y los amores que se desvanecieron demasiado pronto. Al caminar entre las lápidas, sentí el peso del silencio. Aquí, todo parecía detenido en el tiempo, atrapado entre los recuerdos y las ausencias.
Me detuve frente a dos tumbas. Una, de mármol blanco, llevaba grabado el nombre de mi esposa: Amane; la otra, más pequeña, tenía grabado el nombre de mi hija: Akane. El lugar donde descansaban no era solo un pedazo de tierra, sino un pedazo de mi alma que ya no podía sanar.
Me agaché lentamente, mis manos tocaban las superficies frías de las lápidas. El viento susurraba entre los árboles, creando una atmósfera sombría. Estaba tan acostumbrado a este lugar, a este dolor, que ya no me sorprendía. Pero en el fondo de mi ser, una parte de mí seguía esperando. Aguardaba, quizás, alguna señal de que la vida aún podía ofrecer algo después de tanto sufrimiento.
Me senté en el suelo, mirando las tumbas, y dejé que los recuerdos vinieran como olas. La última vez que vi a Amane, su rostro lleno de luz, su risa suave que siempre me hacía sentir que no importaba lo que sucediera en el mundo, todo estaría bien mientras estuviéramos juntos. Y Akane, tan pequeña, tan llena de vida. Esa pequeña que tenía los mismos ojos de su madre, los mismos gestos, la misma risa. Había sido mi mayor orgullo. Y sin embargo, todo eso se había desvanecido en un abrir y cerrar de ojos.
—Amane... Akane... —susurré con voz baja, casi un murmullo, mientras mis dedos trazaban las inscripciones en las lápidas. Mis palabras se ahogaron en el aire, llevadas por el viento que soplaba de manera suave pero persistente.
Los recuerdos se entrelazaban, las imágenes de sus rostros me envolvían con la fuerza de un viento invisible. Me dolía más de lo que podría expresar. Todos los momentos felices, las promesas compartidas, todo lo que había planeado para el futuro. Mi mente los buscaba, aferrándose a lo que alguna vez fue, pero sabía que nunca podría recuperarlo. Y eso, esa aceptación dolorosa, era lo más difícil de soportar.
La brisa aumentó, convirtiéndose en un viento más fuerte. Los árboles susurraban en un idioma antiguo, como si las sombras que me rodeaban quisieran hablarme, recordándome lo efímero de la vida. Fue entonces cuando sentí una sensación extraña, una presencia cerca de mí. Fue tan sutil que al principio no supe si estaba imaginando cosas, pero no pude evitar levantar la vista. No había nada frente a mí, solo la quietud del cementerio, las tumbas desmoronadas por el tiempo y las hojas que caían lentamente.
Sin embargo, sentí algo, una sensación de contacto suave, casi como si alguien hubiera rozado mi rostro con una mano. No había nadie allí, pero la sensación persistía. Me quedé inmóvil, mirando hacia el espacio vacío, como esperando alguna respuesta, alguna explicación. ¿Era mi mente jugándome trucos? ¿O tal vez era algo más? No lo sabía, pero al instante, una calidez indescriptible me llenó el pecho. Fue una sensación reconfortante, como si Amane y Akane estuvieran a mi lado, aunque invisibles, diciéndome que todo estaría bien. Ese pequeño toque, ese susurro en el viento, me hizo sonreír débilmente.
Cerré los ojos un momento, respirando profundamente, dejando que el aire fresco me llenara los pulmones. Y entonces, en ese instante de quietud, sentí una renovada determinación. Sabía lo que debía hacer. Había sobre las tumbas de mi esposa e hija que no dejaría que nadie más sufriera la misma pérdida. No permitiría que el sufrimiento de otros se repitiera bajo mi mando. No iba a dejar que nadie más perdiera lo que yo había perdido.
—No dejaré que nadie muera. Ninguno de mis alumnos morirá... —susurré para mí mismo, como un juramento sagrado, con voz firme. Sentí que esa promesa resonaba dentro de mí, como una fuerza que despertaba. Sentía que no podía fallarles, que no debía. —Amane, Akane... estaré bien. Lo prometo.
Poco a poco, me levanté del suelo, limpiando las lágrimas que no había notado caer. Miré las tumbas de nuevo, una última vez, antes de darme la vuelta y comenzar a caminar de regreso. El aire se sentía diferente, como si el mundo hubiera cambiado de alguna manera sutil, pero importante. La oscuridad del bosque, las sombras que me rodeaban, ya no me parecían tan aterradoras. Mi corazón, aunque marcado por la pérdida, ahora latía con un propósito más fuerte que nunca.
El bosque seguía oscuro, pero mis pasos eran más seguros. Las hierbas que había recogido estaban guardadas con cuidado en mi bolso, pero mi mente estaba ocupada con pensamientos de entrenamiento, de mejorar, de cómo podría fortalecer a aquellos que necesitaban guía, cómo podría protegerlos y, al mismo tiempo, honrar la memoria de los que ya no estaban.
A medida que me adentraba más en el bosque, sentí el peso de las sombras a mi alrededor. Los árboles, altos y oscuros, parecían susurrar secretos que no comprendía del todo, pero había algo en ese lugar que me llenaba de una tranquilidad inexplicable. Sabía que cada paso que daba me alejaba más del mundo del pasado, pero también me acercaba al futuro, un futuro que aún tenía que construir, uno que debía proteger a toda costa.
Al pasar por la orilla del río, sentí una última brisa en mi rostro. Miré hacia el cielo, ya estrellado, y sonreí. Sentí que algo me observaba, algo que no se veía, pero que era real. Quizás era la presencia de Amane y de Akane. O tal vez solo era el viento, llevando consigo los susurros de lo que ya no podía ver.
De cualquier manera, me sentí listo para enfrentar lo que fuera. Y en mi pecho, esa promesa resonaba con fuerza. Mientras salía del bosque, el mundo parecía más brillante, más lleno de vida. Cada paso que daba me alejaba del cementerio, pero el peso de mis promesas seguía presente. Recordé el rostro de Hana y la alegría con la que había jugado conmigo. Esa luz, esa chispa, era algo que debía proteger. No solo en ella, sino en todos aquellos que dependían de mí. Mis alumnos, Shiro y Koharu, mis compañeros... incluso yo mismo.
El claro donde habíamos jugado antes con Hana se abrió frente a mí, bañado ahora por la luz plateada de la luna. El prado parecía transformado, lleno de una calma mágica. Me detuve un momento, inhalando el aire fresco. Había algo especial en este lugar, algo que siempre me hacía sentir conectado con las cosas más simples y puras de la vida.
Me senté en una roca cerca del borde del claro y abrí mi bolso. Saqué las hierbas que había recogido y comencé a inspeccionarlas bajo la luz lunar. Sabía que estas plantas serían útiles en los entrenamientos de Shiro y Koharu. De alguna forma, estaba buscando redimir mis fallos a través de ellos.
Pensar en Shiro y Koharu me recordó a Amane y Akane nuevamente, eso me llenó de un dolor dulce, era un recordatorio de lo que había perdido pero también de lo que debía proteger. Las palabras de Amane resonaron una vez más en mi mente: "No puedes salvar a todos, Hiroshi, pero puedes intentarlo. Y eso es lo que te hace especial."
Miré al cielo estrellado y apreté las hierbas en mis manos, como si ese simple gesto pudiera reforzar mi voluntad. Había mucho por hacer. Shiro y Koharu, mis alumnos, merecían lo mejor de mí. Merecían un maestro que no solo los entrenara en combate, sino que los protegiera de las sombras que acechaban el mundo.
Después de un rato, me puse de pie y guardé las hierbas nuevamente en el bolso. La noche era silenciosa, salvo por el suave susurro del viento que agitaba las hojas de los árboles. Mis pasos me llevaron de vuelta al sendero que conectaba el prado con el dojo. Era uno sencillo, hecho con madera resistente, donde siempre guardamos lo esencial para sobrevivir y entrenar.
Al llegar, encendí una pequeña lámpara y comencé a organizar las hierbas sobre la mesa. Las preparé con cuidado, triturándolas y separándolas según sus propiedades. Algunas eran útiles para curar heridas, otras para aliviar dolores musculares. En este mundo, un maestro elemental debía ser más que un guerrero; debía ser médico, estratega y guía.
Mientras trabajaba, mi mente volvía a los entrenamientos que debía planear para Shiro y Koharu. Ambos eran talentosos, pero también eran diferentes. Shiro tenía una fuerza innata, una energía que la hacía destacar, pero a veces le faltaba paciencia. Koharu, en cambio, era más meticulosa y calculadora, aunque a menudo dudaba de sí misma. Mi tarea sería equilibrarlos, enseñarles a complementarse y a confiar en sus propias habilidades.
Cuando terminé con las hierbas, me acerqué a la ventana y miré hacia el bosque. Las sombras danzaban bajo la luz de la luna, creando figuras que parecían moverse con vida propia. Pero no me asustaban. Ya no. Sabía que esas sombras no eran más que reflejos de mi pasado, de los temores y las culpas que había cargado durante tanto tiempo.
—No los defraudaré —murmuré en voz baja, sintiendo cómo las palabras se transformaban en un juramento. Mi voz, aunque suave, resonó con fuerza en la quietud del dojo. —No dejaré que nadie muera. Ni uno solo.
Esa noche, mientras me acostaba en mi cama, mis pensamientos se centraron en el futuro. En los días que vendrían, en los desafíos que enfrentaríamos juntos. Shiro, Koharu, Hana, sus padres... todos ellos eran parte de algo más grande. Algo que me había comprometido a proteger.
Y mientras cerraba los ojos, una última imagen cruzó mi mente: Amane y Akane, mi esposa e hija, sonriendo bajo un cielo despejado. Su recuerdo no era una carga; era mi fuerza, gracias a ellas es que podía continuar con todo...