La tarde caía, bañando el jardín con un cálido resplandor anaranjado. Amelia recorría los senderos del jardín con una familiaridad que parecía natural, aunque en realidad su conocimiento del lugar no era más que un eco implantado por el tejedor. Para ella, aquella mansión había sido siempre su hogar.
Condujo al grupo hasta un claro escondido entre árboles centenarios, al que se llegaba cruzando un puente de madera que se arqueaba sobre un arroyo artificial. El suave murmullo del agua, nacida de un lago cercano, impregnaba el lugar con una serenidad casi mágica.
—La mansión Contreras no tiene el esplendor de la de mi hermana, pero su jardín tiene un encanto peculiar —comentó Duncan mientras avanzaban—. Es más un bosque antiguo que un jardín, aunque cada rincón parece esculpido con una precisión casi mágica. Arroyos, charcas, puentes y claros como este invitan a perderse y dejarse llevar por la serenidad del lugar.
Se detuvo un momento, dejando que sus ojos recorrieran el lugar. Las estatuas de estilo grecorromano, dispersas con aparente descuido, añadían un toque de antigüedad y misterio al paisaje. El claro parecía hecho para conversar y descansar: una mesa de piedra circular se alzaba en el centro, rodeada de un banco del mismo material.
—La magia desempeña un papel importante aquí. Te sorprendería saber cuántos espíritus y demonios trabajan en la creación y el cuidado de este jardín —añadió con una sonrisa mientras tomaba asiento en el banco de piedra.
Rosa arqueó una ceja y dejó escapar una risa incrédula.
—¿Demonios? ¿Espíritus? No me vengas con esas. Después de todo lo que hemos visto, no diré que no creo en la magia, pero ahora te estás quedando con nosotras. ¿Qué será lo próximo? ¿Que tu hermano, además de ser un importante empresario, es un poderoso hechicero?
Amelia soltó una risita, divertida por el comentario, pero antes de responder, lanzó una mirada rápida a Marina. Mientras Rosa y Duncan mostraban cierta diversión en su actitud, Marina permanecía apartada, con los hombros hundidos y una expresión que revelaba derrota. Su postura contrastaba drásticamente con el buen humor del resto, lo que hizo que la sonrisa de Amelia se desvaneciera un poco.
—No estoy bromeando. Sin contar a Lucy, en este claro hay al menos tres demonios. —Amelia señaló con un gesto vago a su alrededor, como si pudiera ver algo invisible para los demás. —En unos minutos, las antorchas se encenderán por un fuego fatuo que salta de una a otra, pero vosotros no sois iniciados. No podéis ver seres de otros planos, a menos que bebierais ciertas bebidas.
Se recostó ligeramente en el banco y continuó con un tono despreocupado.
—Lucy comenta que cenaremos aquí. Pediré que preparen una barbacoa y traigan bebidas. Incluidas tres caídas de velo.
Rosa la miró con desconcierto, casi alarmada.
—¿Con quién hablas, Amelia? ¿Te has vuelto loca?
Amelia se encogió de hombros, como si la pregunta fuera irrelevante.
—Con Lucy. Es mi espíritu guardián, o más bien, el espíritu que Alfonso asignó para protegerme desde… bueno, desde lo que ocurrió. —Bajó un poco la voz al mencionar el incidente, su tono teñido de pesar. —Antes solo me acompañaba dentro de la mansión, pero desde mi regreso debe seguirme incluso fuera de estas paredes.
Rosa bufó, cruzándose de brazos.
—Deja de quedarte con nosotras. Demonios, fantasmas... —Sacudió la cabeza, claramente escéptica. —Me estás diciendo que este lugar está lleno de criaturas sobrenaturales y que tu hermano es un poderoso hechicero. Francamente, ya no sé qué creer.
Amelia sonrió de nuevo, pero esta vez con una mezcla de paciencia y diversión. Mientras Rosa seguía protestando, su atención se desvió hacia Marina, quien permanecía en silencio, mirando al suelo. Había algo en su actitud que la preocupaba: una tristeza que parecía envolverla como un manto pesado, incapaz de disiparse.
—Tal vez deberíamos empezar la cena —dijo Amelia finalmente, su voz más suave mientras sus ojos seguían fijos en Marina.
El aire del jardín parecía pesar un poco más, como si las emociones reprimidas de los presentes comenzaran a filtrarse entre los árboles centenarios. Una bandeja flotante apareció de la nada, portando copas que se desplazaron suavemente por el aire hasta posarse frente a cada uno. Marina, Rosa y Duncan miraron las bebidas con mezclas de intriga y recelo. Amelia, con una expresión tranquila, rompió el silencio.
—Marina, ¿qué estás ocultando? —preguntó Amelia de golpe, su tono bajo pero cargado de una autoridad inesperada que hizo que todos giraran la cabeza hacia ella. —Podéis beber o no. Es vuestra decisión. Esta bebida, la caída del velo, os permitirá ver lo que normalmente no podéis, como por ejemplo, quién sostiene la bandeja. Después me gustaría que respondieras qué escondes, Marina.
Duncan no dudó en coger su copa. La perspectiva de ver demonios siempre le había resultado fascinante, sobre todo después de las fiestas en la logia. Mientras tanto, Rosa y Marina vacilaban, observando el líquido brillante que parecía contener pequeños ríos de colores moviéndose dentro de la copa.
—¿Esa es Lucy? —preguntó Duncan, señalando un espacio vacío entre él y Amelia.
Amelia giró la cabeza hacia donde él señalaba y asintió con naturalidad antes de volver su atención hacia sus amigas.
—¿Seguro que no es una broma? —murmuró Rosa, acercando la copa a sus labios, aunque seguía titubeando.
Marina, por su parte, parecía más intrigada que temerosa, observando los colores danzantes en el interior del líquido. Finalmente, fue ella quien rompió el silencio con una pregunta cargada de suspicacia.
—¿Y por qué tú no bebes lo mismo?
Amelia sonrió con paciencia y señaló su propia copa, llena de vino.
—Ya lo hice, pero fue una versión más fuerte. Mi hermano me dio esa bebida cuando decidió llenar esta mansión de demonios. Me convirtió en una especie de iniciada. Al principio me asustaban, pero con el tiempo entendí que no todos son enemigos. De hecho, algunos son bastante útiles.
Rosa arqueó una ceja, mientras Marina entrecerraba los ojos, evaluando cada palabra de Amelia. La tensión en el aire era palpable cuando Marina lanzó su pregunta, cortante y directa:
—¿Por qué no nos dijiste que Inmaculada podía convertirnos en mujeres con magia?
El comentario hizo que Amelia frunciera el ceño. Ese recuerdo tenía algo inquietante, como una sombra que se resistía a ser iluminada. Al intentar profundizar, un dolor agudo le atravesó la cabeza, obligándola a llevarse las manos a las sienes.
—No sabía nada de eso en aquel momento. —Su voz salió con esfuerzo, intentando calmar la molestia en su cabeza. —Ni siquiera creía que la magia pudiera hacer algo así. Estaba asustado, como vosotros.
Marina la observó, escéptica, pero no insistió. Fue entonces cuando una nueva voz se unió a la conversación, interrumpiendo el tenso intercambio.
—No agobiéis a mi hermana. —Alfonso cruzó el puente con paso decidido, seguido de cerca por Inmaculada, cuya sonrisa sardónica se anticipaba a sus palabras. —No podía hablaros de la magia ni de Inmaculada porque tenía un hechizo impuesto por mí. Ahora puede hacerlo porque ya conocéis su existencia.
Amelia parpadeó, confundida. La explicación encajaba, pero algo seguía sin cuadrar. Aun así, decidió no cuestionarlo más. Inmaculada, mientras tanto, observaba la escena con un brillo de satisfacción en los ojos. Sabía perfectamente que Alfonso había improvisado esa excusa para cubrir el fallo en el tejido de recuerdos.
—¿No habías regresado a casa? —preguntó Duncan, mirando a su hermana con sorpresa.
Inmaculada alzó una ceja, divertida, antes de responder.
—Sí, pero mi prometido me pidió una cena. Ya sabes cómo funciona el pacto: no puedo rechazar sus peticiones de cita. —Se giró hacia el grupo con una sonrisa maliciosa—. Al saber de vuestra barbacoa, pensé que este sería un lugar más interesante para nuestra velada.
Amelia sonrió con ironía.
—Hermano, si no pasas tiempo a solas con ella, nunca conseguirás enamorarla. Ahora entiendo por qué necesitaste chantajearla para que aceptara comprometerse. —Señaló el claro con un ademán burlón—. Este lugar sería perfecto para una cita romántica... si no estuvieran las cuatro personas cuyas vidas habéis arruinado.
La sonrisa de Inmaculada se ensanchó ante el comentario, pero su tono se volvió cortante al responder.
—No te equivoques, Amelia. Vosotros mismos os buscasteis el castigo. No fui yo quien drogó y violó a esas jóvenes. Y en cuanto a mi hermano... fue decisión suya convertirse en hombre, arrastrado por ti.
Marina apretó los puños, luchando por contener su rabia.
—Si hubiéramos sabido las consecuencias, no lo habríamos hecho. No trates de limpiar tu conciencia con excusas —espetó entre dientes.
Inmaculada se inclinó ligeramente hacia Marina, sus ojos brillando con un peligro contenido.
—¿Conciencia? Querida, si tuviera alguna, no sería por alguien tan insignificante como tú. Si no fuera por mi hermano, ya estarías en el Club.
—¿Crees que me asustas con eso? —replicó Marina con valentía, aunque su voz tembló ligeramente al final.
—No, pero estoy segura de que la bebida que tienes delante sí lo hará —respondió Inmaculada con una sonrisa maliciosa.
Marina, con una expresión desafiante, agarró la copa y se la bebió de un solo trago. Apenas terminó, sus ojos se abrieron como platos. Detrás de Alfonso, una figura gigantesca, oscura como el abismo, parecía absorber toda la luz a su alrededor. Miró rápidamente hacia atrás, donde otro demonio esperaba en silencio. Al girarse hacia Amelia, vio a una mujer translúcida de pie detrás de ella, observándola con calma. Su respiración se aceleró, el pánico apoderándose de su cuerpo.
—Tranquila, no te harán daño. —Amelia se levantó y se inclinó hacia Marina, colocando firmemente las manos sobre sus hombros. Su voz, calmada pero decidida, buscaba reconfortarla. —Pueden parecer aterradores, pero no son tus enemigos.
Rosa, incapaz de contener su curiosidad al ver la reacción de Marina, tomó también su bebida. Al instante, su rostro palideció. Alrededor del claro, los demonios y la presencia fantasmal se hicieron visibles. Entre ellos, la diablilla de Inmaculada saltó a la mesa, mirándola con ojos brillantes y burlones antes de lanzarse hacia Rosa.
Rosa gritó y cayó hacia atrás, aterrada. Duncan corrió rápidamente a su lado, ayudándola a incorporarse mientras la diablilla regresaba al hombro de Inmaculada, sacándole la lengua en un gesto burlón.
Amelia observó la escena mientras mantenía a Marina envuelta en un abrazo protector. El terror en sus rostros le resultaba desconcertante; esperaba desconcierto, incluso incomodidad, pero no una reacción tan visceral, casi primitiva.
Inmaculada, mientras tanto, se limitó a reír, disfrutando del caos que se había desatado.
Alfonso indicó a su familiar que se retirara hacia las sombras de los árboles, intentando que su presencia fuera menos intimidante. Sin embargo, su esfuerzo fue en vano. El demonio era demasiado colosal y aterrador para mezclarse con el entorno. Amelia no pudo evitar reírse al verlo encorvado, intentando mimetizarse con las sombras.
—No te hará nada —dijo Amelia, tratando de tranquilizar a Marina mientras señalaba al demonio—. Solo obedece a mi hermano. Relájate, te aseguro que hay cosas mucho más aterradoras. Como cuando en la prueba me vi obligada a... —Su voz se apagó al recordar su propia experiencia, los recuerdos de lo que había soportado como parte de su prueba. La imagen de un hombre obligándola a... Sacudió la cabeza, como si con ello pudiera ahuyentar esos pensamientos.
—¿De verdad crees que así me animas? —respondió Marina con sarcasmo, su tono impregnado de desesperación. —Es solo cuestión de tiempo para que algo así me pase. Dime... ¿cómo lo hiciste?
Amelia parpadeó, desconcertada.
—¿Cómo hice el qué?
El rostro de Marina se endureció, su mirada dirigida hacia Amelia con una mezcla de desprecio y curiosidad. Su voz fue un susurro cargado de veneno.
—De verdad tengo que decirlo. Inmaculada no fue muy discreta con lo del yogur.
La frase cayó como una bomba en el claro. Los ojos de Alfonso se entrecerraron mientras sus puños se cerraban con una fuerza que hizo crujir los nudillos. Su mirada se clavó en Inmaculada, cargada de odio contenido.
—¿Qué le obligaste a hacer a mi hermana? —dijo, su voz baja pero llena de peligro mientras agarraba con fuerza el brazo de Inmaculada.
Ella no se inmutó, manteniendo su expresión de calma calculada. Con un tirón suave pero firme, liberó su brazo de la mano de Alfonso y respondió con una sonrisa sarcástica.
—Habíamos acordado que te devolvería a tu hermana y que lo ocurrido entre ella y yo sería asunto nuestro. ¿Vas a romper tu propia palabra, Alfonso?
Antes de que pudiera responder, Duncan intervino, su tono grave.
—No, Inmaculada. Creo que también es asunto mío. —A pesar de su expresión dura, seguía sosteniendo a Rosa, quien poco a poco parecía recuperarse del impacto inicial.
Inmaculada suspiró, como si toda la situación le resultara una molestia innecesaria. Sin embargo, se giró hacia Duncan con una mirada que destilaba frialdad.
—Obligué a Amelia a muchas cosas desagradables. La traté mal porque quería que entendiera el daño que había causado. Que lo sintiera.
El silencio que siguió a sus palabras era sofocante. Las llamas de la barbacoa chisporroteaban suavemente en el fondo, un contraste casi irónico con la tensión que inundaba el claro. Finalmente, fue Amelia quien rompió el silencio, su voz serena pero firme.
—Por favor, como ha dicho Inma, es un asunto entre nosotras dos. Yo ya la he perdonado. No tiene sentido abrir heridas más profundas.
Alfonso y Duncan intercambiaron una mirada cargada de frustración, pero ninguno de los dos respondió. La furia que sentían se mantenía latente, pero el tono conciliador de Amelia logró calmar, al menos por el momento, las emociones a punto de desbordarse.
Los seis permanecieron en silencio por un instante, cada uno lidiando con sus propios resentimientos y pensamientos. Sin embargo, había algo en el aire, una tensión que lentamente se disipaba mientras todos reconocían que, a pesar de sus conflictos, estaban juntos en ese momento.
Finalmente, Alfonso levantó su copa de vino, rompiendo el silencio con un gesto de invitación.
—Bueno, no estamos aquí para pelearnos. Vamos a cenar. —Su voz intentó sonar despreocupada, aunque todavía tenía un filo que delataba su estado de ánimo.
Uno a uno, los presentes se sentaron alrededor de la mesa. Las copas se llenaron de vino, y en la barbacoa comenzaron a chisporrotear cortes de carne. Mientras tanto, ensaladas y aperitivos aparecían mágicamente en la mesa, colocados con precisión casi sobrenatural. La tensión no desapareció por completo, pero el ambiente se tornó más llevadero.
Inmaculada, con una copa de vino en la mano, observó a los demás con una ligera sonrisa. Aunque la conversación parecía haber cambiado a temas más mundanos, sabía que las brasas de los resentimientos aún ardían bajo la superficie.
Amelia, por su parte, escudriñaba a sus acompañantes, su mente dividida entre el alivio de la calma superficial y la certeza inquietante de que los cabos sueltos seguían acechando bajo la superficie. Sus ojos se encontraron brevemente con los de Marina, quien apartó la mirada rápidamente, como si temiera revelar más de lo que quería.
El claro se llenó de conversaciones tranquilas y el aroma tentador de la carne asada, pero bajo esa fachada de calma, cada uno enfrentaba a sus propios demonios, tanto los visibles como los ocultos en su interior.