Con la partida de Amelia y Rosa, el salón quedó sumido en un silencio cargado de tensión. Marina cruzó las piernas con un gesto estudiado, proyectando una falsa seguridad mientras sus uñas tamborileaban contra el reposabrazos. Sabía que la conversación con Alfonso sería un juego de ajedrez, pero no podía permitirse mostrar debilidad.
—Entonces, Alfonso —comenzó con tono ácido—, ¿qué se supone que hago ahora? ¿Esperar a que me vendas como un jarrón bonito que nadie quiere?
Alfonso permaneció en silencio por un instante, su mirada fija en ella como un depredador evaluando a su presa. Finalmente, se recostó en su sillón con una sonrisa helada.
—No, Marina. Tú no eres un jarrón. Eres una herramienta. Y, como todas las herramientas, serás usada... si demuestras que no eres prescindible.
El comentario hizo que la mandíbula de Marina se tensara, aunque logró disimularlo detrás de una sonrisa despectiva. Su fachada de superioridad apenas tambaleó un instante antes de recuperar la compostura.
—Qué halagador. ¿También eres poeta cuando manejas a tus demonios? —Inclinándose hacia adelante, sus ojos chispearon con un desafío frío. —¿Y cómo planeas "usarme", exactamente? ¿Venderme a un hombre dominante para que me rompa? ¿O prefieres que sea yo quien los rompa a ellos?
La mirada de Alfonso permaneció imperturbable, pero cuando habló, su tono era cortante, casi clínico.
—Lo que necesitas, Marina, no es a alguien que rompas ni a quien te rompa. Necesitas a alguien que te desnude hasta lo más profundo de ti misma, que te obligue a enfrentarte a lo que eres, aunque te aterre. Porque te aterra, ¿verdad? Lo vi en tus ojos cuando miraste a Duncan. No quieres controlarlo, aunque finjas lo contrario. Quieres que te controle. Necesitas a alguien que sepa cómo manejar a alguien como tú, que sepa cuándo soltarte... y cuándo apretarte hasta que no puedas respirar.
Marina sintió que algo se rompía en su interior. La frialdad calculadora de Alfonso la golpeaba como un martillo. Sabía que tenía razón, aunque jamás lo admitiría en voz alta. Las palabras de Alfonso la desnudaban, exponiendo verdades que prefería no confrontar. Pero en lugar de ceder, dejó que su orgullo la impulsara.
—No seas ridículo. Si algo me interesa, es seguir disfrutando de mujeres, como tu hermana y Rosa. —Dejó que la insinuación flotara en el aire mientras cruzaba las piernas con elegancia calculada. —¿Sabes lo que me encantaría? Escuchar sus gritos mientras las hago suplicar. No puedo imaginar un mejor espectáculo.
El cambio en la expresión de Alfonso fue casi imperceptible, pero suficiente para helar el aire en el salón. Lentamente, se inclinó hacia adelante, clavando sus ojos en los de Marina con una intensidad escalofriante.
—Cuidado con tus palabras, Marina. Porque, si tocas un solo pelo de la cabeza de mi hermana o de Rosa, será lo último que hagas. Y no lo digo como advertencia. Es una promesa.
Marina sintió un nudo en el estómago. La calma aterradora de Alfonso no dejaba lugar a dudas: hablaba en serio. Por primera vez, sintió que estaba jugando con fuego, y que este hombre, más que Inmaculada, podía consumirla por completo. Pero no iba a permitir que él lo notara. Su orgullo le exigía desafiarlo, aunque sus pensamientos comenzaban a traicionarla.
«Él no es como Inmaculada. Ella manipula, juega con la mente... pero Alfonso... Alfonso destruye. No negocia. No se detiene. Si cruzo la línea con él, no habrá marcha atrás. Debo ceder. Debería ceder. Pero... maldita sea, no puedo.»
—Tan protector, tan noble. —Su sonrisa se torció en una mueca de burla. —Aunque, pensándolo bien, tal vez ese sea tu punto débil, Alfonso. Tu devoción ciega por Inmaculada y tu hermana. ¿Qué harías si una de ellas se rompiera? ¿Si alguien las convirtiera en juguetes? ¿Seguirías siendo el gran estratega o te hundirías en tu propia desesperación?
Alfonso no respondió inmediatamente. Su mirada seguía fija en Marina, pero ahora había algo distinto en ella. Una frialdad casi inhumana, como si la conversación hubiera pasado a otro nivel.
—Lo único que necesitas saber, Marina, es que nunca llegarías tan lejos. Y si lo intentas, descubrirás qué tan rápido puedo acabar con alguien... incluso contigo.
Marina sintió cómo el escalofrío se deslizaba por su columna. Internamente, reconoció su derrota. Sabía que Alfonso era demasiado peligroso, un enemigo que no podía permitirse provocar. Pero aunque lo supiera, su orgullo le impedía rendirse por completo.
—Eres bueno en esto, Alfonso. Intimidar, manipular, mover piezas en el tablero. Pero no olvides algo: los peones a veces se rebelan. Y cuando lo hagan... tal vez seas tú quien termine roto.
Alfonso se puso de pie con una lentitud deliberada, como si su movimiento fuera en sí mismo una amenaza.
—Los peones que se rebelan, Marina, son los primeros en ser sacrificados. —Su voz era un susurro, pero resonó como un trueno. —Y tú, mi querida herramienta, aún tienes un propósito. Si decides desperdiciarlo, no te preocupes. Yo encontraré una forma de convertir tu destrucción en algo útil.
Marina desvió la mirada, no porque quisiera ceder, sino porque sabía que Alfonso no era alguien a quien pudiera vencer. «Tendré que encontrar otra forma de ganar... pero por ahora, debo fingir haber sido derrotada».
El salón se sumió en un silencio tenso tras las palabras de Alfonso. Marina seguía sentada, las uñas clavadas en el tapizado del sillón, como si la fuerza de su agarre pudiera devolverle el control que sentía escaparse entre los dedos. A pesar de su postura rígida y su mirada desafiante, su mente estaba en caos.
«¿Por qué sigue ganando? ¿Por qué siempre tiene la última palabra?»
—De todas formas, no temas. —La voz de Alfonso cortó sus pensamientos como un bisturí—. Mi hermana necesita un par de amigas, y tú eres una de ellas. Mientras ella te aprecie, serás útil. Si cumples con eso y no defraudas a quien te entregue, me bastas para mantenerte con vida. Sé su escudo, complace a tu propietario y te recompensaré de igual modo.
Marina sintió el peso de sus palabras. "Amiga". La palabra resonó en su mente como un eco vacío. No era una amiga, y ambos lo sabían. Era un peón, una pieza en un tablero que Alfonso movía con una precisión despiadada. Pero no iba a admitir su derrota, al menos no en voz alta.
—Pero deberé ser sumisa y yacer con un hombre. —Su voz salió más baja de lo que esperaba, una grieta en su fachada que no pudo ocultar.
Alfonso la miró con la misma frialdad de siempre, pero esta vez su tono fue casi cortés, como si le estuviera explicando algo obvio a un niño.
—Sí, pero eso, Marina, no es culpa mía. Yo no violé a esas chicas y... —Por un instante, Alfonso pareció dudar. Su mirada se endureció antes de añadir—: Qué diablos. Tampoco drogué y violé a la novia de tu mejor amigo. Me pregunto cómo le sentaría a Amelia enterarse de que violaste a María.
El golpe fue certero. Marina sintió que el aire abandonaba sus pulmones. Su mente gritaba una protesta, pero su voz se quedó atrapada en su garganta. Finalmente, logró articular una respuesta débil.
—Yo jamás...
—No lo niegues. Aún sé algún otro trapo sucio de ti. —La interrupción de Alfonso fue un latigazo. —El tejedor puede ver todo y nos lo contó. Cuando se enteró de eso, Inmaculada deseó matarte. Tu primera vez no será agradable, eso sí me aseguraré.
Marina se mordió el interior de la mejilla, luchando contra las lágrimas que amenazaban con escapar. Sentía el ardor de la humillación en cada palabra de Alfonso, un recordatorio de sus pecados pasados y de que su futuro ya no estaba en sus manos. La frialdad en los ojos de Alfonso le confirmó algo que siempre había temido: su vida ya no le pertenecía. «¿Qué otros secretos sabria Alfonso?¿Tal vez lo sucedido aquella noche en la hermandad?»
—¿Por qué no dejaste que Inmaculada me matara? —preguntó, su voz apenas un susurro. El orgullo que solía blindarla se había resquebrajado, dejando al descubierto una vulnerabilidad que odiaba mostrar.
—¿Qué ganamos con ello? —respondió Alfonso con una calma que helaba los huesos. —Aprende a humillarte y a controlar esa lengua. Si lo haces, ni Duncan ni Amelia sabrán sobre ello. Tu única familia seremos nosotros. No insistas en pelear. Por último, puedes recorrer toda la mansión, pero estarás vigilada. Si intentas algo... Bueno.
El significado de su amenaza quedó flotando en el aire, claro como el cristal. Marina apretó los dientes. Quería gritar, insultarlo, pero sabía que Alfonso no necesitaba alzar la voz para destruirla. Esa era la verdadera diferencia entre él e Inmaculada. Ella jugaba con su presa; él simplemente la aplastaba cuando se cansaba de verla resistir.
«No puedo seguir enfrentándome a él. No con esto».
Por dentro, sabía que Alfonso había ganado. No era un enemigo con el que pudiera competir, y lo odiaba con cada fibra de su ser. Pero, aunque comprendiera su derrota, su orgullo la empujaba a seguir desafiándolo. No iba a arrodillarse, no mientras pudiera fingir un último atisbo de control.
—Qué generoso de tu parte, Alfonso. —Su sonrisa era un pálido reflejo de su usual desdén. —Pero no necesito que me salves. Puedo sobrevivir sin tu misericordia.
Alfonso no respondió. Simplemente se giró, caminando hacia la puerta con pasos firmes. Justo antes de salir, se detuvo y giró la cabeza levemente hacia Marina.
—La misericordia no es para ti. Es para los que aún te soportan. —Con esas palabras, salió del comedor, dejándola sola con sus pensamientos.
Marina se quedó inmóvil, mirando la puerta cerrada. Su mente era un torbellino de ira y vergüenza. Sabía que Alfonso era intocable, que intentar enfrentarlo era como golpear un muro de granito con las manos desnudas. Pero, aun así, no podía aceptar su derrota. No todavía. Su orgullo, su maldito orgullo, seguía urgiéndola a resistir, aunque solo fuera para no perder lo único que le quedaba: la ilusión de que aún podía decidir algo en su vida.
«Un día, Alfonso», pensó mientras apretaba los puños con fuerza. «Un día, todo esto cambiará. Pero hasta entonces, jugaré tu maldito juego».
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El todoterreno avanzaba con suavidad por la carretera serpenteante, su motor apenas audible. Lucy, sentada en el asiento del copiloto, observaba el paisaje con aparente indiferencia, mientras Amelia y Rosa ocupaban los asientos traseros. Rosa estaba en su mundo, sonriendo y parloteando sin cesar, completamente ajena a la realidad que la rodeaba.
—¿Por qué no cogiste el coche deportivo que te regaló tu hermano? —preguntó Rosa, girándose hacia Amelia con una mezcla de curiosidad y entusiasmo.
Amelia, quien hasta ese momento había estado absorta en sus propios pensamientos, levantó la mirada hacia ella, analizando la pregunta antes de responder.
—Porque necesitábamos a alguien que nos mostrara la ruta hasta la logia. —Respondió con calma, señalando con la cabeza al "chofer" al volante, cuya figura humana solo existía en la mente de Rosa. —El biplaza no habría servido para eso.
Rosa frunció el ceño, pensativa, antes de responder con un suspiro de resignación.
—De acuerdo, eso tiene sentido. Pero... ¡yo quería subirme al deportivo! Siempre soñamos con conducir uno de esos, y ahora te conviertes en mujer y tu hermano te regala uno. ¡Es tan injusto!
Amelia dejó escapar una leve risa, aunque sus ojos permanecieron fijos en el asiento delantero. Sabía que Rosa no veía lo mismo que ella. Para Rosa, el conductor era un humano de aspecto impecable; para Amelia, era un demonio imponente cuya sola presencia hacía que el aire en el coche pareciera más denso. «¿Qué diría Rosa si viera lo que yo veo? ¿Gritaría, suplicaría salir del coche como pasó en el claro? ¿O intentaría fingir que todo está bien?» Amelia desvió la mirada hacia Lucy, sentada en el asiento delantero con una serenidad casi irritante. Tal vez sea mejor que no sepa nada. Hay suficiente caos esperándonos en la logia.
—Tendrás tu oportunidad de probarlo, Rosa. Aunque no sé si Alfonso estará dispuesto a prestártelo. —Añadió con un tono ligero, pero su mente seguía analizando cada detalle del viaje y los posibles motivos de Alfonso para hacer aquel regalo.
Rosa, ajena a las sombras que ocupaban la mente de Amelia, se inclinó hacia adelante, apoyando los codos en sus rodillas.
—Sabes, estoy de mejor humor hoy. —Declaró de repente, como si acabara de darse cuenta.
Amelia arqueó una ceja, interesada en la dirección que tomaría la conversación.
—¿Ah, sí? ¿Y a qué se debe?
—Bueno... —Rosa hizo un gesto amplio con las manos, como si estuviera abarcando todo el mundo—. ¡Al final voy a tener un hombre increíble! Puedo usar vestidos sin que nadie me mire raro, y además vosotras dos habéis hecho las paces. —Hizo una pausa y miró a Amelia con una sonrisa brillante. —Marina es el verdadero pegamento de nuestra amistad. Siempre ha estado ahí para nosotras.
Amelia sintió cómo su mandíbula se tensaba ligeramente al escuchar el nombre de Marina. Las palabras de Rosa eran un recordatorio incómodo de las verdades ocultas sobre su antigua amiga. Con un suspiro, decidió no cortar el entusiasmo de Rosa, aunque su respuesta cargaba un filo de ironía.
—Sí, claro... quitando el pequeño detalle de que es un violador de mujeres.
Rosa parpadeó, la sonrisa tambaleándose por un instante antes de recuperar su tono jovial.
—Bueno, sí, eso es... complicado. Pero de verdad creo que ha cambiado. ¿No crees? Yo he cambiado, me arrepiento de lo realizado.
Amelia la miró con escepticismo, pero antes de responder, algo en el lenguaje corporal de Rosa captó su atención.
—Supongo, yo también me arrepiento de cómo actuaba. ¿Por cierto, ha intentado algo contigo estos días? —preguntó, con su tono más serio.
Rosa bajó la mirada, jugueteando con el borde de su vestido. Tardó un momento en responder, y la vacilación en su voz era suficiente para que Amelia supiera que estaba eligiendo sus palabras con cuidado.
—Bueno... no habíamos llegado a nada serio, pero esta mañana... —Hizo una pausa, buscando las palabras adecuadas. —Si el mayordomo no hubiera entrado, tal vez habría pasado algo.
Amelia frunció el ceño, pero dejó que Rosa continuara.
—Marina estaba furiosa porque yo voy a tener un hombre increíble y tú te vas con Duncan. Creo que está celosa porque no sabe qué hacer con su propio destino. No quiere ir con ningún hombre.
Amelia dejó escapar un suspiro pesado. «Marina y su maldito orgullo... siempre resistiéndose al cambio, incluso cuando sabe que no tiene otra opción.»
—Ese es nuestro castigo, Rosa. —Dijo finalmente, tratando de sonar comprensiva pero firme. —Debemos... al menos aceptarlo.
—Lo sé. —Rosa inclinó la cabeza, adoptando un aire reflexivo antes de añadir con una sonrisa traviesa: —De todas formas, el sexo es solo diversión. —Hizo una pausa y miró a Amelia de reojo, su tono más conspirador—. Y no sé si lo has intentado, pero... ¡el orgasmo como mujer es increíble! —Rió, cubriéndose la boca con una mano mientras sus mejillas se encendían.
Amelia rodó los ojos, aunque no pudo evitar una pequeña sonrisa. La forma en que Rosa abordaba incluso los temas más complejos con su energía despreocupada siempre lograba aliviar un poco la tensión que cargaba Amelia.
Mientras Rosa seguía hablando, enumerando lo que planeaba hacer con su nueva pareja, Amelia volvió a perderse en sus pensamientos. Observó de reojo a Lucy, quien seguía sentada con una expresión inescrutable, y luego al demonio que conducía. «¿Por qué Alfonso nos envió así? ¿Es una advertencia, una señal de que incluso en esto él controla cada detalle?»
El paisaje cambió lentamente a medida que se acercaban a la logia. Los árboles altos formaban un túnel natural sobre la carretera, y el ambiente adquirió un aire solemne, casi opresivo. Rosa, sin embargo, parecía inmune a la tensión, canturreando por lo bajo mientras miraba por la ventana.
—Es demasiado corto este viaje. —comentó Rosa, suspirando con una sonrisa melancólica. —Estaba disfrutando nuestra conversación. Siento que hacía años que no hablábamos así.
Amelia la miró, algo sorprendida por su sinceridad.
—Supongo que necesitábamos un respiro antes de lo que nos espera. —respondió, su tono más suave, aunque no pudo evitar que las palabras cargaran un peso que Rosa, con su habitual alegría, parecía no notar.
El todoterreno se detuvo finalmente frente a las imponentes puertas de la logia. Rosa se enderezó en su asiento, sus ojos brillando con una mezcla de nerviosismo y emoción, mientras Amelia mantenía su expresión neutral, ya preparándose mentalmente para lo que vendría.
—Bueno, aquí estamos. —dijo Amelia, más para sí misma que para Rosa. Cuando el demonio abrió la puerta trasera, ambas bajaron del coche, listas para enfrentar lo que el destino les tenía preparado.