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Chapter 32 - 032. Un vientre para darme descendencia

El susurrador, con su habitual porte enigmático, se encontraba revisando un conjunto de papeles cuando la puerta del despacho se abrió con un crujido. Alfonso, seguido de Elías, ingresó en la estancia. Marina iba detrás, sus pasos apenas audibles sobre el suelo de madera pulida.

Jorge levantó la mirada; sus ojos afilados como cuchillas inspeccionaron a los recién llegados. Primero, Alfonso y Elías, figuras conocidas y, en el caso de Elías, indeseadas. Luego, se detuvieron en Marina. Un leve arqueo de sus cejas fue el único indicio de interés.

—Buenos días, Susurrador —saludó Alfonso con una sonrisa calculada, inclinando ligeramente la cabeza.

Jorge dejó el papel sobre la mesa de nogal oscuro con un movimiento deliberadamente lento. Sus dedos tamborilearon contra la madera antes de entrelazarse frente a él.

—Curiosas compañías —dijo finalmente, con una voz que era tanto una afirmación como un juicio. Miró a Alfonso con un brillo sarcástico en los ojos antes de enfocarse en Marina. —La chica es mona. Si lo que dices sobre su identidad anterior es cierto, será divertido romperla. Aunque… su poder mágico es muy débil.

Marina sintió un nudo en el estómago, pero mantuvo el rostro impasible. No mostraría debilidad ante estos hombres, aunque cada palabra de Jorge la hiciera desear estar en cualquier otro lugar.

Alfonso, anticipando este tipo de reacción, mantuvo la compostura. Una leve sonrisa cruzó su rostro mientras dejaba caer su carta más fuerte sobre la mesa.

—Por eso ha venido él. ¿Qué dirías si te dijéramos que podemos aumentar su poder exponencialmente?

El interés de Jorge se encendió al instante, borrando de su rostro el gesto condescendiente.

—¿Cómo?

Elías dejó que la expectación flotara en el aire antes de responder, midiendo cada palabra.

—Con sangre de otra hechicera. Cuanto más poderosa sea la donante, mayor será el incremento en su capacidad. Ya lo he probado con su amiga; será mi esposa.

Jorge ladeó la cabeza, evaluando la propuesta con un destello de incredulidad.

—¿Y qué la hace tan especial? ¿Por qué no simplemente descartar esta opción?

Alfonso sonrió con frialdad, como si la pregunta lo divirtiera.

—Sabes tan bien como yo que sin esa característica única el ritual tiene un porcentaje de éxito de cero. Los únicos desafíos serán elegir a la hechicera donante adecuada, construir su historia y asegurarnos de que sobreviva.

La indiferencia que Jorge había mostrado al principio se quebró ligeramente, dejando entrever una sombra de preocupación. Marina, hasta entonces intentando controlar su asco, sintió un escalofrío recorrer su cuerpo. Las palabras de Elías y Alfonso parecían un veredicto: no les importaba si vivía o moría. Solo era un medio para sus fines.

—¿Valdría la sangre de cualquier hechicero? —preguntó Jorge, intentando mantener el control de la conversación.

Elías negó lentamente, casi con desprecio.

—Hechicera, no hechicero. Si utilizas sangre masculina, no podríamos garantizar que conserve su forma de hembra.

La respuesta pareció incomodar a Jorge, quien desvió la mirada hacia Marina, como si analizara la situación bajo una nueva luz.

—Sabes bien por qué me la planteo como mi futura esposa —dijo Jorge, con una mezcla de autocomplacencia y cálculo.

Alfonso no pudo evitar esbozar una sonrisa burlona.

—Sí, tu problema con las hechiceras es legendario. Quizás deberías reflexionar sobre por qué no consigues enamorar a ninguna.

Jorge se encogió de hombros, ajeno al comentario. Su tono adquirió un matiz condescendiente.

—Es porque no entienden lo que es mejor para ellas. Una hechicera debe quedarse en casa, criando a sus hijos y dejándonos a nosotros la política y los negocios. Pero eso no significa que esta muchacha no tenga potencial... con el enfoque adecuado.

Alfonso y Elías miraron a Marina. Ambos tenían motivos para despreciarla: Elías no había perdonado lo sucedido con Martín, y Alfonso aún guardaba rencor por lo ocurrido con Amelia. Sin embargo, en este momento, ambos parecían compartir una lástima tácita hacia ella. Marina, aunque aterrorizada, levantó la barbilla y les dedicó una sonrisa desafiante, negándose a mostrar su miedo.

—Haced lo que queráis conmigo. Pero cuando tenga el poder, no podréis contenerme.

En cuanto las palabras salieron de su boca, supo que había cometido un error. Jorge rió con un brillo perverso en los ojos.

—Me gusta. Una tigresa salvaje que necesita ser domesticada.

Marina se esforzó por mantener la calma cuando Jorge se inclinó hacia ella.

—Sé sumisa. Compláceme en la cama, dame hijos fuertes, cuida la casa. Si cumples con eso, no te faltará nada. Incluso podrás ir a tomar el té con tus amigas.

Marina apretó los dientes, conteniendo su ira. Respiró hondo antes de responder con frialdad calculada.

—¿Y si no me conformo con eso? Soy abogada, o al menos lo era. Quizás pueda ayudarte fuera de casa. Puedo supervisar tus contratos y asegurarme de que todo sea legal. Así me sentiré más cerca de ti. Mis intereses serían los mismos que los tuyos.

Jorge alzó una ceja, sorprendido por la audacia de Marina. Por un instante, pareció considerar su oferta.

—¿Un trato, entonces? —preguntó, con una frialdad que no logró ocultar del todo su admiración. —Tengo una empresa, pero no lo suficientemente grande como para competir con los otros hechiceros. Y tendrás que estudiar magia, aunque sea lo básico. Archivista, ¿puedes conseguir un grimorio especializado?

Elías asintió, aunque sin disimular su escepticismo.

—Sí, pero no puede enseñarle magia. Eso lo sabes tan bien como yo.

—No te preocupes por eso —respondió Jorge, volviéndose hacia Alfonso y Elías. —Cuando consigan todo lo necesario, contacten conmigo. Marina se queda conmigo.

Ambos hombres intercambiaron una mirada, conscientes de que este acuerdo los unía más de lo que deseaban admitir. Jorge, sin embargo, parecía satisfecho. Con un trato cerrado, Marina quedaba protegida por su posición y, aunque la lucha por el poder de la logia continuaba, ahora tenía una ligera ventaja.

Cuando Alfonso y Elías se despidieron, Marina se quedó sola con Jorge. Aunque la situación parecía haberse estabilizado, ella sabía que este nuevo vínculo estaba plagado de riesgos. Por ahora, su única opción era esperar y jugar sus cartas con cuidado.

Marina se encontró sola frente a Jorge, y por primera vez, sintió que su resistencia pendía de un hilo. Cada nueva mano en la que caía parecía más cruel, más implacable que la anterior. Jorge, con una postura tranquila y una mirada afilada, parecía disfrutar del juego de su dominio.

—Señor, en cuanto a lo de servirle en la cama... —Marina dejó la frase colgando, sus palabras medidas para intentar recuperar algo de control, aunque fuera ilusorio.

Jorge dejó escapar una risa seca, carente de emoción. Dio un paso hacia ella, reduciendo la distancia con una calma intimidante.

—Eso no está en discusión. Lo harás, te guste o no. —Sus palabras eran un látigo, crudas y contundentes. —No me temblará la mano en usar la fuerza o la magia para doblegarte. Si quieres llorar mientras lo haces, adelante, pero será mejor para ambos si cooperas desde el principio.

Marina tragó saliva, sintiendo cómo su último refugio de dignidad se tambaleaba. La amenaza era clara, pero no se dejó intimidar por completo. Su mente trabajaba a toda velocidad, buscando una rendija en la armadura de Jorge, una forma de torcer las reglas de este macabro juego.

—Si tanto te interesa mi cooperación, tal vez podrías ganarte algo más que mi obediencia. Podría ser útil para ti. ¿Qué ganas con una mujer rota y resentida?

Jorge alzó una ceja, intrigado por su desafío. Su mirada evaluadora la recorrió de arriba abajo como si estuviera calculando el peso de su valor.

—Ya tengo lo que necesito de ti: un vientre para darme descendencia y una presencia dócil para mi reputación. ¿Qué más podrías ofrecerme?

Marina apretó los dientes; sus ojos se encontraron con los de Jorge en un duelo silencioso. No permitiría que la redujera a una simple herramienta.

—Podrías tener una aliada en lugar de una esclava. Sé que no confías en Alfonso ni en Elías. Ambos tienen motivos para traicionarte si se les da la oportunidad. Yo no tengo a dónde ir, pero puedo ser tus ojos y oídos, alguien que te respalde sin reservas.

Jorge rió, pero no era una risa amable; era gélida, calculadora.

—¿Aliada? No te sobrevalores. No eres más que una ficha en el tablero, Marina. Una ficha que yo puedo mover a mi antojo. ¿Por qué habría de confiar en una mujer que ha traicionado a todos los que alguna vez confiaron en ella?

El rostro de Marina se endureció, pero su tono se mantuvo firme.

—Porque soy práctica. Porque sé que, si me destruyes, perderás más de lo que ganas. Soy ambiciosa, sí, y también lo suficientemente lista como para saber cuándo alinearme con el ganador.

Jorge se inclinó ligeramente, su rostro a pocos centímetros del de Marina. Su mirada era un abismo helado.

—¿Y qué me dice eso de ti, Marina? Que eres desleal, que te venderías al mejor postor si la oportunidad se presentara. Pero te concedo algo... tienes agallas. —Su tono se volvió aún más frío, como el filo de una cuchilla. —Si quieres ganarte un lugar a mi lado que no sea el lecho, te costará demostrar tu valía. Pero no confundas esto con una concesión. Sigo siendo el amo aquí.

El aire en la habitación parecía haberse vuelto sólido, denso, como si cada palabra de Jorge se estrellara contra Marina con el peso de una sentencia ineludible. Pero ella no se quebró. Sus ojos, aunque oscurecidos por el miedo, brillaban con una chispa de desafío, una resistencia que no estaba dispuesta a ceder.

—¿Por qué te odian Alfonso y Elías? —preguntó Jorge, rompiendo el silencio con una frialdad cortante. Sus palabras, más que una pregunta, eran una orden.

Marina respiró hondo, consciente de que no podía seguir evitando la verdad. Pero si iba a exponer sus actos, lo haría en sus propios términos, mostrando su inteligencia y control sobre cada situación. Bajó la mirada, pero no en un gesto de sumisión, sino de cálculo, dejando que el momento se alargara para calibrar sus palabras.

—No es odio, es envidia —dijo finalmente, con un tono que apenas disimulaba su orgullo. —Envidia de lo fácil que me resulta estar por encima de los demás, incluso cuando no se dan cuenta.

Jorge la observaba, inmóvil, su mirada fría clavándose en ella como una daga.

—Continúa —ordenó, su paciencia al borde de agotarse.

Marina levantó la vista, sus ojos brillando con un destello cruel, como si se deleitara en recordar cada uno de sus actos.

—Roberto y María... eran simples juguetes para mí. —Su voz era suave, casi un susurro, pero sus palabras cortaban como vidrio. —¿Crees que era difícil? Unas gotas en sus bebidas, una sonrisa en el momento justo, y ya los tenía donde quería. Roberto era un iluso; bastaba con inflar su ego para que se tragara cualquier excusa. Y María... bueno, María siempre fue más débil de lo que le gustaba admitir. La arrastraba a donde yo quería con unas palabras dulces y una mirada compasiva. Drogarlos era casi innecesario, pero... facilitaba las cosas. Me ahorraba el esfuerzo de lidiar con sus quejas, al no recordad al día siguiente.

Jorge arqueó una ceja, con su expresión inmutable, pero en sus ojos se percibía un destello de desprecio.

—¿Y cuántas veces lo hiciste? —preguntó con un tono que denotaba más curiosidad que indignación.

Marina esbozó una sonrisa que no alcanzó sus ojos.

—Doce. —Lo dijo sin un atisbo de vergüenza, como si estuviera enumerando logros y no confesando actos atroces. —Tomé a María frente a Roberto más veces de las que puedo contar, y nunca se enteraron. Él estaba demasiado ocupado siendo un idiota crédulo, y ella... bueno, no creo que siquiera recuerde la mitad de las veces. Para mí, eran juguetes. Útiles, pero desechables.

Un silencio helado se instaló en la sala, pero Marina no había terminado. Sus labios se curvaron en una mueca que mezclaba desprecio y orgullo.

—Y luego estaba Martín. —Su voz bajó, cargada de una oscuridad aún más profunda. —¿Sabías que le encantaba vestirse como mujer en secreto? Era patético. Lo encontré una noche de Halloween, disfrazado de vampira sexy, y no pude resistirme. Lo drogué y me divertí un poco. Fue la primera, pero no la única vez. Era tan fácil... tan patéticamente fácil. Nunca he sentido atracción por los hombres, pero el morbo de verlo tan vulnerable, tan humillado, era... irresistible.

Jorge entrecerró los ojos, su rostro una máscara de desdén contenido.

—¿Eso es todo? —preguntó, aunque la respuesta parecía innecesaria.

Marina se encogió de hombros, como si no entendiera el punto de la pregunta.

—Hubo más ocasiones como he dicho. Incluso consideré grabarlo, para reírme después. Martín no era más que un medio para satisfacer mi aburrimiento, una distracción. Como todos ellos. Ninguno era digno de más.

El desprecio en los ojos de Jorge era palpable, pero no perdió la compostura. Se inclinó hacia Marina, su voz reducida a un murmullo helado.

—Con amigos como tú, uno no necesita enemigos. —Las palabras salieron como un veneno lento, cada sílaba cargada de desdén. —Y me pides que confíe en ti. Me pregunto, Marina, ¿qué harías si tuvieras la oportunidad de traicionarme?

Marina sostuvo su mirada, su sonrisa desvaneciéndose en una línea dura.

—No me interesa traicionarte, Jorge. No porque me importe, sino porque soy práctica. Tú tienes el poder ahora, y yo sé cómo sobrevivir. Si eso significa estar de tu lado, entonces lo estaré. Pero si alguna vez te vuelves irrelevante... —Hizo una pausa, dejando que sus palabras flotaran en el aire, antes de añadir con una sonrisa fría—, bueno, digamos que sabré adaptarme.

El silencio que siguió fue pesado, cargado de una tensión que parecía a punto de romperse. Jorge se enderezó lentamente, sus ojos nunca apartándose de ella.

—Eres una criatura repugnante, Marina —declaró con una frialdad que caló hasta los huesos—. Pero al menos no escondes lo que eres. Quizás eso sea lo único que respeto de ti. Pero no confundas eso con confianza.

El peso de su juicio parecía hundirla, pero Marina no mostró ni un ápice de arrepentimiento. Para ella, esto no era una confesión. Era una declaración de su capacidad para sobrevivir, a cualquier precio.

—No busco tu confianza. Busco sobrevivir —respondió Marina con una dureza que sorprendió incluso a Jorge.

Él soltó un suspiro exasperado, como si estuviera hablando con una niña testaruda.

—Sobrevivir, ¿eh? Muy bien, Marina. Vas a expiar cada uno de esos pecados. Y te advierto, si haces algo contra tus supuestas amigas o cualquiera de los míos, lo que vivas esta noche te parecerá un paraíso.

Marina sintió cómo su resistencia se desmoronaba poco a poco, pero no dejaría que él lo viera. Se abrazó a sí misma, intentando aferrarse a la última chispa de rebeldía que aún ardía en su interior.

—No te desesperes, Marina. —Jorge se acercó, inclinándose sobre ella hasta que su sombra la envolvió. —Si eres obediente, no tendrás que preocuparte. Sé sumisa, contentame en la cama, dame hijos fuertes y... quién sabe. Tal vez un día te permita sentir que tienes algo de libertad.

Marina levantó la mirada, sus ojos destellando con una furia contenida.

—Y si me entrego esta noche sin resistencia... —Su voz era apenas un susurro, pero cada palabra estaba cargada de veneno. —¿Serás delicado?

La risa de Jorge fue cruel, casi burlona.

—Eso dependerá de ti, Marina. —Se incorporó, mirándola desde arriba como si fuera una presa ya atrapada. —Y de lo rápido que aprendas a obedecer.

Sin decir más, Jorge se dio la vuelta y se dirigió a la puerta.

—Prepárate. Hoy empezaremos a construir tu futuro. Y créeme, Marina, será exactamente como yo lo quiera.

Marina obedeció, aunque con movimientos lentos, tratando de conservar al menos un atisbo de control. Su mente seguía buscando una forma de torcer la situación a su favor, de arrancar algún pequeño beneficio que la ayudara a sobrevivir en este nuevo mundo que parecía cerrarse a su alrededor.

—Vamos a salir —anunció Jorge mientras ajustaba los puños de su chaqueta con deliberada calma.

Marina parpadeó, sorprendida.

—¿Salir? ¿Adónde?

Jorge la miró de reojo, una sonrisa burlona curvando sus labios.

—Si vas a vivir bajo mi techo y a cumplir mis expectativas, necesitarás más que esa ropa desgastada. Vamos a conseguirte algo adecuado. Y también algunos instrumentos básicos para que hagas tu trabajo como abogada. No quiero excusas.

La elección de palabras era clara: no era un acto de generosidad, sino una inversión calculada. Marina comprendió que incluso este gesto, que podría parecer amable, era otra manera de imponer su control. Pero decidió aprovechar la oportunidad.

—Un teléfono y un portátil decentes me vendrían bien —dijo con cuidado, tratando de que su tono sonara práctico y no suplicante. —Si voy a ayudarte con tus asuntos, necesitaré estar conectada y organizada.

Jorge detuvo su marcha y la miró, evaluándola con el mismo desdén que antes.

—¿Eso crees? —preguntó con un deje de burla. —¿Por qué debería darte herramientas que podrías usar en mi contra?

Marina mantuvo su postura, obligándose a mantener la mirada fija en él. Sabía que tenía que medir sus palabras con precisión.

—Porque si me das herramientas inadecuadas, solo perderás tiempo y dinero. Un buen abogado necesita los recursos correctos, y estoy dispuesta a demostrarte que puedo ser útil. Además —añadió con una leve sonrisa desafiante—, no tendré motivos para usarlas en tu contra si me tratas como una aliada y no como una prisionera.

Jorge la observó durante un largo segundo, su expresión completamente inescrutable. Luego soltó un suspiro teatral.

—Muy bien. Un teléfono y un portátil decentes, pero nada que no pueda controlar. No confío en ti, Marina, pero sí en mi capacidad para mantenerte bajo control.

Marina asintió, reprimiendo una sonrisa de triunfo. Era un paso pequeño, pero un paso al fin y al cabo.

—Gracias —dijo con un tono neutro, pero no añadió nada más. Sabía que mostrar demasiada satisfacción podría arruinar el momento.

El coche de Jorge se detuvo frente a una boutique de alta gama, donde el vidrio reluciente y los maniquíes impecables dejaban en claro que este no era un lugar para quienes buscaban gangas. Marina bajó del coche con un nudo en el estómago, consciente de que cada prenda que eligiera sería otra excusa para que Jorge reforzara su control sobre ella.

—No te preocupes por el precio —dijo Jorge con indiferencia mientras avanzaban hacia la entrada—. Prefiero que vistas bien, incluso si me cuesta un poco más. Representas mi nombre ahora.

Marina tuvo que contener una respuesta mordaz. En lugar de eso, respiró hondo y entró tras él. Mientras elegía prendas, optó por un enfoque estratégico: piezas prácticas que pudiera usar tanto para el trabajo como para el día a día, y solo un par de conjuntos más elegantes para situaciones específicas. Era una forma sutil de resistir; no permitiría que la redujera a un simple adorno.

—¿Eso es todo? —preguntó Jorge, con un gesto hacia las prendas seleccionadas. —Esperaba algo más... atrevido.

—Estoy aquí para ayudarte, no para desfilar —respondió Marina con un tono neutral, aunque sus palabras llevaban una carga implícita de desafío.

Jorge sonrió, aunque sus ojos reflejaban una advertencia silenciosa.

—Eres inteligente, Marina. Pero no olvides quién toma las decisiones aquí.—Sin pestañear eligió varios conjuntos de lencería extremadamente sexy, así como camisones donde poco se dejaba a la imaginación.

Cuando salieron de la tienda, Marina sostenía varias bolsas, cada una un recordatorio tangible del equilibrio precario en el que se encontraba. El siguiente destino fue el departamento de tecnología de su empresa, donde Jorge supervisó la asignación de un portátil y un teléfono, asegurándose de que ambos dispositivos fueran configurados bajo sus especificaciones. La vigilancia era clara: cualquier libertad que le otorgara sería bajo su propio término.

Al final del día, Marina se sentía agotada, no por el esfuerzo físico, sino por la constante batalla mental que había librado en cada interacción. Jorge, por su parte, parecía satisfecho.

—Tienes todo lo que necesitas —dijo mientras subían al coche. —Espero que no me des razones para arrepentirme de esto.

Marina no respondió, pero en su mente ya comenzaba a trazar el próximo movimiento en su lucha por encontrar una ventaja en este cruel juego de poder.