De día, la sede de la logia no perdía un ápice de su encanto. Tal vez era la ausencia del carruaje de caballos o el aire del siglo XXI lo que quitaba algo de su magia, pero el lugar seguía siendo una joya del neoclasicismo. Dos sirvientes emergieron de las puertas principales, sus movimientos precisos como si fueran autómatas bien entrenados. Según quién los mirara, podían parecer dos humanos impecables o dos demonios con pieles prestadas.
—Hola, mi nombre es...
—Ya sabemos quiénes son. Señorita Contreras, debe seguirme.
Amelia sonrió, inclinando la cabeza con una reverencia contenida. Luego, se volvió hacia Rosa y la abrazó con fuerza.
—En cuanto tengas un teléfono, escríbeme. Intentaremos vernos al menos un par de veces a la semana. —Sus palabras eran firmes, pero sus ojos brillaban con una lágrima que apenas contenía.
Rosa le devolvió el abrazo, con una voz que intentaba transmitir calma. —Estaré bien, no te preocupes. Elías es un buen hombre, estoy segura. Y no puede ser peor que lo que me esperaba con la señora Montalbán.
Amelia asintió lentamente, secándose una lágrima que había escapado. Finalmente, giró sobre sus talones y siguió al sirviente a través de un laberinto de pasillos. Cada rincón de la mansión parecía diseñado para intimidar: paredes adornadas con tapices antiguos, candelabros colgando como testigos silenciosos y escaleras de mármol que resonaban con cada paso.
Su guía no era un humano. La criatura que lideraba el camino tenía patas de cabra cubiertas de pelaje negro, una cola larga que se movía como un metrónomo y un torso femenino de piel rojiza. La cabeza era la de una mujer hermosa, pero con cuernos en espiral como los de un carnero. Desnuda y con una comodidad inquietante en su estado, la criatura no parecía molestarse por su apariencia.
Amelia no pudo evitar preguntarse cómo la vería Rosa. Ella solo veía el reflejo de una naturaleza dual que la hacía sentir una mezcla de fascinación y repulsión.
Finalmente, llegaron a una puerta imponente. La demonio señaló con una garra y Amelia, tras lanzar un suspiro, llamó con cautela. Una voz firme respondió desde dentro.
—Adelante.
El despacho era un monumento al poder. Las paredes revestidas de madera oscura estaban cubiertas por estanterías repletas de grimorios y reliquias. La mesa central, tallada en madera negra con vetas doradas, estaba decorada con símbolos arcanos que parecían cobrar vida bajo la luz que se filtraba a través de un ventanal de cristales tintados. Las sombras jugaban en la sala como si fueran entidades con voluntad propia.
En las esquinas, figuras demoníacas talladas en mármol parecían observar a Amelia con ojos inertes, pero penetrantes. En el escritorio descansaba una pluma antigua junto a un tintero de obsidiana y un relicario con una gema pulsante que parecía guardar secretos oscuros.
José Ramón, el arcanista supremo, no estaba tras el escritorio. En lugar de eso, estaba en un sofá orejero de terciopelo rojo. Su cabello gris brillaba bajo la luz del ventanal, otorgándole un aire de realeza sombría. Sus ojos grises, normalmente fríos, se iluminaron al ver a Amelia.
—Mi preciosa gatita, ya llegaste. —Su tono era suave, casi paternal, mientras se levantaba y la observaba con una mirada evaluadora. —En la logia vestirás con ese traje. —Señaló una bolsa que reposaba sobre el escritorio. —Mandaré un par más a la mansión Contreras. Ahora cámbiate.
Amelia miró la bolsa con desconfianza, extrayendo un vestido de terciopelo negro con un escote cuadrado algo bajo, mangas largas y un corte que terminaba a media pierna. Una capa del mismo material, con capucha y un broche que lucía un escudo de armas en relieve, completaba el conjunto.
—¿Dónde puedo cambiarme? —preguntó, insegura.
—Aquí mismo. Acostúmbrate a mostrar tu cuerpo; no tienes nada de lo que avergonzarte. En algunos rituales, deberás estar incluso desnuda.
Amelia buscó a Lucy, su guardiana, y esta asintió en silencio. Resignada, comenzó a cambiarse sin apartar la vista de José Ramón, quien la observaba con un interés clínico, como si evaluara una obra de arte.
Cuando terminó, el arcanista se levantó, acercándose para inspeccionar el resultado. —Es el escudo de mi familia. Ahora eres mía, gatita. —Su tono era de satisfacción contenida mientras rodeaba a Amelia como un escultor admirando su creación. Finalmente, regresó a su asiento. —Siéntate en mi regazo.
El Arcanista pasó su brazo izquierdo alrededor de la cintura de Amelia, envolviéndola con una seguridad que se sentía tanto protectora como inquietante. Su mano derecha descansó sobre sus piernas, cerca de la rodilla, y comenzó a acariciarlas con movimientos suaves y rítmicos. Amelia, incómoda, colocó sus propias manos sobre su falda, entrelazando los dedos en un gesto defensivo, como si quisiera cortar cualquier intento de que la mano de José Ramón subiera más. Su mente no podía decidir si aquel gesto era un simple acto de afecto o si escondía algo más vicioso bajo la superficie.
José Ramón pareció notar su tensión. Sus ojos grises se suavizaron, y una pequeña sonrisa apareció en su rostro. —Tranquila, gatita —dijo, con una voz tan cálida como una caricia—. Ya te dije que podrías ser mi hija, incluso mi nieta. Si te he pedido que te sientes en mi regazo, es para crear cercanía. Si te hiciera sentar en el suelo o nos colocáramos en el escritorio, ¿crees que esta conversación sería igual de personal?
Las palabras del Arcanista resonaron en la mente de Amelia. Quería creerle, necesitaba creerle. Relajó un poco la postura y dejó caer las manos, aunque no pudo evitar mantener los dedos cruzados sobre sus propias piernas, como si esa simple acción pudiera protegerla. Aun así, algo en el tono de su maestro comenzaba a disipar el nudo en su pecho.
—Quiero que confíes en mí, Amelia. Para mí es vital que mi discípula tenga una confianza ciega en su maestro. Sin eso, no podemos avanzar. ¿Crees que podrías confiar en mí de esa manera? —La intensidad en su mirada era desconcertante, pero no agresiva. Más bien transmitía una mezcla de expectativa y esperanza.
Amelia meditó sus palabras, evaluando al hombre que tenía frente a ella. José Ramón no parecía alguien cruel, ni tampoco le había dado motivos para temerlo hasta ahora. Cualquier otra persona, en su posición, podría haber decidido su muerte sin pestañear, pero él no solo había salvado su vida, sino que la había acogido como su discípula. Aun así, la idea de una confianza ciega le resultaba difícil de aceptar.
—La confianza ciega hay que ganársela, maestro —respondió con sinceridad—, pero puedo decir que, hasta ahora, no me has dado razones para desconfiar. Podrías haberme dejado morir o expulsado, pero me has acogido. Entiendo que ser tu discípula es un gran honor. ¿Por qué me has elegido?
El Arcanista asintió, como si hubiera esperado esa respuesta. Retiró la mano de su rodilla, posando la mano sobre el reposabrazos del sillón.
—Pocos lo recuerdan, pero Inmaculada también fue mi discípula. Era una gatita revoltosa y traviesa, aunque la acogí cuando era mucho más joven que tú. Tenía apenas doce años. —José Ramón hizo una pausa, sus ojos perdiéndose en un recuerdo distante. —No podía hacerle daño a mi pequeña gatita traviesa. Y no puedo hacerlo ahora, contigo. La sangre de Inmaculada fluye en tus venas, Amelia.
La revelación golpeó a Amelia como una ráfaga de viento helado. —¿Su sangre? —preguntó, parpadeando con incredulidad. —Ella no es mi familia. No puedo ser su sangre.
José Ramón volvió a acariciar suavemente su cabeza, como si intentara calmar sus pensamientos desordenados. —Tal vez no lo seas de nacimiento, pero ahora llevas parte de ella dentro de ti. ¿No te contó de quién era la sangre usada en tu ritual de conversión?
Amelia recordó aquel momento con un escalofrío. Inmaculada le había mencionado que había usado su propia sangre, alegando que era algo especial. Ahora entendía la verdadera implicación de ese acto.
—Esa sangre en la que se bañó la babosa ahora fluye en tus venas, gatita. Es un vínculo mágico y genético. Por lo general, solo aquellos con los genes adecuados pueden convertirse en brujos. La babosa amplifica ese poder, pero su uso es tan arriesgado que pocos se atreven a emplearla. La mayoría de las veces, resulta en la muerte. Sin embargo, mi anterior gatita descubrió una manera de usarlas con un éxito mucho mayor.
Amelia sintió que su mente daba vueltas. Todo lo que estaba escuchando era demasiado. El hecho de estar ahora mágicamente ligada a Inmaculada no solo complicaba su relación con ella, sino que también ponía en duda su compromiso con Duncan. Ambos compartían, en cierto modo, la sangre de Inmaculada y Alfonso. ¿Qué significaba eso para su futuro?
—No te preocupes, gatita. No es como te lo imaginas. No eres realmente hermana de Duncan, aunque ambos llevéis ahora un vínculo común. Podríamos decir que sois... primos, o algo parecido. Tal vez tío y sobrina, si queremos hilar fino. —José Ramón rió suavemente, como si el tema fuera una broma ligera.
Amelia no compartía su humor. Aunque intentara racionalizarlo, la idea de comprometerse con alguien que ahora era, en cierto modo, un pariente, le resultaba repulsiva.
—Pero no le des demasiada importancia a esos lazos. No tengo pruebas concluyentes de que las babosas manipulen el genoma hasta ese nivel. Ni siquiera mi anterior gatita lo sabe con certeza, y eso que es la experta en estas criaturas. —José Ramón la miró con una mezcla de ternura y gravedad. —Lo que importa es que ahora eres una bruja, Amelia. Tienes un poder que muy pocos poseen. Y yo me aseguraré de que sepas usarlo.
Amelia lo miró fijamente, tratando de encontrar algo en su rostro que contradijera sus palabras. Pero todo lo que encontró fue una determinación tranquila. Quizás, pensó, debía permitir que él guiara su camino. Por ahora, no tenía otra opción. Las palabras "primos" y "tío y sobrina" resonaban en su cabeza como un eco, y no podía evitar sentir una punzada de repulsión. Sin embargo, José Ramón parecía tranquilo, como si aquello no tuviera mayor importancia. Su mano volvió a posarse sobre sus piernas, firme pero sin mostrar ningún atisbo de deseo.
—¿Entonces, soy una bruja ahora? —preguntó finalmente, su voz cargada de una mezcla de incredulidad y curiosidad.
José Ramón soltó una risa suave, casi paternal. —Sí, gatita. No solo tienes el potencial, sino que la sangre que fluye en tus venas ha amplificado tus habilidades mágicas. Aunque necesitarás entrenamiento para dominar tus poderes. No esperes lanzar hechizos de inmediato. Serás como una cría que apenas aprende a caminar.
—¿Y tú serás quien me enseñe? —Amelia alzó la vista, buscando en su rostro una confirmación.
—Por supuesto. Serás mi última discípula, y me aseguraré de que seas la mejor. —José Ramón desvió la mirada hacia el ventanal, como si sus pensamientos viajaran a otro tiempo. —No me queda tanto tiempo, Amelia. Quiero legar todo lo que sé a alguien digno, alguien que pueda usar este conocimiento para protegerse y proteger a quienes le importan. Y esa persona eres tú.
Amelia se quedó en silencio, sorprendida por el peso de sus palabras. Era difícil imaginar a aquel hombre imponente y seguro de sí mismo pensando en su propia mortalidad. Pero algo en su tono la hizo darse cuenta de que hablaba con sinceridad.
—Gracias, maestro. No sé si soy digna de este honor, pero haré todo lo posible por no decepcionarte. —Amelia inclinó la cabeza ligeramente, un gesto humilde que no pasó desapercibido para José Ramón.
—Lo sé, gatita. Por eso te elegí. Ahora, antes de que sigamos con tus lecciones, hay algo que quiero dejar claro. —El tono de José Ramón se volvió más serio mientras sus ojos grises se clavaban en los de Amelia. —Tu promesa con Duncan es una cuestión mágica. No tienes por qué temerlo. Si en algún momento sientes que no es adecuado para ti, buscaremos una solución. Pero debes recordar que, dentro de la logia, las alianzas matrimoniales son herramientas tan importantes como cualquier hechizo. Si ambos progenitores son brujos, sus hijos serán aún más poderosos.
Amelia asintió lentamente, aunque no podía evitar sentirse atrapada. La idea de un matrimonio político con alguien que ahora era su "pariente" la llenaba de incomodidad. Pero al mismo tiempo, no podía ignorar que este mundo tenía reglas distintas a las que ella conocía. Reglas que ahora debía aprender y, posiblemente, aceptar. Además, María se había sacrificado por ella.
—Lo entiendo, maestro. Pero necesito tiempo para... acostumbrarme. Todo esto es demasiado nuevo. —Su voz era honesta, casi vulnerable.
José Ramón sonrió levemente y le acarició la cabeza con suavidad, como un gesto de consuelo. —Por supuesto, gatita. Tómate el tiempo que necesites. Aquí estarás segura. Y, mientras tanto, nos enfocaremos en tu entrenamiento. Cuando estés lista, el mundo será tuyo para reclamar.
Amelia sintió un leve alivio, aunque la presión seguía pesando en su pecho. No estaba segura de qué significaba "estar lista", pero una cosa era clara: su vida jamás volvería a ser la misma.
José Ramón palmeó su pierna para indicar que se levantara y esta se levantó con tranquilidad. Había entrado asustada, sintió incluso temor a ser obligada a hacer algo sexual, pero salía reconfortada.
—Eso es todo por hoy, gatita. Lee este libro. —Dijo, tendiéndole el libro que había tenido cuando entró ella. —Mañana comenzaremos con tu primera lección. Yo seré más que tu maestro; seré tu guía.
Amelia asintió y salió del despacho, sus pasos resonando suavemente en el suelo de mármol. Mientras caminaba por los pasillos de la mansión, su mente seguía dando vueltas a todo lo que había escuchado. No podía evitar preguntarse cuánto de lo que le había contado José Ramón era cierto y cuánto era solo una parte de un juego más grande.
Pero si algo había aprendido hasta ahora, era que, en este mundo, la verdad siempre tenía capas que debía descubrir por sí misma.