Al abrir los ojos, Amelia notó al pie de su cama la figura del familiar de su hermano, una presencia que, tras tantos años, se había vuelto extrañamente reconfortante. Este hizo una señal y su hermano se acercó acompañado de Duncan, Rosa y Marina.
—¿Cómo te sientes, Amelia? —preguntó Alfonso con un tono de sincera preocupación mientras se sentaba junto a ella en la cama. —¿Qué recuerdas?
La pregunta la pilló desprevenida. ¿Por qué le hacía esa pregunta su hermano?
—Diría que todo. Desde nuestra infancia, el fallecimiento de mamá y papá... y cómo, cuando supiste que Inmaculada me tenía prisionera, me abandonaste en sus manos. —El reproche en su voz era inconfundible, cargado de amargura y decepción.
Lucy sonrió ante las palabras de Amelia. Los fantasmas y demonios como ella no eran afectados por el poder del tejedor; las mentiras se limitaban al plano de los mortales. Aun así, decidió guardar el secreto: Alfonso había anhelado tener una hermana, y ahora la tenía.
—¿Y por qué te secuestraron los hombres de Inma? —La mirada inquisitiva de su hermano le hizo entender por dónde iban las cosas.
—Tranquilo, no he olvidado nada. Sé que fui hombre y que Duncan era mujer. Pero lo que no entiendo es por qué no me sacaste antes de las garras de Inmaculada. —Amelia estaba muy enfadada con su hermano por no haberla rescatado antes, aun sabiendo que se encontraba en manos de Inmaculada.
Alfonso meditó las palabras de Amelia; algo no cuadraba. Se suponía que a ella le habían borrado y reescrito todos sus recuerdos. ¿Por qué seguía teniendo todos los recuerdos intactos? Fue su familiar quien le dio la respuesta. "Amelia no es tu hermana, aunque así lo pediste." La voz gutural de su familiar resonó en su mente, como un eco profundo nacido de las entrañas de una tubería oxidada.
Entonces Alfonso comprendió. Todos sus recuerdos juntos eran falsos, aun sintiéndose extremadamente reales. El tejedor y la exploradora habían realizado un trabajo magnífico, dándole una hermana encantadora. No haría nada por destrozar esa fantasía.
—No puedo pelearme con Inma, siempre la he querido. Por eso he aceptado compartir el castigo con ella. ¿Me perdonarás?
Amelia miró hacia Lucy, su confidente, su amiga. Esta le sonrió y asintió para indicarle que le perdonara. Amelia volvió a mirar hacia su hermano.
—Siempre serás mi hermano. —Tras estas palabras sonrió, cogiéndole las manos. —Nada puede cambiar eso, pero no vuelvas a abandonarme.
Alfonso asintió agradecido y se levantó. —Te dejo con ellos; tengo trabajo pendiente. Si necesitas algo, no dudes en buscarme. Y sobre tu aprendizaje... solo espero que no estés entrando directamente en la boca del lobo.
Amelia observó cómo su hermano salía de la habitación, cruzándose en el camino con Rosa y Marina, que permanecían cerca de la puerta de la habitación, intentando mantener la mayor distancia posible de Amelia. Su mirada se desplazó hacia el lado izquierdo de la cama, donde Duncan estaba sentado. Su expresión era seria, casi impenetrable, como si estuviera debatiéndose entre lo que quería decir y lo que debía callar.
El silencio entre ambos era espeso, cargado de emociones contenidas. Amelia mantenía la mirada fija en Duncan, desafiante, mientras este parecía buscar las palabras adecuadas para romper esa barrera invisible que se había levantado entre ellos. Finalmente, fue Duncan quien habló, aunque con una voz más débil de lo que había planeado.
—Te debo una explicación… y una disculpa —dijo al fin, con un tono que intentaba ser firme, pero que apenas disfrazaba su incomodidad.
Amelia no parpadeó, ni siquiera respondió. Su expresión era impenetrable, pero su mandíbula apretada y la manera en que sus dedos se crispaban sobre las sábanas delataban lo que realmente sentía. No quería una explicación, y mucho menos una disculpa. Había sido infiel, y para colmo la había golpeado por intentar salvar su propia dignidad. Su rabia hervía bajo la superficie, una tormenta que amenazaba con desbordarse.
Duncan respiró hondo, reuniendo valor antes de continuar.
—Amelia, te vuelvo a pedir disculpas por haberte golpeado. Nunca volverá a pasar. Aún no me acostumbro a la fuerza de este cuerpo.
La sonrisa que Amelia le dedicó no fue amable. Era una sonrisa fría, cargada de sarcasmo, que dejó helado a Duncan. Aquellas palabras, lejos de calmarla, avivaron el fuego que ardía en su interior.
—¿Así que eso es lo que te preocupa? —dijo con voz cortante, inclinándose ligeramente hacia él. —¿Que no supiste controlar la fuerza? ¿Y qué, la próxima vez tratarás de golpearme con menos intensidad?
Su tono se volvió más punzante con cada palabra, hasta que el sarcasmo dejó paso a un reproche abierto.
—Muchas gracias por tu consideración, Duncan. De verdad, estoy conmovida por tu nobleza.
Duncan bajó la cabeza, avergonzado. No había querido decir eso, pero cada palabra suya parecía empeorar las cosas. Intentó calmarse, respirando profundamente, pero notaba cómo la ira seguía latente, casi incontrolable, como si el nuevo cuerpo que habitaba amplificara sus emociones.
—Tienes razón. No debí usar la violencia, y no volveré a hacerlo. No puedo cambiar lo que hice, pero sí puedo pedirte perdón de verdad. —Su voz bajó un poco, intentando sonar sincera. —Y sobre lo de la supuesta infidelidad...
El grito de Amelia lo interrumpió antes de que pudiera continuar.
—¡¿Infidelidad supuesta?! ¡Te acostaste con mis dos amigas! ¡No fue un beso borracho, Duncan, te las follaste! ¡A las dos! —El eco de sus palabras pareció resonar en la habitación, cargado de ira y frustración.
El rostro de Duncan palideció. Levantó las manos en un gesto de defensa, intentando calmarla.
—¡No, no lo hice! Eso es lo que quiero explicarte.
Amelia lo miró con incredulidad, sus ojos brillando de rabia contenida. Inmediatamente giró la cabeza hacia Rosa y Marina, que estaban de pie al fondo de la habitación, incómodas y temblorosas bajo el peso de su mirada. En ese momento, lo único que Amelia quería era saltar sobre ellas.
—No las toqué de verdad —repitió Duncan, hablando rápido, intentando que ella lo escuchara. —Mi hermana lo planeó. Quería que "aprendiera" con ellas. Aún sentía rencor hacia Diego, y pedí que trajeran a Marina. Pensaba vengarme, sí, pero cuando la tuve delante... no pude. Todo lo que podía pensar era en ti.
Amelia lo fulminó con la mirada, pero no dijo nada, esperando más explicaciones.
—Entonces llamé a Daniel para que se la llevara —continuó Duncan, visiblemente incómodo—. Pero después me enteré de lo que les harían si no me servían. —Bajó la mirada, como si las palabras que estaba a punto de pronunciar lo avergonzaran profundamente. —Iban a violarlas hasta destruirlas, Amelia. No podía permitirlo, así que dije que también trajeran a Rosa.
Amelia cruzó los brazos, todavía furiosa, pero las palabras de Duncan comenzaron a perforar su coraza de ira. Seguía mirándolo, pero su respiración se había hecho más pausada.
—¿Y qué pasó después? —dijo finalmente, con un tono más bajo, aunque aún cargado de desconfianza.
—Lo único que hice fue permitirles quedarse. Marina me dio un masaje en la espalda, nada más. Dormimos juntos, sí, pero con ropa interior. Lo juro, Amelia, no las toqué. Bueno... tal vez mientras dormía, pero nunca de forma intencionada. No de forma sexual.
Amelia lo miró en silencio, intentando procesar sus palabras. Su mente estaba llena de dudas y emociones contradictorias. Quería creerle, pero las heridas que Duncan le había causado estaban demasiado frescas, y las miradas de Rosa y Marina no ayudaban. Ambas seguían allí, esquivando sus ojos como si supieran algo que no se habían atrevido a confesar.
La habitación quedó en silencio por un instante, un momento cargado de tensión en el que parecía que cualquier palabra más podría hacer estallar la situación.
Rosa tomó aire profundamente, como si armara su valor para enfrentar un juicio que sabía inminente. Sin soltar la mano de Marina, la arrastró consigo y ambas se sentaron al lado derecho de la cama de Amelia. Marina, aunque reacia, no opuso demasiada resistencia, pero su mirada estaba cargada de resentimiento.
—Duncan te ha dicho la verdad. —Rosa comenzó con voz firme, aunque temblaba ligeramente en sus primeras palabras. —Cuando yo entré, Marina estaba dándole un masaje en la espalda. Era parte de la pantomima por si Daniel entraba. Después de eso, solo hablamos y dormimos.
Amelia giró lentamente su mirada hacia Marina, sus ojos entrecerrados, buscando una confirmación. El aire se tensó aún más en la habitación, y las miradas de ambas chocaron como espadas en un duelo. Amelia exigía la verdad. Marina, por su parte, estaba valorando sus opciones. Podía ser honesta y admitirlo todo, o podía sembrar caos. El daño que había sufrido no se había aliviado, y una parte de ella clamaba por venganza, tanto contra Amelia como contra Duncan. Al final, optó por el camino que más dolor causaría.
—Dejad de jugar con mi amiga —dijo con una sonrisa burlona, rompiendo el silencio como una cuchillada—. Anoche hicimos "el delicioso" hasta el agotamiento.
Amelia sintió como si el suelo se tambaleara bajo sus pies. Duncan la miró con una mezcla de indignación y desespero.
—¡Eres una mentirosa! —gritó Rosa, perdiendo la compostura mientras se levantaba de golpe. Su furia era como un torbellino, y antes de que nadie pudiera detenerla, se lanzó contra Marina, empujándola hacia la cama. —¡No hicimos nada, y puedo probarlo! ¡Sujetadla y traedme un cepillo para el pelo!
Duncan y Amelia observaron el forcejeo en la cama con incredulidad. Rosa estaba prácticamente encima de Marina, intentando someterla con una fuerza inesperada. Marina, por su parte, resistía mientras una mezcla de rabia y diversión cruzaba su rostro.
—¡No me miréis así! —dijo Rosa, jadeando por el esfuerzo mientras luchaba por mantener a Marina inmovilizada. —¡Ella no ha perdido la virginidad todavía, y puedo demostrarlo aquí mismo!
—¡¿Estás loca?! —gritó Marina, su rostro ahora completamente serio, mientras se retorcía bajo Rosa. —¡No voy a dejar que me violes con un cepillo del pelo!
El forcejeo continuó hasta que Marina logró darle la vuelta a la situación, sujetando las muñecas de Rosa con una sola mano, mientras con la otra subía la falda de su contrincante.
—¿Por qué mientes, Marina? —preguntó Amelia desde la cama, su voz firme y cortante como el filo de una espada. —No necesito esa "prueba" para saber la verdad. Y aunque lo intentaras, Rosa podría probarlo consigo misma.
—¡No la escuches! —escupió Marina con sarcasmo, su sonrisa despectiva dirigida tanto a Rosa como a Amelia. —Ella se ha convertido en una auténtica zorra en el mes que nos dejaste de lado. Te aseguro que ella no es virgen.
—¡Sí lo soy! —gritó Rosa, su rostro encendido tanto por el esfuerzo como por la humillación. —Y lo demostraré si es necesario. Soy mejor amiga de lo que tú serás jamás.
—Entonces no te importará ser tú la prueba. —La voz de Marina sonó cargada de veneno mientras bajaba la mano hacia las bragas de Rosa, su sonrisa burlona intacta.
—¡Ya basta! —La voz de Duncan resonó como un trueno, deteniendo de golpe el forcejeo. Se levantó de su lado de la cama de un salto y la rodeó para apartar a Marina, alzándola de la cama por la cintura como si no pesara nada. —¡Amelia, no hice nada con ninguna de ellas! Si no me crees, me marcharé ahora mismo. Pero tú... —volvió su mirada hacia Marina, sus ojos ardiendo de ira—. Sigues siendo la arpía que eras cuando eras Diego. No debí salvarte. Y créeme, si quisiera demostrar algo, lo haría con un bate de béisbol, no con un cepillo.
Amelia lo miró horrorizada. Su mente estaba llena de emociones encontradas. Si Duncan y Rosa decían la verdad, Marina era la única que mentía, y lo hacía solo por el placer de herir. Pero las palabras de Duncan, cargadas de violencia, le helaron la sangre.
—¡Duncan! —dijo Amelia con un grito ahogado, su voz cargada de reproche. —Eso es demasiado. ¿Qué clase de monstruo diría algo así?
Duncan, respirando con dificultad, soltó a Marina, quien cayó al suelo con una mueca de dolor y sorpresa. Se quedó mirándola durante un instante, pero luego dirigió su atención a Amelia.
—Lo siento. Tienes razón. No debería haberlo dicho. —Suspiró profundamente antes de continuar. —Pero no puedo soportar que alguien destruya todo por el simple placer de hacerlo.
Amelia apartó la mirada, sus pensamientos enredados como una maraña imposible de deshacer. Finalmente, habló con voz baja pero firme.
—De acuerdo. Suéltala. —Sus ojos se clavaron en Marina, que seguía en el suelo con la espalda apoyada contra la cama. —Os creo, a ti y a Rosa. Pero, Marina, si vuelves a mentir para hacer daño, te aseguro que tú serás la única que pagará.
Rosa se levantó de la cama, tambaleándose ligeramente mientras intentaba alisar su vestido arrugado y acomodar su cabello tras el forcejeo. Miró a Marina con una mezcla de frustración y cansancio, como si el enfrentamiento hubiera drenado lo poco que quedaba de su paciencia.
Amelia, mientras tanto, se levantó de la cama y notó de inmediato el camisón de seda que llevaba. Era excesivamente revelador, más propio de una noche íntima que de una conversación seria con amigos—o enemigos. La incomodidad se reflejó en su rostro, y con un suspiro, miró a los demás.
—Esperad un momento. Voy a cambiarme. —Anunció con tono firme, dirigiéndose al cambiador adyacente. —Saldremos al jardín y podremos hablar con más calma.
Con esas palabras, desapareció detrás de la puerta, dejando un tenso silencio en la habitación.
Rosa fue la primera en romperlo. Se cruzó de brazos y miró a Marina con ojos acusadores, su voz apenas contenida por la rabia.
—Eres una...
—¿Qué soy, Rosa? —interrumpió Marina con frialdad, su voz cargada de cinismo. —¿Una arpía? ¿Una mentirosa? Claro que lo soy, pero dime... ¿qué soy además? Amelia terminará casándose con Duncan, quien nunca la forzará a hacer algo que no quiera. Tú... —Marina dejó escapar una risa amarga— tú estarás encantada de entregarte a ese hechicero que parece tenerte hechizada de verdad. Pero... ¿y yo? —Su voz se quebró ligeramente al final. —¿Qué será de mí?
Rosa abrió la boca para responder, pero las palabras se quedaron atascadas en su garganta. Por primera vez, la rabia dio paso a una chispa de compasión, aunque no lo suficiente para apagar su resentimiento. Pero luego, mientras el silencio volvía a llenar el espacio, su mente se desvió a otro lugar.
Elias.
El pensamiento del hechicero la golpeó como un rayo. No podía negar lo que había sentido durante el ritual. Algo en él la había desarmado por completo: su presencia imponente, su inteligencia, la forma en que la magia parecía fluir a su alrededor con naturalidad. Alfonso e Inmaculada, con toda su autoridad, palidecían a su lado. Y cuando la sostuvo entre sus brazos, por un instante, se sintió pequeña y segura al mismo tiempo. Su corazón comenzó a latir más rápido mientras lo recordaba, y una sonrisa bobalicona se dibujó en su rostro.
¿De verdad estaba enamorada? ¿Encandilada como una adolescente soñando con su ídolo? Quizá. Pero, al menos, si Elias se lo pidiera, no dudaría en entregarle lo único que aún guardaba: su virginidad.
—Lo siento, Marina —dijo finalmente, con voz más suave y un toque de lástima. —Tal vez el hombre que te busquen sea igual de bueno.
Marina apretó los puños, su mirada fija en el suelo. La derrota se reflejaba en cada línea de su cuerpo, pero aún quedaba algo de fuego en sus ojos cuando respondió.
—No quiero un hombre. No me gustan los hombres. Solo quiero ser libre. ¿Es eso demasiado pedir?
El tono desgarrado de su voz atravesó a Duncan, quien había permanecido en silencio, observando la escena con atención. Su mirada se suavizó mientras observaba a Marina, ahora rota y vulnerable. Sabía que no encontraría palabras que pudieran consolarla; el destino que le esperaba era cruel, injusto. Pero ¿qué podía hacer? ¿Cómo podría ayudarla?
Duncan se preguntó cómo se sentiría él si estuviera en su lugar. Si, en lugar de Amelia, le hubieran obligado a casarse con alguien que no deseaba, con alguien como Marina. La idea le resultaba insoportable. Su rostro se endureció mientras volvía a centrarse en la realidad. Deberían hacer algo, aunque no sabía exactamente qué.
Amelia regresó, ahora con un vestido sencillo que acentuaba su elegancia natural. Al verla, todos se enderezaron ligeramente, como si su presencia restableciera el equilibrio en la sala.
—Vayamos al jardín. —Dijo con calma, aunque su tono no dejaba lugar a discusiones. —Creo que todos necesitamos un poco de aire fresco.