En el pequeño reino de Kaik, apartado de las sangrientas guerras entre Alik, Arcaladia y Veztuo, una familia de mercenarios vivía en las sombras. Flarinteo, un poderoso brujo, y Marak Lem, la última Reina Hada del mundo, habitaban en un refugio donde la paz y el peligro cohabitaban. Pero esta pareja era conocida por su crueldad y falta de escrúpulos; aceptaban cualquier misión, sin importar si sus víctimas eran humanos, bestias, o incluso otros seres feéricos. Por donde iban, dejaban una estela de odio y temor. Su reputación de asesinos y traidores se había extendido como una sombra negra que los seguía, los hacía ser buscados y perseguidos en todas partes.
En este ambiente hostil y marcado por la violencia, nacieron sus hijas, primero Lariel, y luego, tiempo después, Liffel. Marak Lem había depositado grandes esperanzas en Lariel, ansiando que los rasgos de hada, los signos de la herencia mágica y mística de su linaje, se manifestaran en ella. Sin embargo, al ver que su primogénita no mostraba la esencia que esperaba, la desilusión comenzó a instalarse en su corazón. Esta decepción solo se intensificó cuando nació Liffel. Para Marak Lem, la pequeña Liffel traía aún menos rasgos feéricos, como si el linaje de las hadas estuviera desvaneciéndose con ella.
Una noche, la tensión entre los padres alcanzó su punto de quiebre. En una habitación oscura y silenciosa, con las luces de unas pocas velas, el conflicto estalló.
Flarinteo, con voz temblorosa de rabia, se dirigió a su esposa: —¿Cómo puedes siquiera considerar abandonar a tu propia hija?
Marak Lem lo miró, sus ojos brillaban con la determinación de alguien que ya había tomado una decisión. —Necesito una sucesora digna, alguien que realmente sea la Reina de las Hadas. Lariel es nuestra mejor opción. Ella tiene más rasgos de hada, y puedo cultivar ese poder en ella.
Flarinteo apretó los puños, su voz se tornó sombría: —¿Y por eso tienes que dejarnos? —sus palabras parecían ahogarse entre rabia y dolor.
—Es más importante de lo que piensas, Flarinteo. Una Reina Hada en condiciones es esencial para mantener el equilibrio del mundo —respondió Marak Lem, alejándose.
Flarinteo la miró, asombrado por la frialdad en su respuesta. No podía creer lo que oía. —¡Qué estupideces dices! —espetó, con frustración y amargura.
Marak Lem suspiró, como si estuviera más allá de cualquier explicación que pudiera ofrecer. En silencio, dio media vuelta y salió de la habitación, dejando a Flarinteo solo, con el eco de sus últimas palabras resonando en la penumbra.
Marak Lem sabía que su decisión sería dura, pero, en su mente, era la única manera de asegurar la supervivencia de su legado. A pesar de su aparente frialdad, creía firmemente que esta separación era el único sacrificio posible para proteger a Lariel y prepararla para el papel que el destino le tenía reservado como Reina de las Hadas. Sin embargo, a Lariel, siendo aún una niña, le dolía profundamente separarse de su hermana pequeña, Liffel. Sabía que Liffel no entendería su partida, y la sola idea de dejarla atrás le hacía brotar lágrimas que se esforzaba en ocultar.
Así, en una fría madrugada, Marak Lem se marchó junto a Lariel, dejando el refugio en un silencio absoluto. Flarinteo, quien había hecho todo lo posible para retener a su familia unida, permaneció junto a la pequeña Liffel, observando impotente cómo las dos figuras desaparecían en la oscuridad. La ausencia de Marak y Lariel marcó el inicio de un camino de sombras, heridas para Liffel y su padre, uno que ambos tendrían que recorrer sin explicación ni consuelo.
Liffel era única, un híbrido entre bruja y hada, una mezcla de poder que la hacía especial y, a la vez, peligrosa en los ojos del mundo. Nació con un ojo de cada linaje: el derecho, amarillo y brillante, era su ojo de bruja, un rasgo heredado de Flarinteo, su padre. El izquierdo, sin embargo, era rojo y ardiente, el ojo de hada que le permitía ver las almas de los seres vivos y conocer la verdad detrás de sus palabras, un don que solo una Reina Hada podía transmitir. Pero Liffel carecía de alas, una ausencia que su madre había interpretado como un signo de debilidad, llevándola a tomar la drástica decisión de marcharse y dejarla atrás.
Con la partida de Marak y Lariel, Flarinteo sabía que el futuro de Liffel requería una guía especial, alguien que pudiera enseñarle a controlar sus dones y protegerla de quienes buscaban aprovecharse de su linaje. En su búsqueda de un refugio para su hija, recordó a una vieja aliada de gran poder: Celestia, una bruja de linaje mestizo como él, de la cual se rumoreaba que era la última de una línea de brujas astrales. Celestia dirigía un orfanato en un territorio neutral, lejos de las guerras y de los ojos inquisitivos del mundo.
En un día gris y lluvioso, Flarinteo se dirigió al orfanato de Celestia. Oculto bajo un manto desgarrado y una máscara que apenas permitía ver sus ojos, llegó al lugar en silencio, decidido a proteger a su hija, sin importar el costo.
Celestia lo esperaba con su mirada intensa y penetrante. Su cabello azul caía con elegancia sobre su hombro derecho , y sus ojos irradiaban una mezcla de misterio y autoridad. Su ojo derecho, de un tono morado profundo, parecía contemplar todo desde una perspectiva más allá de lo humano; mientras que en el izquierdo brillaba una estrella de cuatro puntas, una marca que, según decían, podía hacer que quienes la miraran se sintieran atrapados en la vastedad del infinito. Dos tatuajes en forma de líneas bajo sus ojos completaban su imponente figura. Vestida con un atuendo elegante, su porte transmitía una confianza desbordante, como si detrás de su sonrisa siempre guardara un plan.
Flarinteo inclinó la cabeza y comenzó a hablarle sobre la situación de Liffel, explicando sus temores y la necesidad de proteger a su hija. Celestia lo escuchó atentamente, y al final, asintió con un tono de preocupación, pero también con una empatía profunda.
—Entiendo la situación —dijo Celestia, manteniendo su mirada fija en él—. Te ayudaré. Para eso estamos, Flarinteo; los linajes mestizos debemos apoyarnos. Somos como hermanos. Desde que la mayoría de los linajes de brujas se extinguieron, solo quedan 7 linajes nobles, y los nuestros, los mestizos, son los más poderosos. Aunque nuestras sangres estén mezcladas, compartimos un mismo destino. —Su tono era solemne, y en sus ojos brillaba una chispa de compromiso.
Flarinteo sintió alivio ante las palabras de Celestia, pero también una punzada de aprehensión. Sabía que, aunque Celestia había aceptado a Liffel, el camino de su hija no sería fácil en un mundo que desconfiaba de las brujas y de aquellos con poderes tan peculiares. La lluvia golpeaba los ventanales del orfanato, mientras ambos sellaban un acuerdo silencioso, uno que aseguraría a Liffel una nueva oportunidad para crecer y comprender quién era, lejos del temor y la persecución.
La lluvia continuaba cayendo con fuerza, creando un telón gris que envolvía el orfanato en un aire de misterio. Flarinteo y Celestia permanecían bajo el amparo del porche, sus palabras entrelazándose en una conversación cargada de tensión y acuerdos oscuros. Flarinteo, con la calma de quien está acostumbrado a las sombras de la guerra, asintió ante la mención de su larga duración.
—Sí, cierto —dijo, con voz serena—. Esta guerra está durando demasiado.
La tormenta seguía azotando el orfanato, el sonido de la lluvia ahogaba cualquier murmullo de la noche. Bajo el techo del porche, Celestia y Flarinteo se miraban en silencio. El aire estaba cargado de tensión, mientras cada uno sopesaba los secretos que compartían y los favores que se pedirían.
Celestia, con su voz firme y sin dejar de mirar a Flarinteo, rompió el silencio.
—Permitiré que tu hija se quede aquí hasta que cumpla 16 años —declaró, sin rastro de duda en su tono—. Luego deberá apañárselas por su cuenta. Mis familiares cuidarán del orfanato mientras tanto; estaré aquí solo de vez en cuando. He descubierto, al fin, cómo romper mi sello, ese maldito hechizo que el mago ancestral nos lanzó hace 500 años. —Se detuvo, su voz quebrándose momentáneamente con el peso de aquella historia que los marcaba a todos—. Una maldición que pasa de generación en generación, limitando el poder de todos los linajes de brujas. —Sus ojos brillaron con una ira que parecía arder desde el centro de su alma.
Flarinteo levantó la vista, atento, pero sin sorpresa.
—Adelante, dime qué necesitas.
Celestia esbozó una sonrisa fría, pero su expresión se tornó sombría.
—Debes encontrar a la traidora, la Bruja de las Cenizas, y destruirla. Ha estado conspirando con humanos y los Xenon para exterminar a los linajes de brujas que aún quedamos. Conozco su debilidad, y te la contaré.
Celestia se acercó y, en voz baja, le reveló a Flarinteo el secreto de la Bruja de las Cenizas, sus ojos llenos de rencor.
Flarinteo asintió, procesando la nueva tarea en silencio.
—De acuerdo. Si eso es todo, me marcharé —respondió, girándose hacia la salida.
Pero antes de que pudiera dar un paso, Celestia añadió, con una sonrisa afilada y una mirada intensa:
—Recuerda que, si no la matas antes del próximo eclipse lunar, tendré que matarte a ti y a toda tu familia. Aunque claro, confío en que eso no será necesario, ¿verdad?
Eres el mejor asesino, ¿no? Todo sea por la hermandad.
Flarinteo respondió con una leve inclinación de cabeza y un gesto de despedida, alzando la mano hacia atrás mientras se alejaba en la lluvia.
Después de aquella reunión, Flarinteo, aunque preocupado, tomó la decisión de dejar a Liffel bajo el cuidado de Celestia. Sabía que su hija estaría más segura en el orfanato, lejos de las entidades peligrosas que lo acechaban a él. Sin embargo, no podía evitar un nudo de inquietud al separarse de ella.
Durante su tiempo en el orfanato, Liffel hizo una amistad especial con Lafy, una joven bruja de agua de un linaje inferior. Lafy era alegre y leal, y su presencia llenaba de calidez los días de Liffel, quien encontraba en ella un respiro de la soledad. Ambas compartían sueños y secretos, y su amistad se volvió un vínculo inseparable, una fuente de apoyo y compañía.
Mientras tanto, Celestia partió hacia tierras desconocidas, más allá de las fronteras del sur en Kaik, en su búsqueda de libertad y venganza contra el hechizo que limitaba su poder. Sin su presencia en el orfanato, la vida continuó para Liffel, quien ignoraba por completo las oscuras promesas y el mortal encargo que su padre había aceptado a cambio de su protección.
A lo largo de los años, el orfanato comenzó a vaciarse. Uno a uno, sus compañeros de infancia se marchaban, y, finalmente, también su mejor amiga, Lafy, quien se fue con su familia, dejando a Liffel en una soledad que se hacía cada vez más profunda. Para cuando cumplió dieciséis años, Liffel supo que ya no podía quedarse allí, y decidió partir. Se dirigió a la ciudad más próxima, donde vio carteles de reclutamiento del ejército de Arcaladia. El reino buscaba guerreros, brujas y cualquier talento que pudiera servir en la guerra, y prometía recompensas y rangos a aquellos que se destacaran.
Aunque la idea de unirse a la guerra le generaba cierto rechazo, Liffel comprendió que sería su oportunidad de ganar dinero, de tener una vida independiente y, quizás, de reunirse con su hermana Lariel, a quien no había visto desde su niñez. Antes de aventurarse al frente, Liffel pasó un año cazando en los bosques de Kaik y Veztuo, perfeccionando sus habilidades y ganando algo de dinero. Tras ese año, emprendió el viaje hacia la zona de reclutamiento en Arcaladia, un trayecto largo y solitario que le tomó otro año.
Al llegar, conoció a Caysus, un soldado con quien rápidamente sintió una conexión extraña, pero no tuvo tiempo de profundizar en ello. En medio de su preparación, recibió la noticia de que su hermana Lariel ya formaba parte del ejército. Lariel intentó contactarla, pero el destino y el caos de la guerra evitaron que pudieran reunirse en el reclutamiento. A pesar de su frustración, Liffel continuó, y pronto su habilidad la convirtió en una de las brujas más destacadas de las tropas de Arcaladia, reconocida tanto por su destreza en combate como por el poder único de su linaje mestizo.
La guerra continuó durante 1 año y Liffel fue forjándose en el calor de la batalla. En medio de estos recuerdos, un eco misterioso empezó a resonar en su mente, una voz extraña que susurraba tentaciones.
Liffel, sumida en su sueño, se encontró reviviendo fragmentos de su vida que apenas comprendía. Pensamientos de conversaciones entre su padre y Celestia, palabras que le eran ajenas, flotaban en su mente. Había sido tan solo una recién nacida, incapaz de entender el peso de aquellos secretos. Pero ahora, mientras reflexionaba, comenzó a escuchar una voz misteriosa, una susurrante tentación que se enroscaba en su mente.
—Si me dejas tu cuerpo, podría romper tu sello mágico… juntas podríamos ser más poderosas.
La revelación la sacudió con fuerza. Despertó de golpe, como si acabara de escapar de una pesadilla. Su cuerpo temblaba, cada fibra de su ser se sentía agitada por un miedo inexplicable. Con un sobresalto, abrió los ojos, y el mundo que la rodeaba se hizo evidente, pero la fría sensación persistía en su piel, como si una sombra hubiera dejado su huella.
Aquella sensación era extraña, casi dolorosa, como si de repente se hubiera desgarrado algo en su interior, destrozando la naturaleza que conocía. Un escalofrío recorrió su espalda, y Liffel se dio cuenta de que la voz no era solo un eco en su mente; era un llamado a una fuerza que podía cambiarlo todo, un poder que amenazaba con consumirla.