El aire en la aldea estaba impregnado de una tranquilidad inusual, casi inquietante, mientras el sol comenzaba a descender sobre el horizonte, bañando las casas y los campos en una luz dorada. Hoy era un día de celebración, un evento anual en el que los aldeanos se reunían para compartir historias, buena comida y danzas alrededor de una gran fogata. Kael observaba desde una esquina del patio de su casa, viendo a los aldeanos decorando las calles con cintas de colores y preparando las mesas con alimentos traídos de los campos y cocinas de cada familia. La aldea rebosaba de vida, pero en su pecho, Kael sentía un peso indefinido, una ligera opresión que no lograba entender.
La gente sonreía, hablaba y reía, pero a Kael le parecía que cada sonrisa tenía una tensión oculta. Incluso su madre, que normalmente lucía tranquila y confiada, tenía una mirada que iba más allá de la simple celebración. Era como si todos sintieran una corriente subterránea, un presagio de algo desconocido.
"Kael, ¿podrías ayudarme a llevar esto?" La voz de Silvia, la hija del herrero, lo hizo girar. Ella sostenía una bandeja llena de platos recién hechos y esperaba pacientemente.
"Claro," respondió Kael, aliviado de tener algo en lo que ocupar sus manos. Tomó la bandeja y siguió a Silvia hacia la gran mesa en el centro de la plaza. Silvia le sonrió agradecida, y él no pudo evitar devolverle la sonrisa, aunque sus pensamientos aún estaban llenos de incertidumbre.
"Esta es una de mis celebraciones favoritas," dijo Silvia, colocando los platos con cuidado. "Me recuerda que, a pesar de todo, aún tenemos nuestro hogar y a nuestros seres queridos cerca."
Kael asintió, sin saber exactamente cómo responder. Había una inocencia en las palabras de Silvia, una seguridad en la simpleza de la vida del pueblo que él aún estaba aprendiendo a apreciar. Su vida anterior había estado llena de luchas, ambiciones y traiciones. Aquí, en cambio, se sentía envuelto en un sentido de pertenencia, en una red de relaciones que, aunque frágil, era real.
Mientras colocaba los platos, observó a su alrededor. A unos pasos de ellos, su hermana pequeña reía en brazos de su madre, agitando sus pequeñas manos al ver las decoraciones coloridas. Su padre, con las manos cruzadas sobre el pecho, conversaba con el herrero y otros aldeanos, compartiendo risas y recuerdos de celebraciones pasadas.
Sin embargo, en medio de la paz y la alegría, Kael sintió de nuevo aquella tensión, como si el aire mismo llevara un mensaje que solo él podía percibir. Su mirada se posó en su hermano mayor, Aric, quien se mantenía apartado de la multitud, observando a Kael con una expresión oscura. Aric siempre había sido una figura fuerte y admirada en la aldea, y esa distancia que sentía entre ambos lo incomodaba profundamente.
Kael intentó acercarse a su hermano más tarde, cuando todos comenzaban a reunirse alrededor de la fogata para escuchar historias y compartir anécdotas. Sin embargo, Aric lo miró con recelo, y al pasar junto a él, murmuró en voz baja, solo para que Kael escuchara.
"Deja de fingir, Kael. No eres como ellos. No puedes protegerlos."
Las palabras de Aric fueron un puñal en el corazón de Kael. Luchaba cada día por ser mejor, por hacer lo correcto, pero parecía que, para su hermano, nunca sería suficiente. Sin responder, se alejó y se sentó en un rincón, observando el brillo de la fogata y escuchando las historias de los ancianos, aunque sus pensamientos estaban lejos.
Uno de los ancianos comenzó a contar la historia de una antigua profecía sobre un gran desastre, un cataclismo que había asolado los pueblos del norte hacía siglos. La gente escuchaba en silencio, absorta en las palabras, y Kael sintió un escalofrío al escuchar sobre los "días de sombras" que habían precedido a la catástrofe. La historia estaba llena de advertencias y presagios, y aunque era solo una leyenda, aumentó esa inquietud que había estado sintiendo todo el día.
Silvia se sentó junto a él, mirándolo con una mezcla de curiosidad y preocupación. "¿Estás bien, Kael?" le preguntó en voz baja.
Él intentó sonreír. "Solo… siento algo raro. Como si algo malo estuviera a punto de suceder."
Silvia entrecerró los ojos, como si tratara de comprenderlo. "A veces, uno se preocupa demasiado. Hoy estamos todos juntos, y eso es lo que importa, ¿verdad?"
Kael asintió, aunque no estaba del todo convencido. Era cierto que la vida en la aldea podía ser simple y predecible, pero también sabía que existían fuerzas mucho más grandes que la voluntad de los aldeanos, fuerzas que podían destruir lo que habían construido en un abrir y cerrar de ojos.
Mientras la noche avanzaba, comenzaron las danzas alrededor de la fogata, y las risas y canciones llenaron el aire. Kael observaba desde la distancia, sin querer unirse, aunque su corazón anhelaba ser parte de ese momento de felicidad. Silvia, notando su reticencia, tomó su mano sin previo aviso y lo arrastró hacia el círculo de baile.
"Vamos, Kael," le dijo con una sonrisa alentadora. "No todo tiene que ser tan serio. A veces solo necesitamos disfrutar el momento."
Kael se dejó llevar, y durante unos minutos, olvidó sus preocupaciones y tensiones. Se encontró riendo, atrapado en la simplicidad de la celebración, en el calor de las llamas y la energía de la gente a su alrededor. Los aldeanos lo miraban con aprobación, algunos asintiendo en reconocimiento, y Kael sintió una oleada de orgullo y pertenencia.
Pero entonces, mientras la música alcanzaba su punto culminante, sintió de nuevo aquel peso en el pecho. Fue un momento fugaz, una intuición casi imperceptible, pero suficiente para hacerle detenerse. Miró a su alrededor, observando a cada uno de los rostros iluminados por las llamas, preguntándose si alguno de ellos compartía esa misma inquietud. Sin embargo, todos parecían felices y despreocupados, completamente ajenos a cualquier peligro.
Finalmente, la noche comenzó a disolverse en el silencio. Los aldeanos regresaron a sus casas, dejando solo las cenizas de la fogata y un ligero olor a humo en el aire. Kael acompañó a Silvia a su casa, y mientras caminaban, ella le hablaba sobre los planes que tenía para mejorar su trabajo en la herrería junto a su padre. Kael la escuchaba con atención, aunque su mente seguía atrapada en esa tensión inexplicable.
"Gracias por acompañarme, Kael," dijo Silvia cuando llegaron a su puerta. "Sé que hoy estabas preocupado, pero espero que al menos hayas disfrutado un poco de la celebración."
Kael le sonrió, sintiendo el peso de sus preocupaciones disminuir un poco. "Gracias a ti, Silvia. Eres… importante para mí," dijo, sus palabras cargadas de una sinceridad que él mismo no comprendía del todo.
Silvia le devolvió la sonrisa, y por un momento, ambos se quedaron en silencio, como si el mundo a su alrededor hubiera dejado de existir. Pero finalmente, Silvia se despidió con un suave "hasta mañana", y Kael se alejó, sintiéndose más ligero y, al mismo tiempo, más inquieto.
Al llegar a casa, encontró a su madre cantando una suave canción de cuna a su hermana pequeña, mientras su padre ya dormía profundamente. Se acercó en silencio, observando el rostro sereno de su madre, y una sensación de paz lo envolvió momentáneamente. Este era su hogar, su familia, y no podía imaginar perderlo.
Sin embargo, antes de retirarse a su cuarto, su mirada se encontró con la de Cedric, quien lo observaba desde el pasillo, con esa misma expresión de desaprobación y recelo. Kael sintió un nudo en el estómago, pero esta vez decidió enfrentar a su hermano.
"Cedric, ¿por qué me miras así? ¿Qué he hecho para que me odies tanto?" preguntó en voz baja, tratando de mantener la calma.
Cedric se cruzó de brazos, y sus ojos mostraron una mezcla de resentimiento y amargura. "No es odio, Kael. Es desconfianza. Tú… no eres como los demás. Hay algo en ti que no comprendo, algo que no me da paz."
Kael sintió una punzada en el pecho, y bajó la mirada. "Solo quiero proteger a nuestra familia, como tú."
"Proteger…" Cedric soltó una risa fría. "¿De qué puedes protegernos tú, Kael? Eres débil. Y lo peor es que finges que no lo eres."
Las palabras de Cedric quedaron flotando en el aire mientras Kael se retiraba, incapaz de responder. Se sentía como si su hermano, alguien a quien había admirado toda su vida, fuera una barrera inquebrantable que nunca podría cruzar.
Esa noche, Kael no durmió bien. Se revolvió en su cama, atrapado en una maraña de pensamientos que se entrelazaban en su mente. El resentimiento en los ojos de Cedric, la extraña calma que había sentido durante la celebración y la sensación de pertenencia que apenas estaba comenzando a florecer en su pecho, todo se mezclaba y lo inquietaba profundamente. Recordaba las palabras de Silvia, su invitación a disfrutar el momento, pero incluso en esos minutos fugaces de alegría junto a ella, su intuición había mantenido su guardia levantada.
Se levantó en la madrugada, incapaz de soportar más esa sensación opresiva. Salió de la casa con pasos ligeros, procurando no despertar a nadie, y se dirigió al borde de la aldea, donde el bosque comenzaba a cerrarse en sombras. Allí, en medio del silencio de la noche, intentó calmar su mente, enfocándose en el sonido de las hojas susurrando y el suave murmullo del viento.
Desde una pequeña colina, Kael contempló su aldea. Las casas alineadas como guardianas de un mundo que parecía sencillo, seguro y predecible. Recordó cómo había anhelado esa paz, cómo había llegado a desear ese mundo, alejado de las ambiciones voraces y los sacrificios que marcaron su vida anterior. Sin embargo, incluso aquí, había un descontento latente. Por un lado, estaba su hermano, con su mirada fría y su desconfianza; por otro, esa vaga pero persistente sensación de que algo malo estaba a punto de ocurrir.
Cerró los ojos y se concentró en su Vitalis, intentando sentir la energía fluyendo en su cuerpo. Había estado trabajando para fortalecer su control, tratando de mejorar poco a poco, aunque en ocasiones ese flujo le causara fatiga y, como había experimentado durante la prueba en el bosque, una pesada carga en su cuerpo. Esta noche, sin embargo, sus pensamientos y su energía parecían enredados, como si la paz que tanto anhelaba se encontrara atrapada en una especie de neblina que no lograba disipar.
"¿Qué estás haciendo aquí, Kael?" Una voz a sus espaldas lo hizo girar de inmediato.
Era su padre, de pie bajo la pálida luz de la luna, con el semblante serio pero comprensivo. Kael lo observó en silencio unos momentos antes de responder. "Solo… necesitaba estar un rato solo."
Su padre asintió, acercándose lentamente y colocándose a su lado. Miraron juntos en dirección a la aldea, ambos en silencio, compartiendo un momento de quietud. Finalmente, su padre habló, con una voz suave pero firme.
"¿Sabes, Kael? En la vida, todos tenemos nuestras cargas. Algunos cargan con sus propios miedos; otros, con las expectativas de quienes los rodean. Y algunos pocos… sienten que cargan con el peso del mundo."
Kael sintió un nudo en la garganta. Aquellas palabras resonaban en lo más profundo de su ser, como si su padre comprendiera esa carga invisible que sentía desde su llegada a este mundo.
"Yo solo… no quiero fallarles. No quiero perderlos," confesó Kael, bajando la mirada.
Su padre lo observó con una mezcla de orgullo y tristeza. "Tienes un gran corazón, Kael. Pero recuerda que no puedes controlarlo todo. La vida no siempre nos da respuestas claras. Y hay veces que, aunque nos duela, debemos dejar que las cosas sigan su curso. Lo importante es que, pase lo que pase, nunca pierdas lo que te hace quien eres."
Kael asintió, sintiéndose algo más liviano, como si las palabras de su padre hubieran disipado parte de esa nube de inquietud. Sin embargo, aún había algo que no podía explicar, una sensación que se anclaba en su pecho y se negaba a irse.
Regresaron juntos a casa y, esta vez, Kael logró dormir, aunque el sueño fue leve y lleno de imágenes borrosas, como sombras que se deslizaban por entre los árboles. A la mañana siguiente, la aldea despertó a un día luminoso y despejado. Las primeras luces del sol se colaban entre las ventanas, llenando las casas de calidez. Era difícil imaginar que algo malo pudiera ocurrir en un lugar así, bajo un cielo tan despejado.
Sin embargo, mientras ayudaba a su padre en la herrería, Kael notó que algunas de las personas del pueblo parecían nerviosas. Hablaban en susurros, y más de una vez, vio cómo los rostros de los aldeanos se volvían hacia el norte, hacia las montañas distantes que bordeaban la región. No sabía exactamente qué estaban buscando, pero comprendió que no era el único que había sentido esa extraña tensión en el ambiente.
Silvia llegó más tarde ese día, trayendo un par de espadas que su padre había reparado. Su sonrisa era amable y cálida, pero Kael notó un brillo de preocupación en sus ojos.
"Escuché que algunos cazadores encontraron huellas inusuales cerca de los límites del bosque," le dijo en voz baja mientras su padre atendía a otros clientes. "Dicen que podrían ser de alguna criatura grande, tal vez un oso… o algo peor."
Kael la miró fijamente, sintiendo que la inquietud en su pecho se intensificaba. "¿Tú crees que… estamos en peligro?"
Silvia dudó un momento, como si sopesara sus palabras. "No lo sé. Mi padre dice que es solo un animal, pero… hay algo en el aire, ¿verdad? Es como si el mismo bosque estuviera en silencio, esperando."
Esa tarde, Kael se esforzó en sus tareas, ayudando a su padre con las herramientas y las reparaciones. Sin embargo, sus pensamientos iban y venían entre la charla con Silvia y las palabras de su padre. No podía evitar imaginarse lo peor, y aunque intentaba mantenerse sereno, sabía que algo se estaba gestando.
Por la noche, mientras su familia cenaba en silencio, Kael notó la preocupación en el rostro de su madre, quien acariciaba la cabeza de su hermana pequeña con suavidad. Aric, como era habitual, parecía distante y abstraído, mirando fijamente su plato.
"Escuché que las criaturas del bosque están actuando raro últimamente," comentó su padre, rompiendo el silencio. "Algunos de los animales han bajado hacia el valle, lo cual no es normal para esta época del año."
Kael sintió cómo el ambiente en la habitación se volvía aún más tenso. Sus padres intentaban disimular su preocupación, pero todos sabían que algo estaba ocurriendo más allá de su comprensión.
Finalmente, su madre, con su característico tono de calma, trató de disipar la tensión. "Quizás solo sea una temporada extraña. Los animales también sienten cambios en el clima y a veces actúan de manera diferente."
Kael asintió, intentando convencerse de que eso era todo, de que solo se trataba de un simple cambio en el comportamiento de los animales. Sin embargo, la duda seguía presente en su mente, como una espina clavada en lo más profundo de su ser.
Esa noche, después de que todos se retiraron a dormir, Kael permaneció despierto, mirando por la ventana hacia las montañas. La aldea dormía en una calma engañosa, como si el propio aire estuviera contenido, esperando un desenlace inevitable. Se prometió a sí mismo que, sin importar lo que sucediera, haría todo lo posible por proteger a su familia y a la gente que tanto había aprendido a apreciar. Este era su hogar, y no estaba dispuesto a perderlo.
Al amanecer, Kael se levantó temprano y salió al patio, preparándose para entrenar. Sentía la necesidad de estar listo, de fortalecerse lo más posible. Tomó su espada y comenzó una serie de ejercicios, concentrándose en el flujo de su Vitalis, canalizándolo a través de sus movimientos para afinar su control. A pesar de su poca habilidad comparada con otros, su determinación era inquebrantable.
Mientras entrenaba, escuchó pasos detrás de él y giró la cabeza. Cedric lo observaba desde la entrada de la casa, con los brazos cruzados y una expresión indescifrable en el rostro.
"¿Sigues creyendo que puedes hacer algo útil con ese Vitalis tuyo?" preguntó con desdén, aunque había una pizca de algo más en su tono, algo que Kael no lograba identificar.
Kael lo miró fijamente, dejando que el peso de su decisión se reflejara en su mirada. "No me importa lo que pienses, Cedric. Haré lo que sea necesario para proteger a los nuestros."
Cedric esbozó una sonrisa amarga, y por un instante, pareció que iba a decir algo más, algo que quedaría sin respuesta, porque en ese momento, un sonido distante rompió el silencio. Un retumbar profundo, como el de una tormenta lejana, resonó desde las montañas, y ambos se volvieron hacia el norte, donde el cielo comenzaba a cubrirse de nubes oscuras.
Kael sintió un escalofrío recorrer su cuerpo, y supo, sin necesidad de palabras, que aquella paz aparente, esa calma que había envuelto a la aldea, estaba a punto de quebrarse.