¡Ah, mí llegada a Buenos Aires!
Definitivamente fue uno de los momentos más terroríficos de mi vida conforme pasaba por el control de migración.
Llegué por la madrugada y éramos pocos los viajeros que rondábamos en la terminal A del Aeropuerto Internacional Ezeiza.
La gente no tardó en dispersarse, y rondaban por la zona el personal de mantenimiento y otros trabajadores que iban y venían con cara de pocos amigos.
Por unos instantes no supe qué hacer, pero aproveché una red de WiFi libre y le envié un correo electrónico a Carla Marshena, diciéndole que había llegado a Argentina.
Era el único medio de comunicación con el que contábamos, por lo que se tardó bastante al responder, a las ocho de la mañana para ser específico; no tuve más alternativas que quedarme en una sala de espera.
La respuesta que recibí, si bien fue alentadora, me molestó un poquito por tardarse tanto, aunque mantuve la calma y me centré en el mensaje recibido.
¡Vaya! Buenos días, Paúl. Me impresiona que ya estés aquí.
Es una pena que no pueda recibirte personalmente, pero ya mandé a alguien de confianza por vos, así que ve a la salida principal del aeropuerto.
Tal como indicó Carla, me dirigí a la salida principal del aeropuerto con la ayuda de un señor perteneciente al personal de seguridad, quien más allá de guiarme, se ofreció con amabilidad a cargar con mi equipaje, que aunque no era grande, se me dificultaba llevarlo debido a mi dependencia del bastón.
Afuera, esperé treinta minutos y poco más, aunque no me desesperé por lo distraído que estuve conforme miraba todo a mi alrededor.
Entonces, conforme seguía admirando el ambiente que me rodeaba, se me acercó de repente un muchacho de unos veinte años que vestía con un suéter del equipo de fútbol argentino Boca Juniors.
Llevaba un cubrebocas y complementaba su vestimenta con un pantalón negro y un gorro azul que hacía juego con su suéter.
Por unos instantes, me asusté al creer que era un ladrón, sobre todo por el recuerdo del asalto que sufrí en Nuevo León, así que estuve a la defensiva.
Sin embargo, al detallarlo mejor y notar una peculiaridad que me hizo recordar a Carla Marshena, sentí un poco de tranquilidad con el pensamiento de que era un familiar de ella.
—¿Paúl Fernández? —preguntó con ese acento argentino al que me tenía que acostumbrar.
—Si —respondí con persistente desconfianza.
—Mi nombre es Samuel. Carla me envió a buscarte… Seré yo quien te lleve a tu departamento —dijo.
—Ah, mucho gusto —respondí, avergonzado por mi desconfianza.
—Igualmente —contestó Samuel.
Samuel me guió hasta el estacionamiento, cargando con mi equipaje y mirándome con recelo por mi dependencia del bastón; tal vez le pareció raro que Carla Marshena contratase a alguien en mis condiciones.
Una vez que llegamos al estacionamiento, dimos con un lujoso Mercedes Benz negro en cuyo maletero Samuel metió mi equipaje, indicando luego que subiese al asiento del copiloto.
Partimos en cuestión de minutos, soportando un incómodo silencio que se rompió cuando Samuel empezó a hablar de lo inconforme que estaba con las limitaciones de la cuarentena.
También mencionó su fanatismo hacia el Boca Juniors y alegó que Martín Palermo fue un referente en el club, pero que Juan Román Riquelme era, por mucho, el mejor jugador en la historia.
Yo solo asentía ante su ferviente afición, que en parte me tuvo distraído de la desconfianza conforme más nos alejábamos del aeropuerto.
Tras unos veinte minutos conduciendo, Samuel se estacionó frente a un edificio que me hizo mirar boquiabierto hacia arriba.
Ya venía con asombro de admirar aquella zona que parecía exclusiva de la ciudad, aunque eso lo superó el juego de llaves que me entregó cuando indicó que mi departamento era el 38-b.
Antes de despedirse, Samuel comentó que pasaría por mí a las tres de la tarde para llevarme a las oficinas de Tourist Adventure. Yo intenté preguntarle el motivo, pero este hizo un gesto de confusión con el que entendí que no tenía idea, así que subió a su auto después de bajar mi equipaje y simplemente se fue.
Del edificio salió un sujeto uniformado que me recibió con amabilidad. Era el vigilante del conjunto residencial, quien me ayudó con el equipaje al notar que dependía de un bastón.
Minutos después de registrarme en la recepción y subir a mi nuevo departamento, pellizqué mi mano para confirmar que no estaba soñando, pues dentro de este, sí que era una locura, en el buen sentido de la palabra.
Tan solo con entrar a la sala de estar y ver ese fino juego de muebles, los adornos decorativos, la bella y brillosa pintura color salmón en las paredes y el televisor de cuarenta y dos pulgadas, me hizo temblar por imaginar el costo de la renta mensual.
El departamento contaba además con un amplio comedor y una cocina de ensueño, una que a mamá de seguro le hubiese encantado.
La habitación principal, porque eran tres, contaba con una amplia y cómoda cama, un escritorio y un baño propio con bañera, además de un balcón que me permitía admirar una parte hermosa de la ciudad.
Supongo que me estresé un poco, ya que aquello parecía un departamento familiar, incluso más grande y lujoso que el de Cristian, por eso pensé en bajar a recepción y aclarar lo que creí era una confusión. Sin embargo, preferí quedarme tranquilo para descansar, pues el viaje me resultó agotador.
Cuando me recosté en la cama y coloqué mi celular en la mesa de noche, me di cuenta que había una nota escrita a mano y con una caligrafía muy bonita.
Me tomé el atrevimiento de rentar este departamento porque me pareció económico, está equipado y ubicado en una excelente zona; solo debes caminar cuatro cuadras para venir a la oficina. De momento, yo pagaré los primeros tres meses, así que no tienes que preocuparte por eso.
Carla Marshena
«¿Económico? ¿En qué mundo fantástico este palacio podría ser económico?» Me pregunté.
Entonces, después de revisar un rato mis redes sociales y dejarles mensajes a mis seres queridos, intenté poner a cargar mi celular, pero en vez de eso, me encontré el primer contratiempo que tuve como migrante.
Me di cuenta que el tomacorriente era diferente al de mi país, por lo que no tuve otra opción que esperar hasta las tres de la tarde, para que Samuel, antes de llevarme a la oficina de Carla Marshena, me llevase a comprar un cargador y algunas cosas más.
Horas después, y tras tomar un merecido descanso, fui al baño y tomé una ducha caliente. Luego desempaqué algo de ropa cómoda, me vestí y salí a la cocina.
Eran las dos de la tarde cuando eché un vistazo en el refrigerador con la esperanza de encontrar un poco de jamón o queso, pues me apetecía un sándwich, pero para mi asombro, encontré varias loncheras desechables etiquetadas con mi nombre y el contenido.
«Maldita sea, esto es demasiado perfecto para ser verdad», pensé aterrado.
«¿Será que me quieren con la guardia baja para matarme y vender mis órganos?» Me pregunté a modo de broma.
La duda y la sospecha me afectaron tanto que, a fin de cuentas, preferí comprarme cualquier chuchería cuando Samuel me llevase de compras, por lo que regresé a mi habitación para esperar a que se hiciesen las tres de la tarde.
Así, a la hora acordada y con admirable puntualidad, Samuel me esperaba en la recepción a pesar de no tener un medio de comunicación que nos permitiese estar en contacto, pues mi celular estaba descargado.
—Eh, flaco, ¿todo bien? —preguntó al verme.
—Sí, gracias, ¿acabas de llegar? —pregunté.
—Hace diez minutos, ya que no pude comunicarme con vos —respondió.
—Mi celular está muerto y no tengo cargador… ¿Es posible que me lleves a una tienda para comprar uno? —inquirí avergonzado.
—No creo que sea posible por ahora, tal vez después de que termine tu reunión con mi hermana y te muestre un poco más de la ciudad —contestó.
—¡Hermana! ¿Eres hermano de Carla? —pregunté asombrado.
—Sí, sí…, el hermano de Carla, no es la gran cosa, ¿sabés? —replicó con disconformidad.
Escuchar ese acento marcado y tan distinto al mío era una nueva experiencia. Algo tan sencillo como eso me hacía sentir que no encajaba en esa ciudad.
—¿Hace cuánto que andás con ese bastón? —preguntó cuándo salimos del edificio.
—Hace un mes, pero la historia es demasiado larga como para centrarnos en ella.
Hizo un gesto de negación, al parecer inconforme con mi respuesta.
Cuando subí al auto, supe que el trayecto sería corto, pues según la nota que Carla Marshena dejó en mi habitación, su oficina estaba a cuatro cuadras del edificio, por lo que era poco el tiempo que tenía para averiguar sobre ellos.
—Disculpa mi abuso de confianza, pero me gustaría comunicarme con Carla para que nos dé más tiempo. ¿Será que me permites tu celular para enviarle un mensaje? —pregunté.
—Tranquilo, flaco, no tardarás mucho con ella… Cuando salgas, te llevaré a comprar todo lo que necesites —alegó.
—Bien, supongo que me tocará esperar —musité.
—¿Vos a qué te dedicas? —preguntó.
—Soy fotógrafo, community manager, diseñador gráfico y tengo conocimientos en diseño web —respondí.
—Suena a que has estudiado bastante —comentó.
—Pues, supongo que aproveché las oportunidades que tuve —dije.
«Oportunidades», pensé afligido, pues a causa de mis errores, había perdido muchas.
A pocos minutos para las tres con veinte de la tarde, Samuel me dejó frente a un edificio ubicado en la esquina de una encrucijada, concurrida tanto por algunos oficinistas como transeúntes que trabajaban en los edificios aledaños.
Antes de entrar al edificio, un sujeto vestido con una braga verde de seguridad midió mi temperatura corporal y roció mis manos con alcohol. Tan pronto se aseguró de que no representaba una amenaza viral, autorizó mi paso a la moderna edificación.
En recepción, una mujer de mirada jovial atendía una llamada telefónica, así que esperé a que terminase de hablar para preguntarle por la señorita Marshena.
Tras colgar, preguntó mi nombre y luego discó un código numérico en el teléfono.
Al parecer le informó a Carla que yo estaba ahí, pues sin mucho protocolo, me indicó que fuese a la oficina principal del piso veinticuatro.
No pude evitar el nerviosismo mientras subía en aquel solitario ascensor, pero hice todo mi esfuerzo para mantener la compostura y mostrarme sereno, pues no quería que dudasen de mí a causa de los nervios.
Cuando llegué al piso veinticuatro, observé un total de seis oficinas, siendo la más resaltante la de aquella hermosa rubia de ojos azules, quien al notar mi presencia, hizo una seña indicando a que entrase a su oficina.
Al entrar a su oficina, me pidió mediante señas que me sentase, ya que atendía una llamada telefónica que la tenía molesta. Eso no me gustó del todo, pues temí que pagase su notable frustración conmigo, aunque me distraje con las cosas que había en su escritorio.
Fue así como llegué a estar frente a la mismísima Carla Marshena, cuyo parecido con Samuel se hizo evidente al observar una fotografía de ellos en su infancia junto a dos señores que, supuse, eran sus padres.
Tan pronto terminó su llamada telefónica, manteniendo un ceño fruncido que me aterró por instantes, fue directo al tema principal de nuestro encuentro.
Carla mencionó los objetivos que tenía para Tourist Adventure en el mes de abril.
Quería que el tema principal de la edición fuese Buenos Aires, pero que más allá de enfocarnos en el turismo de la ciudad, nos centrásemos en la cultura.
Además, propuso la idea de renovar la edición digital de la revista y promoverlo con una mejor estrategia de publicidad, ya que su anterior equipo de community manager y estrategas de marketing no cumplieron con sus expectativas.
En pocas palabras, Carla requería de los servicios que menos quería ejercer, aunque no podía negarme, pues con ello pretendía sentar las bases de lo que me propuse con ella, además de que así, contaba con el tiempo para recuperarme físicamente.
Tras llegar a un acuerdo más formal y sobre todo presencial, Carla me asignó una oficina contigua a la suya.
Incluso me pidió que iniciase con mis jornadas laborales desde ese mismo instante, por lo que tuve que pedirle que se comunicase con Samuel y le dijese que se posponía el recorrido por la ciudad que tuvo en mente.
Si bien no cumplí con las tareas que me propuse, pude conocer el entorno laboral de Tourist Adventure y partir con varias ideas que le mostré esa misma tarde a Carla, quien se impresionó con mi eficiencia.
Fueron tres formatos los que le mostré para una nueva versión digital de la revista y dos estrategias de marketing con las que no solo pretendía llegar a más lectores argentinos, sino al resto de Latinoamérica.
—Bien, no pensé que fueses tan ágil… Te juzgué mal —comentó, conforme evaluaba mis propuestas.
—Si tiene algunas exigencias, no dude en comunicármelas, mientras mejor usemos el tiempo que disponemos, mejor serán los resultados —respondí.
—Sí, me agrada esa forma de pensar… Presentaré esto a la junta directiva a ver qué opinan —dijo.
Me alegró dejarle una buena impresión, aunque no pude volver a mi oficina, ya que me pidió que fuese a hacer mis diligencias para terminar de establecerme.
A fin de cuentas, hice todas las compras necesarias, despejé mis dudas respecto a Samuel y Carla, y disfruté de un paseo por algunas zonas turísticas de la ciudad; fue un primer día interesante.