Eran pocos los lugares a los que las autoridades no me permitían el acceso y, como iba en representación de un periódico del Distrito Capital, no me dieron las libertades que si le daban a los periodistas locales. De igual manera, di lo mejor de mí y traté de cubrir la mayor cantidad de noticias que consideré relevantes; la mayoría en materia de salud, seguridad y economía.
Todas las tardes al llegar a mi departamento, tras un tedioso proceso de desinfección en la entrada del edificio, me duchaba, calentaba mi almuerzo y encendía la televisión para estar al tanto de las novedades de la crisis sanitaria.
Me resultó aterradora la manera en que los contagios y los fallecidos iban en aumento a pesar del tiempo que había pasado desde que se declaró cuarentena; no hubo país que se salvase del COVID-19.
Por las noches, preparaba el almuerzo del día siguiente y mi cena; en ello me tardaba poco más de una hora.
Luego, antes de dormir, seguía una rutina de ejercicios en la que empleaba el peso corporal para mis sesiones. Esto con el paso de las semanas me permitió recuperar aquel físico que presumí desde parte de mi adolescencia hasta que sufrí el accidente.
Tras ducharme y vestirme para cenar, aprovechaba también el momento para contactar a Cristian o Eva a través de una videollamada, pues así sentía la ilusión de no estar solo conforme degustaba mi comida.
A ambos les había mencionado el rechazo que sufrí por parte de mis padres, por lo que no pudieron evitar sentir tristeza al respecto, sobre todo cuando rompía a llorar de impotencia y dolor emocional.
A raíz de eso, cometí el error de decirles en más de una ocasión que odiaba a mis padres, que sentía un fuerte rencor hacia ellos y el resto de mis hermanos.
Cristian se mostraba incómodo cuando me expresaba de esa manera y lo más que Eva pudo decirme fue que me desprendiese del pasado y tales sentimientos cargados de negatividad; a veces sus palabras coincidían con las de Uriel.
Solo así me reencontraba por momentos con la calma; a fin de cuentas, no podía culpar a los demás por tener que sufrir las consecuencias de mis propios errores.
Por eso, antes de dormir, por muy pésimo que fuese mi día o el rencor que sintiese hacia mis padres, les deseaba prosperidad, felicidad y el goce de buena salud. Pedía a Dios que nada malo les sucediese, los amaba a pesar de todo y me odié por tener sentimientos encontrados.
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Una noche justo antes de dormir, tuve una videollamada entrante por parte de un número desconocido.
En tiempos de pandemia, se podía esperar toda clase de amenazas o intentos de estafas. Así que, antes de atender, para no mostrar mi rostro, me coloqué un cubre bocas y unas gafas de sol.
Vaya sorpresa me llevé cuando miré a Camila sonreír, aunque se le notó un poco confundida por mi apariencia.
No pude evitar emocionarme al verla, pero hizo gestos rápidos para pedirme que no hiciese ruido, pues quería verme por solo unos segundos.
Tan pronto se desconectó, me dijo por mensaje que sus abuelos no sabían que se había pedido mi número de contacto a Cristian. Me comentó que, el día en que le compraron su primer celular, le prohibieron que me contactase por ser una mala influencia; mis padres no dejaban de sorprenderme con sus acciones.
Camila siempre estuvo consciente de mi pasado y, al igual que Cristian y Eva, aprendió a perdonarme.
Confesó que nunca sintió decepción u odio por mí, que su molestia se debía a lo triste y aterrada que estuvo al creer que no despertaría del coma; tan solo tenía once años cuando supo que había sufrido un accidente.
Lo bueno fue que recuperé el contacto con mi sobrina y a diario nos enviábamos muchas fotos y videos de nuestro día a día. Se notaba que le seguía gustando ser el centro de mi atención. Incluso se ponía celosa cuando le mencionaba en tono de broma que estaba saliendo con algunas mujeres.
Camila, para ese entonces, se estaba convirtiendo en una señorita. Ya se le notaba en su manera de hablar y actuar.
A veces olvidaba que estaba creciendo y le seguía tratando como a una niña; era de las pocas cosas que le molestaba de mí.
La sensación de felicidad que me generó mantener contacto con Camila fue uno de los principales motores que me impulsó a seguir buscando la mejor versión de mí mismo.
Por eso, di mi mayor esfuerzo en el ámbito laboral y mi superación personal, todo con tal de demostrarle a aquellos que se decepcionaron de mí que estaba luchando por ganarme su perdón.
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Octubre fue un mes en el que mi trabajo se tornó traumático, pues las escenas que me tocó enfrentar y capturar a través de mi cámara me produjeron desesperanza e incertidumbre respecto al futuro.
Los contagios aumentaban y, en plena luz del día, personas caían fulminadas por paros respiratorios e infartos fulminantes. Se desplomaban de la nada y quedaban ahí en el suelo ante los gritos y el pánico de los presentes.
Pero el peor día sin lugar a dudas fue aquel en que nos adentrábamos en uno de los tantos barrios vulnerables de Nuevo León.
El chofer conducía temeroso de sufrir algún asalto o un ataque represivo durante nuestro trayecto por aquellas calles mal asfaltadas. La desconfianza era evidente entre los lugareños. Nadie confiaba en el otro y quienes nos miraron mostraron su recelo cuando bajé del auto.
Sin embargo, lo que me impactó al punto de sufrir una breve crisis nerviosa, fueron unos niños que, desesperados, imploraron mi ayuda entre gritos y sollozos.
No entendí el porqué de tanta desesperación, pero quería ayudarlos a como diese lugar, por eso dejé que uno de ellos me guiase hasta una pequeña casa que me recordó a aquella en la que Eva vivió.
Vaya sorpresa me llevé cuando noté que, en el suelo de una humilde y desordenada sala, habían dos cadáveres en avanzado estado de putrefacción. Las ganas de vomitar me hicieron tener arcadas que no pude simular, pero soporté por respeto a los niños, que entre sus persistentes llantos revelaron que eran sus padres.
«¿Dónde está el maldito gobierno? ¿Qué pasó con la ayuda humanitaria de mierda que tanto promovían?» Me pregunté alterado.
Qué impotencia sentí cuando rompí a llorar y mis gritos fueron ignorados por aquellos que rodeaban la barraca, salvo por mi transportista que bajó del auto para ayudarme a recuperar la compostura.
Tras recuperar la calma y escuchar a los pocos vecinos de la zona que se tomaron la molestia de comprenderme, descubrí que esos niños no eran los únicos que pasaban por una situación similar.
Si en ese barrio había un aproximado de trescientas casas, por lo menos en la mitad de ellas, una persona estaba muerta.
No podía hacer gran cosa al respecto, y lo único que estuvo a mi alcance fue grabar y tomar fotografías de esa realidad que el gobierno ocultaba al resto del país.
Claro, debido a que se trataba de una zona vulnerable, las personas eran invisibles y mudas ante los ojos de un gobierno que priorizaba brindar apoyo a los países en mayor estado de emergencia de América.
Luego me enteré por medio de la junta de vecinos que, ante la falta de un representante con influencias, se les dificultaba transmitirles a las autoridades que, tanto en ese barrio como en los aledaños, se vivía una realidad ajena a lo que el gobierno difundía en los medios de comunicación.
En pocas palabras, el gobierno estaba haciendo la vista gorda ante semejante problema, por lo que me propuse la meta de escribir la mejor nota de prensa posible y enviárselo cuanto antes al departamento de edición en El Informante, pues con la influencia de uno de los periódicos más importantes del país, tuve la certeza de dar visibilidad a esas infortunadas personas.
Esa fue definitivamente una de las peores jornadas laborales que tuve en mi vida, y no pude imaginar la cantidad de casos que podía cubrir un periodista profesional en una época tan oscura para la humanidad.
A pesar de todo, me satisfizo saber que, gracias a que tomé suficiente evidencia gráfica y elaboré una nota de prensa que impresionó al señor Lovera y consideró admirable, logramos difundir una de las noticias que más impacto causó en la época y que puso al gobierno contra las cuerdas de cara a las elecciones que se aproximaban.
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—No soporto a mis abuelos, quieren que viva metida en las clases virtuales y lo odio… No aprendo nada.
Camila se mostraba rebelde en ocasiones.
Decía que odiaba a mis padres y que quería irse de casa.
Incluso dijo una vez que prefería contagiarse del coronavirus a tener que seguir viviendo con ellos.
—Camila, no digas esas cosas… Ellos siempre han sido estrictos. Pregúntale a tu papá para que lo confirmes —respondí con la intención de calmarla.
—Papá no vive aquí. Hace un mes que conoció a una zorra y se la pasa más con ella que conmigo —replicó.
Me impresionó escuchar ese lenguaje en Camila, a quien seguía mirando como aquella tierna y hermosa niña que siempre quería ser el centro de mi atención.
—¡Vaya! No tenía idea de eso —musité.
—Solo viene a casa para dormir y cuando me saluda, no para de hablar de esa zorra… No la conozco y ya la odio —dijo con notable rabia.
—Bueno, yo también la odio por quitarte la atención de tu papá… Pero no puedo solo aferrarme a esa sensación, ya que no conozco a esa mujer. Es mejor no juzgar a las personas antes de conocerlas —repliqué.
Camila no dijo nada al comprender que tenía razón, y hubiésemos seguido conversando a gusto si no fuese por la manera repentina en que se desconectó; me avisó minutos después que mis padres habían entrado a su habitación.
Camila enfrentaba entonces los primeros problemas reales de su vida y lo peor fue que no tuvo quien la guiase por un mejor camino, salvo Cristian y Eva, porque yo, en mi rencor hacia mis padres, le incitaba a ser rebelde.
Además, Camila desarrolló el carácter de su mamá hasta que entró en la adolescencia.
Muchas de sus quejas me hacían recordar a la peor versión de Francis, esa que abandonó a su hija y se fue a vivir a Estocolmo con su amante, un sueco adinerado.
Mi sobrina no tenía un rumbo claro.
Enfrentó sola a mamá en una versión muy severa de sí misma que la hacía parecer una malhumorada institutriz, mientras que papá no le dedicaba el tiempo que ella quería; bueno, eso en palabras de Camila.
Paúl: Camila, ojalá pudiera hacer algo para estar junto a ti o lograr que vengas a vivir conmigo, pero aparte de la pandemia, mis padres impedirían que eso sucediese.
Camila: Eso me hace odiarlos más…
Paúl: No digas eso, no es odio lo que sientes… Te prometo que en Año Nuevo, cuando todo empiece a mejorar, iré a visitarte en secreto.
Camila: Ojalá pudieras pasar Navidad y fin de año conmigo.
Así, pasaron los días y pasé mi primera Navidad solo, sentado en mi comedor e imaginando a mis seres queridos compartir la época más hermosa del año sin mí.
Ordené una pizza y una gaseosa de limón a domicilio mientras esperaba a que Eva y Cristian se conectasen de manera simultánea a una videollamada; se los pedí para omitir la sensación de soledad que me impidió sonreír en gran parte del día.
Hablar con Cristian y Alana y al mismo tiempo con Eva y Cata hizo que mi tristeza pasase desapercibida.
Cristian y Alana también estaban afligidos a celebrar la Navidad sin mi presencia, mientras que Eva estaba con gran parte de la familia Florencia. Eran un grupo de mexicanos alegres y escandalosos en su borrachera, salvo Cata y su mamá que se entrometían en la videollamada para disculparse por el alboroto que se vivía allá.
La noche de fin de año sí fue diferente desde un punto de vista positivo, pues recibí la grata visita de Uriel y la señora Tomassi.
Ellos llevaron pavo horneado, ensalada rusa y diferentes tipos de panes que comimos hasta quedar satisfechos mientras hablábamos del pasado lejano y el reciente que habíamos compartido.
Esa noche lloramos por quienes no estaban con nosotros, nos alegramos por los éxitos que disfrutamos a pesar de la pandemia y dimos gracias a Dios por la suerte de poder compartir tiempo juntos.
Los Tomassi fueron muy importantes en mi vida. Desde el primer día en que me acogieron hasta nuestra despedida, nada hubiese sido igual sin ellos.
El año nuevo lo recibimos con un abrazo grupal, como si fuésemos dos hermanos que se aferraban al amor de su madre.
La señora Tomassi nos deseó mucho éxito y prosperidad, pero sobre todo, que supiésemos tomar buenas decisiones cuando la situación lo ameritase. Sus consejos valían oro, y realmente me hubiese gustado oír todas esas bellas palabras de mamá.
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El nuevo año trajo consigo un par de sorpresas.
No tenía expectativas y solo ansiaba mantener mi empleo. Pensaba mucho en la idea de volver al Distrito Capital, pero con un apartamento propio y siendo dueño de mi vida gracias a mi independencia, me abstuve de hacerlo.
En redes sociales, a pesar de los años que habían pasado desde que me hice pequeñamente famoso con mis videoblogs, mi nombre volvió hacerse popular gracias a la nota de prensa que difundió El Informante respecto a las zonas vulnerables que no recibían ayuda humanitaria durante la pandemia.
El señor Lovera me felicitó por mi excelente trabajo y adicionó un bono extra además de mi salario, pues las ventas del periódico estuvieron mejor de lo estimado. De hecho, fue él quien me dio el crédito de cubrir la primicia, y cuando tuve la oportunidad de comprar un ejemplar en uno de los pocos quiscos autorizados, me asombré al ver mi nombre al final de la noticia.
Me asombró recibir ese crédito, aunque mi popularidad en redes se debía a la noticia que se compartió en los canales digitales de El Informante, dónde adjuntaron los enlaces de mis perfiles personales.
Para entonces, eran pocos los seguidores que tenía.
La mayoría había dejado de seguirme, pero con esa nota de prensa, mi sección de notificaciones empezó a sonar en repetidas ocasiones avisando que la gente comenzaba a seguirme de nuevo.
Esto me tuvo tan distraído conforme regresaba a mi apartamento que, mientras caminaba por una zona comercial de Nuevo León, no me percaté de un sujeto que me tomó de la camisa para arrojarme contra unos contenedores de basura.
El impacto de mi aparatosa caída me provocó tanto dolor en las caderas que grité con todas mis fuerzas; no pude evitar llorar.
A decir verdad, no supe si fueron uno o varios sujetos los que me robaron la billetera y el celular, pero no me importó, solo quería que alguien me ayudase.
El dolor que sentía era tal que no podía moverme ni arrastrarme. Lo más que pude hacer fue gritar desesperado en busca de ayuda, una que por suerte no tardó en llegar.
Un señor me llevó a un centro médico cercano y me dejó en la sala de emergencia, donde unos enfermeros me trasladaron hacia una de las habitaciones.
Me vi en la necesidad de relatarle a una joven doctora, de apellido Guevara, lo sucedido durante el asalto que sufrí y obviamente mencionarle el accidente que en años anteriores me dejó secuelas que creí superar.
Entonces, después de inyectarme algunos relajantes musculares, me llevaron a la sala de rayos X y descubrieron que se me había dislocado la parte izquierda de la cadera.
La doctora Guevara alegó que la reubicación del hueso sería rápida pero dolorosa, por lo que exigí que me aplicasen anestesia; ya con el dolor que sentía deseaba que me quitasen la pierna.
Sin embargo, con notable seguridad en sus palabras, la doctora alegó que no era necesario anestesiarme para algo que le tomaría poco tiempo remediar, y en efecto, así fue.
Fui motivo de risas para la doctora Guevara y el par de enfermeros que le acompañaban, ya que cuando me pidió que me pusiese de pie, no pude evitar temblar por el miedo que me generaba sufrir esos horribles dolores.
Aun así, me vi obligado a seguir sus indicaciones, y por suerte, apenas sentí una puntada que me dificultaba asentar bien mi pierna izquierda.
La doctora me pidió que diese unos cuantos pasos e intentase caminar con normalidad, pero yo cojeaba y no podía simular las muecas de dolor. Ella se mostró inconforme y terminó recomendando el uso de un bastón hasta que recuperase mi buen andar.
Sentí impotencia porque creí que la cojera era cosa del pasado. No soportaba la idea de depender de un bastón nuevamente.
Tras realizar su informe médico, la doctora me recomendó cumplir con un reposo de ocho semanas, tomar algunos analgésicos cuando presentase fuertes dolores y recurrir a un fisioterapeuta a partir de la quinta semana.
Al día siguiente, después de tramitar la solicitud para un nuevo carnet de identificación y bloquear mis tarjetas bancarias, le envié un mensaje a mi hermano para decirle que me habían asaltado.
No quise mencionarle que estaba otra vez dependiendo del bastón, pues Cristian era como mamá; solía exagerar las situaciones.
Minutos después, mientras buscaba algunas noticias relevantes en mi correo electrónico, la bandeja de entrada me notificó la llegada de un nuevo mensaje.
No pude evitar el asombro al ver que se trataba de Carla Marshena, quien en un breve texto me pedía que nos contactásemos vía Zoom para discutir una nueva oferta laboral.
Fue una reunión virtual de apenas treinta minutos, donde Carla se mostró emocionada por ser la nueva presidenta de Tourist Adventure. Sin embargo, cuando me habló de los proyectos que tenía en mente para el año que transcurría, sentí de nuevo que no hacía referencia a la compañía, sino a un proyecto personal.
Yo, de igual manera, le dije que me interesaba el puesto de fotógrafo y el de community manager. Que estaba dispuesto a emprender ese largo viaje y trabajar para Tourist Adventure.
Cuando mencioné el nombre de la empresa, Carla frunció el ceño por unos segundos, aunque de repente se emocionó nuevamente. Alegó que estudiaría bien su proyecto y, tan pronto estuviese lista para iniciar con ello, me contactaría para llegar a un acuerdo.