Al día siguiente, tras pasar toda la noche hablando con Uriel de lo que fueron nuestras vidas después de mudarme a Ciudad Esperanza, me puse en contactos con aquellos a quienes necesitaba informarles de mi situación.
Al primero que contacté fue a Cristian, quien se alivió cuando escuchó mi voz, aunque de igual manera expresó su preocupación al revelarme que la situación en el Distrito Capital estaba fuera de control.
Yo le pedí que velase por su salud y la de Alana. Que no se preocupase por mí, ya que, a fin de cuentas, estaba en la casa de mi mejor amigo.
Luego contacté al señor Lovera, quien, en vista de la alarmante situación con el coronavirus, se limitó al manejo de las redes sociales y el sitio web de El Informante para compartir las noticias más relevantes del momento.
Para ello, contó con el apoyo de Lucy y nuestro equipo, quienes empezaron a trabajar de manera remota. Mientras que a mí, dado que ya no me necesitaba en la gestión de redes sociales, me despidió.
Claro que esto no me alarmó porque tenía dinero suficiente para sobrevivir hasta un año con una correcta administración, pero la idea de no hacer nada me desesperó un poco, pues me había acostumbrado a estar activo.
También aproveché la oportunidad de contactar a Eva, quien con notable tristeza reveló que la gira de Cata había sido cancelada; estaba en México resguardada en su casa.
Me reconfortó saber que Eva estaba segura y fuera de todo peligro, aunque me entristeció que no pudiese continuar con una gira en la que su nombre ya empezaba a ganar el reconocimiento que Cata anhelaba para ella.
Así, con el ajetreo y las preocupaciones que enfrentamos, lo que en meses anteriores era importante, pasó a segundo plano.
Fue una época en que la unión familiar jugó un papel importante en la mentalidad de las personas; estar encerrado durante gran parte del día era una tortura.
Por eso, cuando anunciaron que, a partir de las seis hasta las ocho con treinta de la mañana, teníamos la oportunidad de realizar las compras de primera necesidad, aprovechamos al máximo ese periodo de tiempo y nos hicimos con la mayor cantidad de juegos de mesa, aunque también compré una consola de PlayStation 3 con bastantes videojuegos de diversos géneros.
Sin embargo, con el paso de un mes, el aburrimiento reinó en una casa donde los temas principales de conversación eran referentes al coronavirus y las noticias que recibíamos de nuestros seres queridos en sus localidades.
Uriel y yo, con el Internet a disposición, aprovechamos para aprender toda clase de tareas que nos llamase la atención.
Así, poco a poco, fuimos capaces de dominar las técnicas de cocina, aprender a pintar, reparar electrodomésticos y algunas cosas más.
Sin embargo, la situación cambió cuando Uriel recibió una oferta laboral de una editorial en el Distrito Capital, donde le ofrecieron la oportunidad de trabajar de manera remota.
Mi mejor amigo era licenciado en Literatura y Lingüística, por eso, tras graduarse, se había postulado en distintas editoriales a nivel nacional.
El trabajo le vino de maravillas, pues en vista del confinamiento obligatorio al que fuimos sometidos, mucha gente se distrajo con la escritura, siendo esto un momento provechoso para las editoriales.
Entonces, Uriel empezó a pasar gran parte de sus días en su estudio trabajando, mientras que yo no tuve con quien distraerme.
En momentos de soledad, fue complejo persuadir los pensamientos deprimentes, y fue inevitable que no pensase en mis padres y el resto de mis hermanos.
En lo personal, lo más triste de aquella época no fue la desgracia diaria que nos preocupaba, sino el hecho de no tener una mínima idea de lo que sucedía en casa de mis padres.
Quería estar al pendiente de su situación y saber que estaban bien, incluso ayudarlos económicamente si fuese necesario.
Gracias a Cristian, tenía el número de contacto de la casa de mis padres, pero por orgullo nunca intenté llamarles.
No fue fácil tomar la decisión de comunicarme con ellos, pero cuando logré superar mis temores y orgullo herido, tuve la valentía de hacerlo; atendieron en mi tercer intento.
—¿Hola? ¿Quién habla? —preguntó una mujer cuya voz me alegró como en mucho tiempo no me había alegrado.
—Mamá, es Paúl, que gusto me da…
De pronto, colgaron la llamada, por lo que aquella alegría se esfumó en cuestión de segundos.
De igual manera, insistí en contactarla de nuevo, por lo que respondieron de inmediato, aunque no como yo esperaba.
—No molestes y ni si te ocurra llamar de nuevo a esta casa —respondió papá con severidad, quien de pronto, colgó.
Sí, es verdad, la crisis sanitaria era mucho peor que mis problemas personales y los errores que me seguían haciendo pagar las consecuencias de haberlos cometido, pero no podía soportar que me ignorasen de esa manera.
Sentí que fueron injustos conmigo, ¿qué tenía que hacer para que me perdonasen? Siendo honesto, los odié.
La desesperación fue tal que, encerrado en aquella habitación, sentí que me asfixiaba, así que salí un rato al patio trasero de la casa.
El vacío en mi pecho se tornó frustrante y por instantes quise gritar con todas mis fuerzas, pero me limité a llorar.
—¿Paúl, que pasa? ¿Por qué estás llorando? —preguntó Uriel de repente; no me percaté de su presencia.
No fue fácil responderle.
Tenía un nudo en la garganta que me imposibilitaba responder.
—Vi por la ventana que saliste sin cubrebocas. Es peligroso que estés afuera sin protección —dijo con voz comprensiva.
—Acabo de llamar a mis padres para saber cómo estaban, y me pidieron que no los molestase —respondí a duras penas.
La voz me falló.
El nudo en mi garganta no permitió que me expresase bien, ni siquiera pude desahogarme en el ansiado llanto.
—Vaya —musitó Uriel—, lo siento mucho.
—No hay nadie que lo sienta más que yo. —respiré profundo—. Para empezar, no debí ir a esa maldita fiesta en casa de Joel.
—¿Joel?
—Él no importa, fue en esa fiesta donde todo empezó, no sé qué mierda me dieron cuando me drogaron, y lo peor fue haberla conocido.
—¿A quién?
—A Susana, Uriel, ella me llevó a la adicción. Por su culpa estoy pagando tanto por mis errores.
—No, Paúl —dijo con voz firme—, la culpa siempre ha sido tuya.
Yo le miré receloso. Sentí que mi mejor amigo me estaba dando la espalda, pero lo escuché de igual manera.
—Cuando me contaste tus problemas, me sentí impotente al imaginar lo mal que la pasaste. Que te diesen la espalda fue una puta mierda y de verdad me hubiese encantado estar a tu lado para apoyarte. Sin embargo, no habría hecho gran cosa porque el culpable siempre fuiste tú. Amigo, no puedes culpar a otros por tus errores, y entiendo que cuesta aceptarlo, ya que la pérdida ha sido grande, pero acéptalo, no hay vuelta atrás.
—Uriel…
—Eso quedó en el pasado, Paúl —sentenció—, ya deséchalo y acepta las consecuencias. Tus padres están decepcionados y no puedes culparlos. Yo también estuve decepcionado, pero aprendí a perdonarte. Amigo, tu familia sufre porque siempre tuvieron grandes expectativas con tu futuro. Eres el menor de los Fernández. El golpe es más fuerte para ellos.
Jamás se me pasó por la mente imaginarlo de esa manera; Uriel dio en el clavo con sus palabras.
Gracias a ello, sentí alivio y una paz que me tranquilizó.
Así que pude reflexionar con respecto a mis errores y la decepción de mis padres; siempre tuve la suerte de contar con gente cuya sensatez era de admirar.
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Los días pasaron y la señora Tomassi cada día oraba por su esposo, a quien llamaba a diario para saber de su situación en San Ignacio.
Yo mantuve contacto vía Zoom con Eva, Susi y Cristian para asegurarme de que estuviesen bien, y de vez en cuando contactaba al señor Lovera con la esperanza de que me contratase nuevamente.
A finales de mayo, ya no soportaba estar encerrado en esa casa sin hacer nada; necesitaba sentirme útil.
La inactividad me generaba una sensación de incompetencia. Así que, teniendo la disposición una buena cantidad de dinero, le propuse tanto a la señora Tomassi como a Uriel, que me apoyasen con un proyecto que podíamos llevar a cabo en casa.
Mi plan fue invertir en una pequeña fábrica de confección de cubrebocas personalizados; había visto la idea en redes sociales.
Ellos dudaron al principio pero, cuando analizaron que teníamos todo a disposición para darle inicio a ese emprendimiento, aceptaron mi propuesta.
La señora Tomassi le propuso a su vecina, la señora Herrera, que se nos uniese en el proyecto. Ambas eran muy hábiles al momento de utilizar una máquina de coser. Así que, cuando tuvimos todo a disposición, empezamos con un emprendimiento cuyo impacto nos generó buenas ganancias en corto plazo.