Decir que lo que pasó fue impactante, es poco.
Fue realmente abrumador e inesperado que, en cuestión de semanas, el planeta entero entrase en semejante crisis sanitaria; todos los países del mundo empezaron a reportar contagiados por coronavirus.
Pero, más allá de lo preocupante que resultó ser la creciente cantidad de personas contagiadas, que en cuestión de meses morían o entraban en una fase peligrosa de la enfermedad, también se empezó a observar una enorme crisis económica en la que contadas empresas pudieron salir a flote y sacar provecho de una situación adversa para la humanidad.
Tourist Adventure fue una de las tantas empresas que no pudo soportar la situación.
Es por eso que la mismísima Carla Marshena me notificó que dejaríamos sin efecto el acuerdo al que llegamos en noviembre, y no siendo eso suficiente, también prescindió de mis servicios como community manager, aunque eso no me afectó en lo económico.
En cuanto a nuestros objetivos en Nuevo León, la incertidumbre generada a causa del letal virus afectó la decisión del jurado en el caso de Luis Aponte, por lo que la fecha se aplazó hasta tal punto que el señor Lovera nos pidió que regresásemos al Distrito Capital.
Por desgracia, se registraron los primeros contagiados por coronavirus en el país, precisamente en el Distrito Capital, donde iniciaron el aislamiento de la ciudad tan pronto se supo de la emergencia sanitaria.
Debido a ello, regresar ya no era una opción, y menos cuando la alcaldía de Nuevo León no permitió bajo ninguna circunstancia la salida y entrada de personas a modo de prevención; esto generó un notable descontento en la sociedad.
Elizabeth entró en pánico cuando supo que no podía volver al Distrito Capital, pero por suerte, el señor Lovera nos consiguió un permiso especial que nos permitía seguir laborando, aunque en vez de centrarnos en el caso de Luis Aponte, nos dedicamos a cubrir el caos social que generó el aislamiento de Nuevo León.
Los avisos de prevención contra el coronavirus eran transmitidos cada cinco minutos en los programas radiales y comerciales televisivos, y la venta de alcohol, antibacteriales, guantes quirúrgicos y cubrebocas incrementaba con el paso de los días.
Claro que, a causa de que no había contagiados en Nuevo León, se vivía una leve normalidad, y hasta se podían llevar a cabo algunas labores que mantenían con vida la actividad económica.
Sin embargo, tras un descuido de las autoridades en las afueras de la ciudad, se registró el primer contaminado, y por ende, declararon cuarentena total; ni siquiera nuestros permisos laborales sirvieron para seguir trabajando.
Así fue como Elizabeth y yo nos quedamos varados en el hotel, y lo peor del caso fue que el señor Lovera se vio obligado a cortar el financiamiento de nuestra estancia en Nuevo León, lo cual significó un verdadero problema para nosotros.
Afortunadamente, vendí el resto de mis acciones de la bolsa de valores a tiempo y empecé a depender de mis ahorros.
Elizabeth, desesperada, se vio obligada a llamar a un familiar que vivía en Nuevo León, por lo que, en cuestión de días, se fue con ellos y me dejó solo.
Afrontar la soledad fue deprimente, pero eso pasó a segundo plano cuando se difundió el rumor de un contagiado dentro del hotel, por lo que el caos y la violencia empezaron a reinar en aquellos que se culpaban entre sí.
De hecho, hizo falta la intervención de las autoridades y el personal médico que nos examinó.
Gracias a ellos, descubrimos que entre nosotros había tres pacientes asintomáticos que contagiaron a varias personas.
Entonces, declararon el hotel como inhabitable, por lo que fuimos trasladados a un centro médico en el que nos mantuvieron aislados por un mes y donde estuvieron examinándonos hasta que se aseguraron de nuestro buen estado de salud.
Así fue como me permitieron buscar refugio con algún familiar tras descartar la posibilidad de contagio, pero en Nuevo León no tenía a nadie. Por instantes entré en pánico, pues temía que me dejasen en la calle o me mantuviesen en ese lugar encerrado con el riesgo de contagiarme.
Por suerte, tras horas de desesperación, recordé a mi mejor amigo de la infancia, con quien había perdido el contacto desde que empecé a trabajar con Elizabeth.
Me sentí culpable cuando recordé que no le mencioné a Uriel que estaba trabajando en Nuevo León, pero me reconfortó un poco que, después de tantos años, finalmente podía cumplir la promesa que le hice antes de mudarme a Ciudad Esperanza.
Cuando le mencioné al personal médico que tenía un lugar en el cual refugiarme, estos les pidieron a un oficial de la policía que me transportase hasta la casa de mi amigo.
El amable oficial, quien antes de guiarme hasta su patrulla me roció completamente de alcohol, al igual que mi equipaje, se hizo cargo de mis cosas y me pidió que subiese al vehículo.
Fue extraño subir a una patrulla, aunque era una nueva experiencia a fin de cuentas.
Entonces, cuando el oficial subió a la patrulla, tomó su radiotransmisor, en el que se escuchaban varias voces en estado de alerta, y comunicó el objetivo de su encargo.
—Aquí Jiménez solicitando permiso para un traslado hacia…
El oficial me miró esperando que dijese la dirección a la que me dirigía, misma que revelé con un dejo de temor, pues temía que Uriel y sus padres, a esas alturas de nuestras vidas, viviesen en otra zona de la ciudad.
—Permiso para un traslado hacia la calle 14 de la urbanización Las Primaveras, cambio —notificó el oficial.
—Concedido Jiménez, tome la ruta de la avenida principal y evite la plaza del este; hay disturbios en la zona, cambio.
Durante el trayecto me mostré nervioso y temeroso, sobre todo cuando llegamos al que alguna vez fue mi lugar de residencia.
Desde el fondo de mi corazón, deseé que Uriel siguiese viviendo en la misma zona, y realmente fue un alivio cuando vi ese Honda Civic en el estacionamiento de su casa.
—¿Nombre y apellido? —preguntó el oficial Jiménez al detener la patrulla frente a la casa de Uriel.
—Paúl Fernández —respondí.
El oficial Jiménez activó el altavoz de la patrulla.
—Atención, Paúl Fernández está bajo mi custodia… Repito, Paúl Fernández está bajo mi custodia y solicito que tomen las medidas preventivas utilizando el cubrebocas y guantes para recibirlo.
—¿Puedo bajar? —pregunté.
—Sí, pero no se acerque a la casa. Permanezca cerca de la patrulla hasta que tomen las medidas preventivas.
Un par de minutos después, quien me recibió fue el mismísimo Uriel.
Fue impresionante notar el cambio físico que experimentó desde la última vez que nos vimos.
De hecho, era más alto y fornido que yo, pero en su rostro quedaba rastro de aquel niño con el que crecí y pasé momentos inolvidables de mi infancia y parte de mi adolescencia.
Uriel se mostró confundido cuando se acercó a la patrulla, pero al notar mi presencia, dio las gracias al oficial Jiménez por haberme transportado.
Su mirada me transmitía seriedad, por eso creí que estaba molesto conmigo. A decir verdad, tuve miedo de que reclamase mi presencia sin que le avisase.
Uriel bajó mi equipaje y me ayudó a cargar con ello, y una vez estuvimos dentro de su casa, me roció con alcohol y untó un poco de antibacterial en mis manos.
Cuando estuvo seguro de mi desinfección, de repente me abrazó tan fuerte que, con solo ese gesto, me permitió comprender lo feliz que estaba de verme.
—Creí que no cumplirías tu promesa —musitó.
—Tenía en mente darte una sorpresa, pero todo esto ha sido inesperado… La cuarentena fue repentina —respondí, a la vez que correspondía a su abrazo.
—Lo importante es que viniste —dijo emocionado—. ¡Mamá! Ven, tenemos una grata visita.
La señora Tomassi se asomó desde la cocina y, al verme, caminó rápido sin importarle si estaba desinfectado o no.
Ella me dio un cálido abrazo, con ese calor maternal que hacía tanto tiempo no recibía; siempre me tuvo cariño.
—¡Caramba, Paúl! Que agradable sorpresa que estés aquí. Uriel nos comentó de tus problemas y mira que estuve orando por ti desde entonces. Cuéntame, ¿Cómo has estado?
Tras responderle, la señora Tomassi me tomó de la mano como a un niño pequeño y me llevó hasta la cocina, donde me sirvió una taza de café.
Ahí estuvimos poniéndonos al día después de tantos años, en una de las épocas más complicadas que nos tocó afrontar.
Además, supe que el señor Tomassi, comerciante de profesión, se había quedado varado en San Ignacio, una ciudad ubicada en el occidente del país. Su viaje de negocio se vio interrumpido por la cuarentena, aunque, por suerte, contaba con el apoyo de sus hermanos.