Al día siguiente, Lufa corrió a las casas de Clorinde y Abigail bastante temprano. Luego de sacarlas, se dirigió con ellas hacia la parte sureste del bosque.
De la recopilación hecha por el chico durante estos últimos meses, él sabía que el lugar a dónde iban tenía bestias de niveles bajos, en su mayoría animales herbívoros, pero agresivos.
Unos minutos de caminata bastaron para llegar hasta el límite del pueblo.
Nunca antes Abigail se había alejado tanto de su hogar.
La niña, llena de curiosidad, vio a una serie de árboles que tenían cuerdas rodeando sus tallos como una serpiente. En las cuerdas del grosor de varios dedos se encontraban colgadas muchas telas viejas con patrones inscritos. Ella sintió un tipo de poder emergente parecido al mana, pero a la vez distinto.
Al notar el ceño fruncido de Abigail –¿Te diste cuenta? –preguntó Lufa.
Ella giró la cabeza antes de asentir.
–Cada uno de estos árboles actúa como una barrera natural. Según los diversos relatos, estos hechizos de protección provienen incluso antes del nacimiento del Imperio Silvarium hace miles de años. Muchos archimagos afirmaron que fueron hechos por la raza élfica.
–¿Elfos? –Ambas niñas abrieron los ojos con sorpresa –¿En verdad existen? –preguntó Abigail.
–Claro que sí. Solo que nadie sabe donde habitan.
Lufa sabía que existían los elfos, es más, luchó contra varios de ellos en su última batalla. No recordaba mucho acerca de ese combate, pero tenía la imagen difusa de Arthur asesinando a uno de los generales proveniente de esa raza de orejas largas.
–Si sientes que la magia de esos pedazos de tela es diferente, entonces tienes razón. Los libros dicen que los elfos tienen un tipo de mana específico para su raza y pueden controlar a la vegetación.
–¿Es parecido a los hechizos de enredaderas? –preguntó casi susurrando Clorinde.
Abigail asintió, también con dudas.
–Ustedes saben que todos los hechizos hechos con mana se comportan de acuerdo con el círculo mágico. En el caso de las enredaderas, el hechizo solo las hace crecer en un punto determinado y ellas apresan a cualquiera que esté cerca por su naturaleza, sin diferenciar aliado de enemigo. Por otro lado, los elfos controlan a las plantas de un modo distinto –Lufa aseguró –. No me pregunten cómo, que yo tampoco lo sé.
Lufa avanzó hacia el bosque brumoso.
–¡Lufa! –Abigail lo detuvo – ¿No nos vamos a perder dentro?
La niña tenía miedo de perderse en el bosque debido a las historias terroríficas que contaban los padres a sus hijos en el pueblo de los Noctas.
–No te preocupes –mencionó Lufa, metiendo su mano al bolsillo –. Mira, tengo un tóken.
De los dedos de Lufa colgaba una cuerda unida a un pedazo de madera con escritura rúnica. Era bastante parecido al que Crinar tenía siempre colgado en su cintura.
–¿Cómo lo conseguiste? ¡Espera! No lo habrás robado, ¿cierto? –escupió ella a una velocidad increíble, enojada.
–Claro que no. El viejo Zigs me lo dio.
–¿El abuelo? –preguntó muy sorprendida –¿Dónde está? ¿Cuándo lo encontraste?
–Bueno… Ya se fue del pueblo.
–¡¿Se fue?! ¡No le avisó a nadie!
–Se despidió de mi y me dejó estas cosas –mencionó Lufa mientras mostraba la daga y el token –. También dejó algo para ti, pero te lo entregaré más adelante.
–¿Qué me dejó?
–Te lo mostraré luego. Pero, eso no es importante. Abi, es un secreto que él desapareció, no debes avisarle a nadie ¿entiendes?
–Entiendo –mencionó con un puchero.
Lufa volteó hacia Clorinde y ella movió sus manitas.
–Yo… no diré nada –aseguró.
Así, los tres niños se adentraron a las profundidades del bosque.
Abigail y Clorinde caminaban tomadas de la mano lo suficientemente ansiosas como para saltar con cualquier mínimo sonido. Por otro lado, Lufa avanzaba como si nada delante de ellas.
No pasó mucho antes de que Lufa se detuviera en seco, haciendo una señal con la mano para que se detuvieran.
Ambas niñas apretaron sus manos con fuerza y tensaron sus cuerpos, luego, se acercaron lentamente al chico, buscando la sensación de seguridad que siempre emitía.
Lufa, sin soltar palabra alguna, llevó un dedo a sus labios e instó a que guardaran silencio. Con la otra mano apuntó hacia un lugar alejado donde un ciervo de ojos rojos se alimentaba de flores multicolores.
Como el animal se encontraba bastante alejado, no notó a los niños y continuó devorando las plantas con tranquilidad.
Lufa hizo más señales con sus manos.
Desde antes de ingresar, él ya les había mencionado los tipos de señas básicas que usaría para que comunicarse sin hablar.
Abigail comprendió que Lufa quería que atacara al ciervo. Sus manos temblorosas se elevaron hasta la altura de su pecho y conjuró su círculo brillante.
Lufa percibió la duda de su amiga, pero no la detuvo.
Apretando los dientes, Abigail se llenó de coraje y disparó el carámbano que configuró.
El proyectil aceleró por los aires dirigido al animal.
Tal vez por el temblor de sus manos o la duda, el carámbano se clavó en un árbol, a varios metros del animal.
Una sensación de decepción llenó el cuerpo de Abigail, pero a la vez también sintió alivio por haber fallado.
Contrarias a las expectativas de la pequeña, el animal, lejos de escapar con miedo, comenzó a correr en dirección hacia ella con los cuernos afilados zumbando por el roce con el viento.
Abigail palideció, quedándose estática debido al miedo.
–Oye. No tengas miedo. Recuerda que practicaste mucho tiempo, así que solo trátalo como si estuvieras golpeando un árbol.
La niña recuperó la compostura gracias a la voz de Lufa. Con ello, volvió a subir sus manos de manera automática y lanzó una bola de fuego gigantesca sin pensarlo.
El ciervo que carecía de inteligencia fue un blanco fácil.
El cuerpo del animal fue tragado por las llamas, explotando al instante. Así, salió disparado hacia un costado, cortando su embestida, para luego correr de un lado a otro durante unos segundos antes de perecer envuelto en ondas de fuego.
Abigail fue testigo de cómo el animal murió trágicamente y dejó un cadáver carbonizado.
Sus pequeñas manos seguían adelante, temblando aún más que antes.
El olor a proteína y pelaje quemado llegó a sus fosas nasales por la brisa, haciendo que una oleada de nauseas se apoderaran de su cuerpo pálido.
Sin poder aguantar más, Abigail cayó de rodillas al suelo y comenzó a vomitar sobre el pasto. Las lágrimas se deslizaron por sus mejillas y no se detuvieron, ni siquiera cuando su estómago terminó de expulsar todo lo que tenía dentro.
Lufa sintió algo de culpa por ello, pero se recordó a si mismo que era un entrenamiento para lo que llegaría a futuro.
Ayudándola a ponerse de pie, él limpió sus lágrimas cristalinas con su propia ropa, ocasionando que Abigail rompa en un llanto desmedido.
Abigail enterró su rostro en el pecho de Lufa y lloró por mucho tiempo, mientras él acariciaba su cabello y la consolaba. Clorinde también cumplió su labor de amiga y le proporcionó muchas palabras de ánimo.
Lufa se sorprendió por ello.
Clorinde era más pequeña que ambos, pero su fortaleza mental parecía ser uno de sus puntos fuertes, incluso superando por mucho a la de su amiga.
Los minutos pasaron.
Abigail parecía haberse calmado, pero Lufa sentía que ella terminaría con un trauma si la dejaba de esa manera.
–Pequeña cloro, es tu turno –dijo casualmente.
Al ser llamada, Clorinde apretó los puños. Luego, echándole un vistazo a Lufa y Abigail, asintió con decisión.
Los tres caminaron con lentitud por los senderos inexplorados del bosque.
Abigail estaba bastante aferrada al brazo de Lufa. Este último había intentado zafarse para liderar sus pasos, pero la niña no lo dejó libre, así que solo le quedó avanzar con cautela con la pequeña carga colgando su brazo derecho.
Mientras avanzaban, Lufa se detuvo en seco, haciéndole una seña a Clorinde. En la lejanía, entre unos arbustos, un jabalí de ojos rojos hurgaba con su hocico pegado al suelo.
La niña se estremeció con el comando, pero al instante puso un semblante lleno de fortaleza y comenzó a conjurar sus hechizos.
A diferencia de Abigail, Clorinde supo exactamente cuál era la finalidad de sus prácticas y actuó en consecuencia. En sus manos se formaron siete carámbanos giratorios.
La frialdad percibida por Lufa no vino solo por los pedazos de hielo, sino también por la mirada de la niña.
Siete proyectiles se dispararon. Todos ellos impactaron en los puntos vitales del jabalí, acabando con su vida en cuestión de segundos por el nivel de sus heridas. El animal soltó un chillido de dolor antes de caer tendido en la tierra.
A Lufa no le preocupaba el animal, solo se preocupaba por el estado de las niñas.
–Bien hecho –mencionó Lufa. Luego de verificar que Clorinde mostraba un rastro de miedo que controló perfectamente.
Lufa recordó a Caltus gracias a Clorinde, pero sacudió su cabeza intentando no comparar al padre y a la hija, pues ese tipo de pensamientos provocaría un cambio de mentalidad al tratar con la pequeña niña.
"Mientras yo esté ella nunca será como su padre", se prometió a si mismo.