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Chapter 35 - Comercio con los Noctas

Un mes después de la muerte de Caltus un grupo de comerciantes llegó al pueblo de los Noctas.

El sonido del silbato reunió a grandes y chicos en cuestión de minutos.

Quienes actuaban como comerciantes eran los soldados del duque que siempre lo acompañaban a este pueblo. Ellos eran los únicos que conocían abiertamente la existencia del lugar y, como bonificación, Frederic Allen les cedió el comercio con la gente de este escondido territorio.

Los soldados bajaron de las carretas tiradas por caballos, claro que esta vez no portaban armaduras sobre sus cuerpos, sino abrigos de pieles que los hacían ver más grandes de lo normal.

Ahora que se encontraban en invierno, todo el pueblo quedó cubierto de blanco, dejando la neblina de lado y reemplazándolas con tormentas de nieve recurrentes.

–¡Comandante! –Un hombre rubio bajó de la carreta principal, dirigiéndose a Crinar.

El jefe del pueblo le dio un apretón de manos.

–Jhodde, ya no soy tu superior, solo llámame por mi nombre.

–Imposible, para nosotros siempre serás nuestro comandante.

Varios soldados asintieron. Al no encontrarse acompañando al duque, esta gente se encontraba con mayor libertad para interactuar sin mencionar sus títulos y rangos.

Crinar lanzó un suspiro de resignación, sabía que ellos seguirían llamándolo así.

–Jhodde, sé muy bien que deben estar cansados por el viaje, pero necesito un favor bastante urgente.

Al sentir la seriedad de su ex superior, el hombre asintió.

–¿Pasó algo?

–Sí, ¿recuerdas a Caltus?

–Caltus, Caltus. Ah, ¿te refieres al erudito que trajimos?

–Exactamente. Salió con la orden del duque para comprar algunas hierbas y nunca regresó.

El ceño del rubio se contrajo, al igual que los demás soldados que escuchaban la historia.

–¿Cuándo pasó?

–Hace un mes.

–Comandante, nadie salió del bosque. Al menos no por la carretera –negó con la cabeza.

El ducado siempre tuvo soldados haciendo guardia en zonas estratégicas fuera del bosque pues a veces salían las bestias mágicas o mutadas y ellos tenían el trabajo de eliminarlas.

En la entrada del camino que se dirigía al pueblo de los Noctas, tenían un campamento montado que también servía de punto de encuentro por si alguien salía del pueblo, pero, más que nada, era para impedir que otros ingresen.

Crinar se masajeó la frente con pesar.

–Pero comandante, ya pasó un mes…– mencionó con los dientes apretados, instándolo a algo que Crinar ya comprendía.

–Sí. Pero…su familia aún cree que volverá.

–Nosotros entendemos bien ese sentimiento –suspiró el soldado.

–Pediré que le entregues esta carta a Lord Frederic –Crinar le pasó un sobre amarillento –. Espero que puedan mandar un grupo de búsqueda para él.

Teodora llegó en ese momento. Le faltaba el aliento y no se encontraba vestida tan abrigada como siempre, parecía haber corrido sin pensar luego de escuchar que llegó la caravana.

El hombre rubio le comentó a la señora que su marido no había pasado el punto de control, manteniendo el tacto para no romper sus esperanzas, aunque dentro de él sabía que había pocas posibilidades de supervivencia.

Las amigas de Teodora la sostuvieron cuando estuvo a punto de desmayarse al escuchar que no se sabía nada de su esposo.

Mujeres como ella, que fueron criadas en casas nobles y sin penurias, eran bastante frágiles contra los problemas.

Para ella su fortaleza era Caltus, pues siempre la apoyaba y trataba de la mejor manera. Ahora, sin saber su paradero, se sentía muy sola y desesperada.

La dama sintió un fuerte abrazo en su estómago, bajando su mirada, unos ojos enrojecidos con lágrimas contenidas la veían.

La vulnerabilidad de aquella mujer se vio reflejada en su hija.

"Ah, debo ser fuerte", se dijo a si misma. No podía mostrar debilidad frente a su pequeña niña.

–Tu padre regresará –Teodora lanzó esas palabras, intentando también creerlas.

Abrazó a su hija mientras esta sollozaba en su falda a la vista de las demás señoras que mostraron su apoyo silencioso.

A un costado, Abigail estrujaba la mano de Lufa, llorando; por otro lado, el chico miraba todo con una cara plagada de seriedad.

"Su familia o el pueblo. No me arrepiento", repetía mentalmente.

La escena finalizó con la llamada de Crinar para comerciar.

–Nuestros amigos trajeron muchas cosas buenas esta vez. Terminemos rápidamente con el comercio para que regresen al ducado y puedan proporcionar un equipo de búsqueda.

Como si de hormigas se tratasen, muchos hombres adultos corrieron a sus casas y regresaron con costales llenos de granos.

Los intercambios en este lugar en su mayoría eran con granos de trigo, manteniendo un precio de 10 monedas de cobre por kilogramo.

La comida en esta temporada era escasa incluso en las ciudades, por eso los soldados podrían terminar vendiéndolas en Briefel a 25 monedas de cobre por kilogramo, generándoles grandes ganancias.

–Quiero esa hacha de hierro –mencionó Tudor.

–Buena elección –respondió Jhodde –. Te costará 3 sacos de grano.

Luego de pensarlo por un momento, el barbudo asintió.

En el pueblo no había ningún herrero, así que todos los elementos metálicos que tenían fueron conseguidos en intercambios como este.

La gente se apiñó en todas las carretas, saqueando todas las cosas que trajeron. Algunos de los pobladores hicieron pedidos de temporadas anteriores y recogieron sus pertenencias de una carreta específica.

Miena llegó en ese momento cargando una bolsa mediana en sus manos. Poca gente, como ella, comerciaba directamente con monedas.

La joven se acercó a las carretas y comenzó a buscar algo que le atrajera.

Tanto Lufa como Miena tenían todo lo necesario en su hogar. Viviendo sin carencias, aprovechaban estos momentos solo para obtener elementos interesantes.

–Quiero este peine –Miena cogió un peine de marfil con acabados florales.

Luego de saldar el trato en dos monedas de cobre, se alejó con una sonrisa en su rostro.

El soldado, quien se fijó más en la belleza de Miena que en la venta, parecía haber perdido su alma al darse cuenta de su fracaso comercial.

Abigail, quien en algún momento había raptado a Clorinde, se acercó a la joven para apreciar el peine.

–Lufa, ¿necesitas algo? –preguntó Miena.

Lufa subió de un salto para mirar más de cerca las cosas.

Había poca gente rodeando esta carreta debido a que se trataban de elementos de "lujo", todos ellos no fueron comprados por los soldados, mayormente eran regalos que no necesitaban o que consiguieron de otros lugares.

Como no tenían muchos usos reales, que mejor que probar suerte en este lugar. A lo mejor podían venderlos.

De un vistazo rápido, Lufa notó sillas con forro de piel, peines brillantes, espejos metálicos, baúles con diseños elegantes y demás.

Entre toda la pila de objetos desbordantes de clase, el chico encontró tres pinceles hechos de pelaje de algún animal.

Lufa los examinó cuidadosamente y se dio con la sorpresa de que no fueron hechos de animales normales, sino de bestias mágicas.

–Hermana, ¿puedo tener estos? –Las cejas de Lufa cayeron, asemejándose a un cachorrito.

Miena los compró al instante sin regatear.

–¿No tiene tinta preparada? –preguntó la bella joven.

–No, señorita –respondió el soldado.

 Miena creyó que Lufa necesitaba los pinceles para escribir las palabras que aprendió en papel o pergaminos.

Si tan solo supiera que el chico pensaba untar sangre de bestias en esos pinceles para escribir círculos mágicos tal vez renegaría su compra.

Miena compró dos peines más para Abigail y Clorinde. Al no encontrar cosas mejores terminaron el comercio.

Cuando se alejaban del lugar, el hombre rubio se acercó corriendo.

–Joven Miena. Espere –la detuvo.

El grupo dio la vuelta, observando fijamente al soldado.

–La señora Ludila mandó una carta para usted –dijo.

Lufa se quedó de piedra y Miena lucía bastante feliz.

El hombre sacó una carta cuidadosamente envuelta en tela y se la entregó a la chica.

Sin poder contener su emoción, Miena deshizo allí mismo el lazo rojo y quebró la cera unida.

La chica comenzó a leer la carta, con una sonrisa coloreando su rostro.

Lufa vio como sus ojos pasaron de izquierda a derecha y bajaban lentamente. De la misma forma pudo observar de primera mano el cambio gradual de éxtasis a sorpresa y luego a pánico.

Para cuando Miena llegó al final del texto, su rostro se encontraba sin color alguno con la mirada desenfocada y perdida en sus pensamientos.

Lufa suspiró, sabía que su madre nunca volvería a este lugar, pero no se desanimó pues pronto iba a buscarla.