La vida de un noble... más o menos
Pasaron unos días desde la fiesta, y como Dante había anticipado, los rumores sobre él se extendieron por toda la ciudad. Los nobles que asistieron al evento comenzaron a hablar en sus círculos sobre el desenfreno de la noche, pero, para su alivio, nadie parecía haber conectado los puntos. La mayoría de ellos atribuía el caos a las copas de vino que habían bebido de más, y se convencieron de que simplemente se habían dejado llevar por el ambiente. Después de todo, ¿qué podía hacer una buena bebida en una fiesta que prometía ser un evento sin igual?
A Dante todo esto le resultaba hilarante. Los nobles, con su orgullo y supuesta superioridad, no tenían ni idea de lo que realmente había sucedido, y eso solo le confirmaba que eran tan idiotas como siempre había pensado. La única que, aparentemente, había entendido lo que había pasado era la reina, pero, para sorpresa de Dante, ella no había dicho ni una palabra. Y, la verdad, no le importaba mucho lo que hiciera o dejara de hacer.
Mientras tanto, su vida continuaba con la misma pereza y lujo que había creado para sí mismo. Seguía viviendo en su mansión como un noble gilipollas, pero con una diferencia crucial que lo separaba del resto de los aristócratas: él sí tenía una higiene decente. En su habitación, había instalado una bañera enorme, la cual surtía agua caliente de manera continua, algo que ni los nobles más adinerados podían permitirse. Dante se tomaba su tiempo cada mañana para sumergirse en el agua caliente, relajándose y maldiciendo al mundo mientras lo hacía.
—Al menos, no me pudro como esos imbéciles —murmuraba cada vez que se hundía en el agua.
Su rutina diaria había caído en una especie de ciclo repetitivo. Despertaba, se bañaba, desayunaba algo mientras se enteraba de las noticias sobre la guerra con los demonios, y luego... nada. No tenía interés en involucrarse en esa pelea, pero le gustaba estar al tanto, solo para saber cuándo podría afectarle de alguna manera. Los rumores sobre las batallas que se libraban más allá de la ciudad llegaban a través de comerciantes y viajeros, pero Dante escuchaba sin demasiado entusiasmo. Sabía que, eventualmente, algo grande sucedería, pero por el momento, la diosa no lo estaba molestando y eso le venía de maravilla.
De hecho, lo único que lo irritaba un poco era lo tranquila que estaba la diosa últimamente. No lo había contactado desde la fiesta, y aunque normalmente eso sería un alivio, Dante no podía evitar preguntarse qué estaba planeando. Pero, en el fondo, sabía que no podía hacer mucho al respecto, así que simplemente seguía con su vida.
—Bah, que haga lo que quiera —se decía mientras caminaba por su mansión—. Yo seguiré aquí, viviendo la buena vida.
Los sirvientes, acostumbrados ya a su carácter y sus órdenes poco convencionales, mantenían la mansión en perfecto estado. Para Dante, ser un noble significaba no hacer absolutamente nada, salvo disfrutar de los lujos que le rodeaban. La ciudad seguía hablando de él, algunos con admiración, otros con envidia, pero todos lo mencionaban en sus conversaciones. Se había convertido en el centro de atención, y aunque no era algo que le importara demasiado, tampoco le molestaba.
La única incógnita que quedaba en el aire era la reina. Pero Dante no era alguien que se preocupara demasiado por esas cosas. "Si viene, que venga", pensaba. De momento, prefería disfrutar de su tranquilidad y de su baño diario, maldiciendo a la diosa de vez en cuando, pero sin dejar que le quitara el sueño.
A medida que pasaban los días, Dante comenzó a prestar más atención a los detalles en su mansión. Los sirvientes, aunque eficientes, no vestían con la misma formalidad que él había visto en las casas de otros nobles. Eso no le molestaba demasiado, pero empezaba a notar la diferencia. En las mansiones más exclusivas, los sirvientes de alta clase llevaban uniformes impecables, siempre ajustados a las expectativas de sus amos. Los suyos, por el contrario, vestían ropa elegante, pero sin ningún estilo uniforme. A Dante no le gustaba quedarse atrás en ninguna comparación, así que decidió que era hora de corregir ese pequeño detalle.
Sentado en su sillón, con una copa de vino en la mano, comenzó a imaginar los uniformes. Si algo iba a hacer, lo haría bien, y además, lo haría a su manera. No iba a conformarse con los aburridos y tradicionales trajes que los nobles le imponían a sus sirvientes.
Primero, pensó en las sirvientas. Tenían que verse elegantes, pero a la vez, debían llevar algo que resaltara su figura si tenían un buen cuerpo. No había razón para que llevaran esos vestidos holgados que ocultaban todo. Así que creó con su magia un diseño ajustado, algo sofisticado y pijo, pero con un toque atrevido. El tejido se adhería de manera sutil a las curvas, pero sin ser vulgar. "Algo que se vea caro, pero que destaque", pensó, observando cómo los uniformes tomaban forma en su mente.
Los colores serían oscuros, para mantener cierta formalidad, pero con detalles en dorado y plata que resaltaran en los bordes del vestido. Además, incluía pequeños adornos en los hombros y el cuello, detalles que hacían que el uniforme pareciera casi de gala. "Si van a ser mis sirvientas, al menos que se vean como si fueran modelos trabajando para un príncipe", se dijo a sí mismo, con una sonrisa satisfecha.
Para los sirvientes hombres, tenía una idea completamente diferente. No los quería vestidos con simples trajes de mayordomo. No, eso sería demasiado aburrido. Decidió que sus sirvientes se vestirían como si fueran empleados de una firma de bolsa, algo que proyectara poder y autoridad, pero que al mismo tiempo, reflejara la opulencia de su mansión. Creó trajes impecables, de cortes modernos y bien ajustados, con chalecos y corbatas finas. Los colores serían clásicos, negro y gris, pero con pequeños detalles que los distinguieran de los trajes comunes. "Si van a parecerse a trabajadores de la bolsa, al menos que lo hagan mejor que los reales", pensó mientras terminaba de perfeccionar los uniformes.
Una vez que los diseños estaban listos, se aseguró de que todos los sirvientes recibieran su nuevo atuendo. Les explicó con una sonrisa burlona que a partir de ahora, tendrían que vestir según sus estándares. No se podía decir que los sirvientes estuvieran emocionados por el cambio, pero no tenían opción. Dante quería sus uniformes, y Dante siempre obtenía lo que quería.
A pesar de que le gustaba malgastar su tiempo en esos pequeños detalles, Dante no se detenía ahí. Decidió también que su mansión necesitaba más decoración, aunque no lo necesitara realmente. Cada habitación, cada rincón de la casa, debía tener algo que reflejara su poder y su falta de preocupación por los gastos. Así que, de vez en cuando, caminaba por la mansión observando las paredes desnudas o las mesas vacías y las llenaba de objetos que no tenía intención de usar, pero que estaban ahí simplemente porque le apetecía.
En su habitación, colocó grandes espejos de marcos dorados que reflejaban su bañera gigante, decoraciones absurdamente lujosas que no tenían otro propósito que impresionar a cualquiera que entrara. Sobre las mesas de la sala principal, llenaba de estatuas de mármol que parecían salidas de algún museo, pero que en realidad no tenían ninguna relevancia para él. Candelabros que nunca encendería, cuadros de paisajes que ni siquiera reconocía y muebles de terciopelo que jamás usaría, todo adornaba la mansión solo porque le salía de las narices.
—Si voy a ser un noble, voy a hacerlo a lo grande —murmuraba cada vez que añadía otro objeto sin sentido a su colección.
Cada día que pasaba, su mansión se volvía más extravagante, más ostentosa, y Dante disfrutaba de cada segundo de esa absurda opulencia. Sabía que no necesitaba nada de lo que estaba comprando o creando, pero eso era precisamente lo que más le gustaba. No había necesidad de justificar sus decisiones. Si quería un trono dorado en medio del salón, lo tendría.
Y mientras la ciudad seguía hablando de él, de su fiesta y de su comportamiento extravagante, Dante se recostaba en su sillón, satisfecho con su nueva vida. No necesitaba la aprobación de nadie. Todo lo hacía simplemente porque podía.
Dante se sentó en su trono, que recientemente había creado en el centro del salón principal de su mansión. Un trono, no porque pensara que era rey ni mucho menos, sino porque le resultaba divertido tener una silla ridículamente ostentosa en medio de su casa, sin ninguna razón más que la de llenar espacio. El trono era enorme, con detalles dorados y tapicería de terciopelo rojo oscuro, un símbolo absurdo de poder que él había decidido añadir a su ya extravagante colección de objetos inútiles.
Desde ahí, observaba cómo sus sirvientes se movían por la mansión, ahora ataviados con los uniformes que él mismo había diseñado. Las sirvientas, con sus elegantes y ajustados vestidos, se movían por los pasillos con una gracia que casi parecía coreografiada. A Dante le gustaba cómo destacaban en su ropa, cada pliegue del vestido resaltando la figura que él mismo había decidido que debían mostrar. Los sirvientes hombres, vestidos como si trabajaran en una oficina de la bolsa, parecían ridículamente formales mientras realizaban tareas simples, pero eso era precisamente lo que a Dante le hacía gracia.
Todo en su mansión estaba diseñado para un solo propósito: su diversión. No había otra razón detrás de cada cambio, cada adorno extravagante o cada uniforme ridículo. Dante se había convertido en el rey de su propio reino, un reino que él había creado con su magia y sus caprichos, y disfrutaba cada momento de su autoimpuesta realeza.
Se recostó en el trono, observando cómo un sirviente dejaba una bandeja con copas de vino en una de las mesas decoradas, mientras una de las sirvientas se inclinaba elegantemente para recoger la bandeja y continuar con su trabajo. El sonido de los tacones sobre el suelo de mármol resonaba por toda la mansión, y Dante, con una sonrisa satisfecha, cerró los ojos por un momento, dejando que ese sonido le recordara el control que tenía sobre su entorno.
—Esto es lo que debería ser la vida de un noble —murmuró para sí mismo—. Todo a mi disposición, todo para mi entretenimiento.
Había algo extrañamente liberador en vivir así, sin preocupaciones, sin responsabilidades reales, sin que la diosa o la reina interfirieran en su vida. La guerra con los demonios seguía su curso, pero Dante no sentía ninguna urgencia por involucrarse. Sabía que, eventualmente, la situación llegaría a un punto en el que tendría que tomar una decisión, pero por ahora, se mantenía a distancia. La diosa, aunque desaparecida temporalmente, seguía siendo una sombra en su mente, pero no lo molestaba lo suficiente como para preocuparle.
La reina, por otro lado, no había vuelto a aparecer, y aunque Dante sabía que su encuentro con ella no había sido una simple coincidencia, no le quitaba el sueño. En su mente, la reina solo había sido una jugadora más en el gran tablero que él mismo estaba manipulando. Si ella decidía hacer un movimiento, él estaría listo. Pero hasta entonces, Dante seguía disfrutando de su opulencia autoimpuesta, sin preocuparse por lo que el futuro pudiera traer.
Levantó una copa de vino de la bandeja, observando el reflejo oscuro del líquido antes de llevarla a sus labios. Mientras bebía, una sonrisa se formó en su rostro. Se había convertido en el centro de atención de la ciudad, el tema principal de cada conversación, y lo había logrado sin tener que esforzarse en absoluto. Eso, para Dante, era lo mejor de todo.
—La vida es demasiado fácil cuando sabes cómo jugarla —dijo, apoyando la copa en el brazo del trono.
Los rumores sobre la fiesta seguían circulando, pero nadie, ni siquiera los nobles que habían asistido, parecía haber descubierto la verdad detrás del Néctar de Afrodite. Para ellos, todo había sido una noche de excesos, una noche de la que se avergonzaban en privado, pero de la que no podían dejar de hablar. Y eso, para Dante, era exactamente lo que había querido lograr.
La mansión, ahora decorada con todo tipo de lujos innecesarios, era el reflejo de su personalidad: exagerada, impredecible y completamente desinteresada en lo que pensaran los demás. Dante había construido su pequeño imperio, un lugar donde él dictaba las reglas y donde todo se hacía a su manera.
Y mientras se acomodaba en su trono, observando el ir y venir de los sirvientes, supo que, aunque el mundo a su alrededor pudiera estar en guerra, su reino personal seguiría siendo un refugio de caos controlado, donde todo estaba a su disposición.