Dante estaba decidido a poner en marcha su brillante plan del seguro médico. Sabía que para que el negocio funcionara sin problemas, necesitaría un equipo básico de empleados que pudieran mantener el lugar en funcionamiento, pero al mismo tiempo, no quería estar demasiado involucrado en el día a día. Todo tenía que estar perfectamente orquestado para que él pudiera seguir disfrutando de su vida de noble sin preocuparse por los detalles menores.
La primera orden del día era contratar a las personas adecuadas. No necesitaba a los mejores ni a los más brillantes, solo gente lo suficientemente competente para seguir órdenes sin cuestionar. Después de todo, todo el sistema sería automatizado, con la máquina evaluadora manejando la parte más importante: el cobro del seguro y la evaluación de carácter.
Dante se encontraba en el local que había adquirido días atrás. El lugar estaba en condiciones decentes, pero necesitaba algunas reformas para convertirlo en lo que él había imaginado. La sala principal sería donde los ciudadanos entrarían, serían evaluados y, a partir de ahí, obtendrían su cuota mensual para el seguro médico. Al fondo, la sala de curación rápida, con las máquinas mágicas que Dante había planeado, estaría lista para cualquier eventualidad.
Lo primero fue poner anuncios para contratar a empleados. No necesitaba expertos, solo gente con la capacidad de seguir instrucciones básicas y que no hicieran demasiadas preguntas. Los anuncios estaban dirigidos a aquellos que buscaban trabajo estable y que no cuestionarían el propósito del lugar.
Poco a poco, comenzaron a llegar los solicitantes, y Dante, sentado en una mesa improvisada en el centro del local, los evaluaba con su característica mezcla de desdén e indiferencia. La mayoría de ellos eran personas comunes, algunos con experiencia en el comercio, otros simplemente buscando algo que hacer para ganarse la vida.
—No te necesito para pensar —decía Dante a uno de los solicitantes—. Solo asegúrate de que los clientes pasen por la máquina y obtengan su tarjeta. El resto es automático. Si alguien pierde la tarjeta, asegúrate de que paguen por una nueva. Así de simple.
La máquina que Dante había diseñado no solo evaluaba a las personas según su carácter y comportamiento, determinando cuánto pagarían al mes por su seguro médico, sino que también emitía una tarjeta identificativa personal. Cada persona que pasaba por la evaluación recibía su tarjeta con la cuota mensual y los detalles del seguro. En futuras visitas, solo necesitaban presentar la tarjeta para que el sistema los reconociera y les permitiera continuar con el proceso sin tener que repetir la evaluación.
—Es eficiente, es simple y, lo más importante, me ahorra tiempo —se decía a sí mismo mientras los empleados recién contratados asentían sin cuestionar demasiado.
Dante no dejaba nada al azar. Ya había establecido que si alguien perdía su tarjeta, tendría que pagar por una nueva. "No voy a regalarle nada a nadie", pensaba mientras explicaba las reglas a los nuevos empleados.
El grupo de contratados era una mezcla de individuos desesperados por trabajo, y eso le venía perfecto. No necesitaba que entendieran el alcance de su plan. Solo tenían que hacer lo que él decía y asegurarse de que todo funcionara sin problemas.
—Recordad, nada de perder tiempo con cháchara —dijo Dante, mirando al grupo que había seleccionado—. La máquina es lo más importante aquí. Los clientes se evalúan, obtienen su cuota, pagan y se largan. Si alguien pierde su tarjeta, les cobráis por una nueva. Y si alguien se queja... bueno, ya sabéis cómo manejarlo. No quiero oír sobre problemas.
Los empleados asintieron nerviosamente. Algunos de ellos ya sabían que Dante no era el tipo de persona con la que querías discutir. Todo estaba preparado para que el negocio comenzara a rodar. Las máquinas de evaluación estaban instaladas, listas para analizar a cada cliente que entrara por la puerta. Cada detalle estaba cuidado para asegurarse de que el proceso fuera rápido y sin complicaciones.
Dante se levantó de su asiento, recorriendo el local con una mirada satisfecha. Todo estaba listo. El siguiente paso sería abrir las puertas y dejar que la gente comenzara a llegar.
—Ahora, a ver cómo estos idiotas empiezan a pagarme sin siquiera darse cuenta —murmuró con una sonrisa mientras salía del local.
El primer día de funcionamiento del seguro médico llegó antes de lo que Dante esperaba. El local, cuidadosamente equipado con la máquina evaluadora y la sala de curación al fondo, estaba listo para recibir a los primeros clientes. Los empleados, vestidos de manera formal como Dante había ordenado, estaban en sus puestos, listos para seguir las instrucciones al pie de la letra.
Dante no iba a pasar demasiado tiempo en el local. Sabía que todo funcionaría perfectamente sin él, pero decidió quedarse ese primer día solo para asegurarse de que las cosas arrancaran sin problemas. Desde su posición en una oficina en la parte superior del edificio, observaba cómo las primeras personas comenzaban a llegar. La fila de clientes, compuesta por ciudadanos de clase baja, media y algunos pocos de clase alta, formaba una línea ordenada fuera del local.
La máquina evaluadora, situada en el centro del salón principal, emitía un leve zumbido mientras los primeros clientes se acercaban a ella. Cada uno se colocaba frente a la máquina, y en cuestión de segundos, ésta analizaba su comportamiento, carácter y nivel de responsabilidad. Un destello de luz señalaba el final de la evaluación, y de la parte inferior de la máquina salía una tarjeta identificativa con la cuota mensual del seguro que cada cliente debía pagar.
Dante observaba con una mezcla de satisfacción y desdén cómo los clientes miraban sus tarjetas, algunos con alivio al ver una cuota baja, otros con sorpresa o enfado al ver una cifra más alta de lo que esperaban.
—Es la magia de la justicia —murmuró Dante, riendo para sí mismo. La máquina no era justa, claro, pero esa era la idea. Cuanto más incompetente o desagradable fuera una persona, más tendría que pagar, y él lo encontraba exquisito.
A pesar de que algunos intentaban discutir con los empleados sobre sus cuotas, las reglas eran claras: lo que la máquina decía era final. No había segundas oportunidades ni rebajas. Si alguien perdía su tarjeta, tendría que pagar por una nueva. Era un sistema diseñado para aprovecharse de las debilidades humanas, y Dante estaba seguro de que, con el tiempo, la gente se adaptaría y simplemente aceptaría las reglas.
Mientras los empleados explicaban el funcionamiento del seguro a los nuevos clientes, Dante observaba cómo el proceso se desarrollaba sin complicaciones. El sistema de tarjetas funcionaba a la perfección. Los clientes que volvieran solo necesitarían presentar su tarjeta para que la máquina los reconociera y procesara su pago mensual. Sin necesidad de evaluaciones adicionales, todo se volvía más sencillo y más eficiente.
La parte de curación al fondo del local también comenzaba a activarse. Las primeras personas que requerían tratamiento eran guiadas hacia allí, donde las máquinas mágicas hacían su trabajo en cuestión de minutos. Los pacientes entraban con dolores, fiebres o lesiones, y salían curados, listos para seguir pagando por su seguro.
—No hay nada como la eficiencia —dijo Dante para sí mismo mientras observaba cómo todo funcionaba como un reloj.
El flujo de clientes seguía constante durante todo el día. Cada vez más personas entraban al local, algunas buscando desesperadamente un seguro que las protegiera en caso de enfermedad, otras simplemente por curiosidad. Pero al final del día, todas se convertían en clientes que pagarían mes tras mes, atrapados en el sistema que Dante había creado.
En su oficina, Dante se recostó en su silla, viendo cómo el dinero comenzaba a fluir sin que él tuviera que mover un dedo.
—Es perfecto. No solo curo a los idiotas, sino que además los tengo pagando por el privilegio de seguir siéndolo —murmuró con una sonrisa de autosatisfacción.
La máquina continuaba evaluando, las tarjetas seguían saliendo, y el local se llenaba de gente dispuesta a pagar lo que fuera necesario por sentirse protegida. Dante sabía que su plan había sido un éxito, y que, con el tiempo, toda la ciudad estaría bajo su sistema. Al final, se aprovecharía no solo de los pobres, sino de todos aquellos que no podían resistirse a la promesa de seguridad, aunque esa seguridad fuera una ilusión controlada por él.
—Que sigan viniendo —dijo, mientras bajaba las escaleras para supervisar una última vez antes de retirarse—. Esto apenas comienza.
Mientras Dante observaba desde la oficina superior cómo el flujo constante de clientes entraba y salía, no pudo evitar reflexionar sobre un asunto que había estado rondando su mente. Con todo el dinero que empezaba a acumularse gracias a su ingenioso seguro médico, no podía permitirse que alguien intentara robárselo. No había cajas fuertes en este mundo, al menos no como él las conocía, y no iba a confiar en escondites cutres o en la incompetencia de sus empleados para manejar grandes sumas de dinero.
—Voy a tener que hacerla yo mismo —murmuró, mientras se estiraba perezosamente en su silla—. Algo que nadie pueda tocar, ni siquiera con la magia más avanzada.
Dante no era del tipo que fabricaba cosas de manera tradicional. Si quería una caja fuerte, la crearía de la nada, usando su magia. No era necesario preocuparse por materiales ni procesos complicados. Bastaba con concentrarse en la idea y darle forma. La caja no solo tenía que ser funcional, sino un reflejo de su poder y control. Algo que hiciera que cualquiera que pensara en robarla sintiera miedo antes de siquiera intentarlo.
Bajó las escaleras desde su oficina hasta la sala principal del local. Allí, detrás del mostrador, había un espacio vacío, justo lo que necesitaba. Se paró en el lugar, evaluando las dimensiones y visualizando su creación.
—Aquí será —dijo con una sonrisa de autosatisfacción.
Con un chasquido de dedos y una concentración breve, la caja fuerte comenzó a materializarse delante de él. No era una caja fuerte común, claro. Estaba hecha de un metal negro, liso y brillante, reforzado con magia para que ninguna herramienta física o hechizo pudiera dañarla. Tenía un diseño elegante, pero imponente, que parecía una mezcla entre tecnología avanzada y magia antigua. Las runas mágicas brillaban en la superficie, moviéndose de manera constante, cambiando la combinación de seguridad cada pocos segundos.
La cerradura, completamente invisible a los ojos de cualquiera excepto los suyos, respondía únicamente a su magia. Solo él podía abrirla, y cualquier intento de forzarla activaría una serie de trampas mágicas que dejarían a cualquiera atrapado en una red de energía, paralizado y a merced de su castigo.
—Eso debería mantener a los idiotas alejados —dijo, satisfecho, mientras la caja terminaba de formarse por completo frente a él.
No había necesidad de pasos adicionales. En cuestión de segundos, su caja fuerte estaba lista para ser utilizada. Automáticamente, comenzó a fluir el dinero hacia ella. Cada moneda que los empleados recibían se depositaba mágicamente dentro, asegurando que Dante no tuviera que preocuparse por el control manual del flujo de efectivo.
El sistema era perfecto: las monedas desaparecían del mostrador y reaparecían dentro de la caja fuerte, completamente seguras. Y si alguien intentaba acceder sin su permiso, las trampas dentro de la caja los atraparían antes de que siquiera pudieran reaccionar.
Dante se quedó mirando su creación por unos momentos, admirando la simplicidad y la elegancia de su diseño. Era la mejor caja fuerte del mundo, no solo por lo impenetrable que era, sino porque nadie más que él sabía que existía.
—Todo está bajo control ahora —dijo en voz baja, antes de darse la vuelta y regresar a su oficina, satisfecho de haber solucionado el problema sin el menor esfuerzo.
Desde ese momento, Dante supo que su negocio no solo sería lucrativo, sino completamente impenetrable. No habría errores, no habría robos, y él seguiría acumulando riquezas mientras el sistema trabajaba por sí solo.