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Chapter 16 - Capítulo 16: El comienzo de la fiesta

La mansión de Dante estaba perfectamente preparada para el evento. Las luces tenues, los candelabros brillando suavemente, los grandes ventanales reflejando el opulento salón de baile. Las mesas llenas de exquisita comida y vino caro estaban listas para ser el centro de atención, pero Dante sabía que la verdadera estrella de la noche no sería ninguna de esas cosas. No. La verdadera sorpresa, la que transformaría su baile de máscaras en una desenfrenada fiesta sexual, era algo que ninguno de los invitados podría prever.

"El Néctar de Afrodite", pensó Dante mientras sostenía una pequeña botella de líquido dorado. Esta sustancia prohibida era legendaria por sus efectos afrodisíacos. Con un solo trago, una persona podía perder todo control sobre sus impulsos, sucumbiendo a un deseo sexual incontrolable. Dante se deleitaba solo con la idea. "Uno o dos sorbos de esto y todo el mundo estará demasiado ocupado montando a otros como caballos para preocuparse por lo que pasa a su alrededor", se dijo con una sonrisa maliciosa.

Sabía que tenía que ser discreto. No podía simplemente repartir el Néctar abiertamente, así que decidió añadirlo a las bebidas principales de la fiesta. La clave estaba en hacerlo de tal manera que nadie se diera cuenta hasta que fuera demasiado tarde. Tomó la botella y, antes de que los sirvientes comenzaran a servir las primeras copas de vino, vertió el contenido del Néctar en las grandes jarras de las bebidas principales.

Mientras el líquido dorado se mezclaba con el vino, Dante observaba cómo la sustancia se disolvía rápidamente, sin dejar rastro. "Perfecto", pensó. Ahora, cuando los invitados llegaran y comenzaran a beber, no pasaría mucho tiempo antes de que el deseo comenzara a apoderarse de ellos. Sonrió para sí mismo, disfrutando del caos inminente que se desarrollaría en su mansión.

No podía esperar a ver cómo esos nobles, tan orgullosos de su autocontrol y compostura, se desmoronaban ante los efectos del Néctar. Y los plebeyos tampoco serían inmunes. En cuanto bebieran, todos, desde los mendigos hasta la realeza, se convertirían en esclavos de sus propios cuerpos, actuando por puro instinto.

Con todo preparado, Dante se dirigió al gran salón de la mansión, donde la música suave comenzaba a llenar el aire. Los primeros invitados empezaban a llegar, vestidos con sus mejores atuendos y máscaras elaboradas. Los sirvientes se movían entre ellos, ofreciendo copas de vino y bandejas de aperitivos. Nadie sospechaba lo que realmente contenían esas bebidas.

Dante, por su parte, se acomodó cerca de uno de los ventanales, observando a sus invitados con una sonrisa de satisfacción. Sabía que en cuestión de minutos, las conversaciones educadas y las sonrisas formales se desvanecerían, reemplazadas por miradas de deseo incontrolable y cuerpos moviéndose al ritmo de un impulso primitivo que nadie podría resistir.

La fiesta acababa de comenzar, pero Dante ya podía sentir que sería una noche memorable.

La fiesta había comenzado con una aparente elegancia, justo como Dante lo había planeado. Los invitados, todos cubiertos por elaboradas máscaras, hablaban en susurros mientras el sonido de la música de cuerdas resonaba por el salón. Los nobles se pavoneaban, admirando los finos detalles de la mansión, el arte en las paredes y las luces que proyectaban sombras misteriosas en cada rincón. Los plebeyos, por su parte, parecían desconcertados por la suntuosidad del lugar, muchos de ellos intentando no desentonar entre la opulencia que los rodeaba.

Dante observaba desde las sombras, disfrutando de la escena con una copa en la mano. Los sirvientes pasaban entre los invitados, ofreciendo generosas copas de vino. El Néctar de Afrodite, ahora diluido y completamente imperceptible, comenzaba a hacer su trabajo. Era solo cuestión de tiempo antes de que las primeras señales de deseo incontrolable se manifestaran.

—¿No es hermosa la velada? —murmuró Dante para sí mismo, mientras tomaba un sorbo de su copa, sabiendo perfectamente que él sería el único en la sala que mantendría el control.

El efecto del Néctar no tardó mucho en mostrarse. Primero, pequeñas miradas entre los invitados, un contacto visual más largo de lo habitual, seguido de sonrisas nerviosas. Un noble, que antes estaba hablando con formalidad, comenzó a acercarse más de lo necesario a una dama enmascarada, sus dedos rozando el borde de su máscara con una sutileza que denotaba algo más que simple curiosidad.

Los plebeyos, aquellos que no estaban acostumbrados a codearse con la nobleza, también empezaban a sentir los efectos. Dos jóvenes, uno de clase trabajadora y una sirvienta vestida con una máscara sencilla, intercambiaban miradas furtivas, sus cuerpos inclinándose hacia el otro de manera casi instintiva, como si algo más allá de su voluntad los estuviera empujando.

Dante podía verlo todo. La chispa del deseo comenzaba a prenderse por toda la sala. Sonrió, satisfecho. Con solo unos tragos, los más refinados aristócratas y los más humildes plebeyos estaban cayendo en el mismo pozo de deseo que él había preparado.

—Ya están sintiéndolo —dijo en voz baja, mientras su sonrisa se ampliaba—. No podrán resistir mucho más.

Los movimientos en la pista de baile se volvieron más cercanos, los toques menos contenidos. Lo que al principio parecía una fiesta tradicional, una velada de baile con máscaras llena de formalidades, estaba comenzando a mutar. Los cuerpos se aproximaban, las respiraciones se aceleraban, y las miradas cargadas de deseo se volvían más descaradas.

Un noble de mediana edad, vestido con un traje oscuro y una máscara que cubría la mitad de su rostro, tomó a una joven plebeya por la cintura, sus manos moviéndose con un descaro que hubiera sido impensable minutos antes. Ella no ofreció resistencia, sus labios entreabiertos mientras su pecho subía y bajaba con una respiración agitada.

Dante, observando desde su lugar privilegiado, supo que era el momento de encender la verdadera llama. Se acercó a uno de los sirvientes que cargaba una bandeja con más copas de vino.

—Asegúrate de que todos tengan una copa —ordenó con un tono calmado pero cargado de intención—. Quiero que todos participen en la diversión.

El sirviente asintió sin cuestionar y se apresuró a cumplir con la tarea. Pronto, más copas circulaban por la sala, y Dante pudo ver cómo los invitados, ya vulnerables a los efectos del Néctar, comenzaban a sucumbir completamente a su deseo.

Un hombre que hasta hacía poco hablaba con seriedad con un comerciante, ahora estaba acorralando a una dama contra una de las paredes del salón, sus manos recorriendo su cintura, mientras ella, lejos de rechazarlo, se entregaba al contacto con una expresión de placer innegable.

En otro rincón, un grupo de jóvenes nobles reían entre ellos, pero sus risas no eran inocentes. Sus cuerpos se inclinaban unos hacia otros, sus manos comenzaban a tocarse con más libertad de la que sus máscaras y títulos les permitirían normalmente.

Dante tomó asiento en una de las sillas más cercanas a la pista de baile, cruzando las piernas con una satisfacción palpable. Todo iba tal como lo había imaginado. Los nobles y plebeyos, incapaces de resistirse al néctar y a sus propios instintos, estaban al borde de un frenesí que nadie vería venir.

Y él, como maestro de ceremonias, disfrutaría cada segundo.

Dante, completamente complacido por la forma en que la fiesta se había transformado en un desenfreno absoluto, observaba desde su silla cómo los invitados ya no intentaban ocultar lo que sus cuerpos pedían. La música seguía resonando suavemente en el fondo, pero ahora se mezclaba con los susurros ahogados, los jadeos y los gemidos que llenaban el salón. Lo que había comenzado como un baile de máscaras elegante se había convertido en un festival de placer incontrolado, tal como él lo había planeado.

Sentado en su trono improvisado, con una copa en la mano, Dante vio cómo los cuerpos se movían entrelazados, sin importar quién era quién. Nobles y plebeyos, realeza y mendigos, todos se habían rendido ante el Néctar de Afrodite, cayendo en el abismo del deseo que él había desatado. Su mirada se paseaba por la sala, disfrutando del caos que había provocado, cuando una figura llamó su atención.

Entre la multitud de cuerpos, una mujer emergió. Alta, con un cuerpo que parecía esculpido a la perfección, sus curvas resaltaban bajo un vestido de seda que apenas dejaba algo a la imaginación. Su máscara, delicadamente adornada con oro, cubría solo una pequeña parte de su rostro, permitiendo que sus ojos, oscuros y llenos de deseo, se clavaran directamente en Dante. La seguridad con la que caminaba hacia él, los movimientos calculados de sus caderas, dejaban claro que había encontrado a su objetivo.

Sin decir una palabra, la mujer se acercó a él, su cuerpo rozando el de Dante mientras sus manos trazaban una línea suave por su pecho. Dante, lejos de sorprenderse, la miró con una sonrisa torcida, sabiendo perfectamente lo que iba a suceder. No necesitaba hablar. El Néctar ya había hecho todo el trabajo. Ella, como todos los demás, estaba perdida en el deseo más primitivo.

Sin previo aviso, la mujer se inclinó sobre él, sus labios encontrando los suyos en un beso cargado de fuego y urgencia. Dante, sin perder el control, correspondió al beso, dejando que sus manos recorrieran el cuerpo de la mujer con la misma intensidad. El ambiente a su alrededor se había convertido en un torbellino de pasión, y él no tenía intención de resistirse.

En cuestión de segundos, ya no había máscaras, ya no había control. La dama se colocó a horcajadas sobre Dante, moviéndose con una gracia que solo amplificaba el deseo en el aire. A su alrededor, los sonidos de otros invitados cayendo en el frenesí del Néctar se mezclaban con sus propios susurros, sus cuerpos respondiendo a la necesidad que ardía dentro de ellos.

Dante, con una risa apenas contenida, se dejó llevar por la corriente. Las manos de la mujer apretaban su espalda mientras sus cuerpos se unían en un ritmo frenético. Alrededor de ellos, el salón se había transformado por completo en un escenario de pasión desenfrenada, cada rincón ocupado por cuerpos entrelazados, ajenos a todo lo que no fuera el placer inmediato.

Para Dante, esto era lo que había imaginado desde el principio: un espectáculo de cuerpos y mentes rendidos a sus propios deseos más profundos. Y él, como el maestro de este caos, se encontraba en el centro de todo, disfrutando de cada segundo.

La mujer se movía sobre él con una intensidad creciente, sus respiraciones se entrelazaban, y con cada movimiento, el salón entero parecía vibrar bajo el peso del deseo desatado. Dante la miraba, disfrutando de la sensación, pero también del poder que había sobre todos ellos. Todo esto había sido causado por él, por su magia, por su ingenio. Y ahora, mientras se perdía en los impulsos del momento, sabía que su control sobre la situación era absoluto.

El salón de baile, ahora convertido en un templo de placer, vibraba con la energía de los cuerpos que se movían sin descanso. Nadie estaba fuera del alcance del Néctar, y Dante, sumido en el mismo frenesí, se deleitaba con el caos que había desatado.

Dante se dirigía hacia su salón privado, disfrutando del silencio tras el desenfreno que había sacudido su mansión. Todo había salido a la perfección, o al menos eso pensaba, hasta que, al entrar en la habitación, se detuvo en seco. Sentada en uno de sus sillones más elegantes, con las piernas cruzadas y un aire de calma que contrastaba con el caos de la fiesta, estaba la mujer con la que había estado.

Su vestido, que durante la noche apenas había cubierto su figura, ahora la envolvía con una elegancia que parecía incongruente después de lo ocurrido. Su máscara había desaparecido, revelando un rostro que, aunque atractivo, mostraba algo más que simple deseo. Había una mirada calculadora en sus ojos, una inteligencia que Dante no había percibido antes.

Lo que lo dejó helado fue lo que vio después. En su cuello, colgaba una cadena con el emblema real: una insignia que solo una persona en todo el reino podía llevar. Dante sintió cómo su habitual aire de control y superioridad se esfumaba por un instante, cuando la realidad lo golpeó de lleno. La mujer con la que había estado... era la reina.

Por un breve momento, Dante notó cómo algo muy parecido a pánico le subía por el cuerpo. "Me cago en..." pensó, pero su rostro no mostró el shock interno que sentía. Sabía que debía mantener la compostura, incluso cuando la situación lo ponía al borde de perderla. Esta no era cualquier invitada. Ella era la reina, y eso cambiaba todo.

La reina sonrió al ver la expresión en su rostro, aunque él intentaba mantenerla neutral.

—¿Sorprendido, Dante? —preguntó ella, con una voz que denotaba una mezcla de diversión y control. Claramente, ella sabía quién era él, y lo que había hecho.

Dante no supo qué responder en el acto, lo cual era raro en él. No era habitual que se sintiera acorralado, y mucho menos por una mujer, pero esta no era cualquier mujer. Se aclaró la garganta, intentando recuperar su habitual tono sarcástico.

—Bueno, no todos los días uno se encuentra con que... ya sabes, se ha acostado con la reina —respondió, con una sonrisa forzada que no reflejaba la calma que solía proyectar.

La reina rió suavemente, pero sus ojos no se apartaron de los de Dante. Había algo en su mirada que indicaba que no estaba allí solo para divertirse. Ella se levantó del sillón, caminando lentamente hacia él, cada paso cargado de seguridad y poder. Dante se quedó quieto, sin saber qué esperar.

—Sé lo que hiciste esta noche —dijo la reina, su tono tan firme como seductor—. Sabía que algo estaba pasando desde el primer sorbo de vino. Pero decidí dejar que ocurriera. ¿Sabes por qué?

Dante la miró, recuperando un poco de su confianza habitual.

—Ilumíname —respondió, aunque por dentro estaba calculando qué decir y qué no. Sabía que la reina no era alguien a quien debía subestimar, pero tampoco se le daba bien estar en desventaja.

Ella se detuvo frente a él, su rostro a solo unos centímetros del suyo.

—Porque me interesas, Dante. No solo por lo que puedes hacer, sino por lo que representas. —Hizo una pausa, su mirada profundizando en la de él—. Eres un hombre que no juega según las reglas. Y en este mundo, eso es peligroso... pero también útil.

Dante no pudo evitar sentir un escalofrío recorrerle la espalda. La reina, lejos de ser una simple figura decorativa, entendía perfectamente lo que había ocurrido, y peor aún, parecía haberlo disfrutado. Pero ahora lo que estaba en juego era más grande. El hecho de que la reina estuviera allí, interesada en él, no era un detalle menor. Podía ser tanto una ventaja como una amenaza, dependiendo de cómo manejara la situación.

—¿Así que no estás aquí para cortarme la cabeza? —preguntó Dante, intentando romper la tensión con su habitual tono sarcástico.

La reina sonrió de nuevo, pero esta vez su sonrisa era más peligrosa.

—No... no todavía —respondió ella—. Pero me gustaría ver hasta dónde llega tu ambición, Dante. Esta noche fue solo el principio. Ya todos en la ciudad hablan de ti. Y yo, como reina, tengo mis propios intereses en todo esto.

Dante entendió entonces que, de alguna manera, la reina lo estaba poniendo a prueba. Pero al mismo tiempo, él no era alguien que se dejara manipular tan fácilmente. La situación era delicada, pero también había una oportunidad en medio de todo el peligro.

—Bueno, majestad, siempre estoy abierto a propuestas interesantes —dijo finalmente, recuperando su tono confiado—. Supongo que podríamos hacer grandes cosas juntos... si es que me dejas seguir jugando a mi manera.

La reina lo miró por unos segundos antes de asentir lentamente.

—Me alegra que lo veas así. Nos veremos pronto, Dante. Esto... no ha terminado. —Con esas palabras, la reina se dio la vuelta y caminó hacia la salida del salón, dejándolo con la sensación de que acababa de entrar en un juego mucho más grande de lo que había anticipado.

Cuando la puerta se cerró detrás de ella, Dante soltó un suspiro. Aún podía sentir la tensión en el aire, pero también algo más: una nueva oportunidad, una nueva jugada. Y aunque sus "huevos" se le habían subido por la sorpresa inicial, ahora sabía que tenía que mantenerse en guardia.

—Menuda jugada —murmuró para sí mismo, mientras volvía a sentarse—.