Dante se levantó esa mañana con el suave sonido de las campanas resonando en la distancia, un recordatorio de que estaba atrapado en ese mundo medieval de ignorantes y retrasados. Desde el balcón de su mansión, observaba la capital con una mezcla de disgusto y diversión. Las personas iban y venían, atadas a sus quehaceres diarios, como hormigas trabajando sin cesar, mientras él, superior en todos los aspectos, disfrutaba de su lujo y poder.
Se sirvió una copa de vino, no porque le gustara el sabor, sino porque, en su mente, era lo que haría un noble mientras despreciaba al resto. Dio un sorbo mientras sus ojos vagaban por la ciudad, observando cómo la vida fluía sin la menor chispa de progreso. "Qué patético", murmuró para sí mismo, mientras una ligera sonrisa burlona se formaba en sus labios.
Sin embargo, ese día algo llamó su atención. Desde la altura, pudo ver un pequeño grupo de personas reunidas en una de las plazas principales. El bullicio era mayor de lo usual, y sus ojos entrenados detectaron algo fuera de lugar: una figura femenina, la misma chica que había descubierto como el héroe. El simple hecho de que estuviera allí, rodeada por una multitud de seguidores y adoradores, provocó una carcajada que resonó en las paredes de su mansión.
"¿Así que ahí está la gran salvadora?" Pensó en voz alta mientras bajaba la copa de vino y se recostaba en una silla cercana. "¿La gran campeona enviada para derrotar al Rey Demonio? Qué chiste. Esta gente realmente es más estúpida de lo que creía."
Dante se levantó, dejó la copa vacía sobre una mesa de mármol y chasqueó los dedos. De inmediato, su atuendo cambió de la bata de dormir que había estado usando a un elegante conjunto de ropas negras, creadas mágicamente a su medida. "Supongo que debería bajar y ver cómo juega la farsa de este mundo".
Con un movimiento de su mano, convocó un pequeño portal frente a él. No tenía intención de caminar hasta la plaza como cualquier plebeyo. Entró por el portal y al instante apareció en un callejón cercano, oculto entre las sombras. Desde allí, comenzó a caminar lentamente hacia la plaza, burlándose de la devoción ciega de la multitud que rodeaba a la chica.
A medida que se acercaba, pudo escuchar los gritos de los aldeanos. Alababan al héroe, clamando por su salvación y por la promesa de un futuro mejor. La chica, con una mirada seria, trataba de calmar a las masas, pero no parecía saber cómo manejar la situación. Dante simplemente cruzó los brazos, recargándose contra un edificio, observando el espectáculo.
"No tienen idea de lo que les espera", pensó con desdén. "Ni siquiera saben que esta pobre chica está condenada desde el principio".
Mientras tanto, la diosa aparecía de nuevo en su mente, intentando una vez más conectar con él a través de sus sueños, susurros y visiones. Pero Dante, con un desprecio que casi podía saborearse, simplemente bloqueó cualquier intento de comunicación, pensando en lo patético que era que ella siguiera intentando manipularlo.
Cuando la multitud finalmente comenzó a dispersarse, Dante decidió dar el siguiente paso. Se movió entre las sombras hasta quedar lo suficientemente cerca de la chica. Con su usual tono de sarcasmo, le susurró al oído desde detrás de ella: "Así que tú eres la gran salvadora, ¿eh? Qué decepción".
La chica se giró rápidamente, sorprendida por la voz, pero no encontró a nadie. Dante ya se había desvanecido entre las sombras, disfrutando del pequeño juego que acababa de empezar.
Dante observó por última vez a la heroína desde la distancia. La chica no tenía idea de lo que se avecinaba en su inútil misión, y Dante no veía ningún beneficio en seguir jugando con ella. Después de todo, la guerra contra los demonios sería su final, y él no tenía interés en interferir en ese destino. "Que se las arregle sola", pensó con indiferencia. No había motivo para seguir perdiendo el tiempo con alguien que ya estaba condenada.
Dante se giró y comenzó a caminar por las calles de la capital. Mientras avanzaba, reflexionaba sobre lo que realmente necesitaba en su nueva vida. La mansión que había adquirido era grande, lujosa, pero vacía. Claro, podía hacer todo él mismo con su magia, pero eso carecía de gracia. "Un noble sin trabajadores no es un noble", se dijo a sí mismo con una sonrisa irónica. No era un noble, eso estaba claro, pero iba a comportarse como uno. Después de todo, si había algo que le gustaba más que burlarse de la gente, era rodearse de lujo y poder.
A medida que caminaba por la ciudad, vio a varios nobles con sus sirvientes, cargando objetos y cumpliendo órdenes. Los nobles actuaban con esa arrogancia vacía, creyendo que su estatus social los hacía superiores. "Patéticos", murmuró Dante mientras observaba a uno de ellos exigir que sus sirvientes le limpiaran las botas. La escena le resultaba divertida, pero a la vez inspiradora. Él podía ser igual de gilipollas que esos imbéciles, y lo haría con mucho más estilo.
"Necesito trabajadores", pensó mientras su mirada recorría las calles del mercado. Sabía que en la ciudad había zonas donde la gente buscaba trabajo desesperadamente, y justo eso era lo que necesitaba: gente que haría cualquier cosa por una oportunidad, por insignificante que fuera.
Caminó hacia una parte más modesta de la capital, donde los trabajadores sin empleo se reunían con la esperanza de ser contratados por alguien con suficiente oro en los bolsillos. Dante sabía que no tendría que hacer mucho esfuerzo para atraer a un grupo dispuesto a trabajar para él. "Solo necesitan una pequeña oferta y estarán a mis pies", pensó, satisfecho con la idea.
Al llegar, vio a un grupo de personas sentadas en las esquinas, conversando en susurros, esperando que algún comerciante o noble pasara para ofrecerles trabajo. La mayoría de ellos parecían cansados y hambrientos, desgastados por la vida en la ciudad. Dante se cruzó de brazos y los miró con una mezcla de indiferencia y curiosidad.
—Busco trabajadores para mi mansión —anunció con voz firme, captando la atención de todos a su alrededor.
Algunos levantaron la vista con cautela, como si no supieran si hablaba en serio o si era algún tipo de broma. Un hombre grande, con los brazos cruzados sobre el pecho, dio un paso hacia adelante.
—¿Qué clase de trabajo sería? —preguntó con tono desafiante.
Dante lo miró directamente a los ojos, sin perder la sonrisa de superioridad.
—El tipo de trabajo que a vosotros os gusta hacer: limpiar, cocinar, cargar cosas, ya sabéis, lo que sea que un noble esperaría de sus sirvientes. —Hizo una pausa para mirar a los demás—. No soy un noble cualquiera, pero estoy dispuesto a pagaros por hacer el trabajo sucio. Y os aseguro que pagaré bien.
El hombre frunció el ceño, y algunos otros comenzaron a susurrar entre ellos. Había algo en la actitud de Dante que resultaba inquietante, pero la oferta de trabajo en sí misma parecía legítima.
—¿Cuándo empezaríamos? —preguntó una mujer desde el fondo del grupo, con aspecto tan cansado como el resto.
—Ahora mismo —dijo Dante con una sonrisa—. Si queréis trabajo, seguidme. No os prometo una vida de lujo, pero no os faltará el oro ni el entretenimiento. Y creedme, trabajar para mí será todo menos aburrido.
El grupo se miró entre sí, aún algo dudoso, pero lentamente empezaron a ponerse en pie. Un noble pagando bien por un trabajo sencillo era algo difícil de rechazar en esos tiempos, aunque la forma en que Dante hablaba les daba la sensación de que había algo más detrás de su oferta.
—Perfecto —dijo Dante, dándose la vuelta—. Seguidme. Tengo una mansión que necesita vuestras manos para lucir como debería.
Y con eso, comenzó a caminar de regreso a su mansión, con un nuevo séquito detrás de él.
Dante caminaba con paso decidido por las calles de la capital, con su nuevo séquito siguiéndolo de cerca. El grupo de trabajadores, compuesto por hombres y mujeres de todas las edades, lo miraban con una mezcla de expectación y desconfianza. Aunque la promesa de trabajo y oro era suficiente para haberlos convencido, no podían evitar preguntarse quién era realmente ese hombre que hablaba con tanta seguridad y que parecía no tener ninguna preocupación en el mundo.
Por su parte, Dante se divertía con la situación. Había logrado lo que muchos nobles de verdad tardaban años en construir: una imagen de poder y autoridad. No necesitaba títulos ni linajes. Solo su magia y su actitud le bastaban para conseguir lo que quería. Y aunque él no respetaba a los nobles, le resultaba entretenido jugar a ser uno de ellos, aunque fuera solo para demostrar que podía hacerlo mejor que cualquiera de esos imbéciles.
Al llegar a su mansión, los trabajadores quedaron boquiabiertos. La estructura era imponente, con grandes muros de piedra y jardines bien cuidados. Había sido una de las propiedades más codiciadas de la capital, y ahora pertenecía a Dante, quien ni siquiera había movido un dedo para conseguirla, más allá de conjurar unas cuantas monedas de oro.
—Bienvenidos a vuestro nuevo lugar de trabajo —anunció Dante con un gesto amplio hacia la entrada—. No es tan impresionante como podría ser, pero con vuestra ayuda, puede llegar a ser algo... decente.
Los trabajadores se miraron entre ellos, sorprendidos por el tamaño de la mansión. No esperaban trabajar en un lugar tan lujoso, y aunque Dante no había sido particularmente cálido en su bienvenida, sabían que no podían rechazar una oportunidad así.
—Lo primero es lo primero —continuó Dante, mientras caminaba hacia las puertas principales—. Quiero que todo esté en orden. Limpiad, reparad lo que haga falta, y aseguraos de que la mansión luzca como la residencia de alguien importante. —Su tono se volvió ligeramente burlón—. Ya sabéis, algo que impresione a esos estúpidos nobles de la ciudad.
Una mujer más mayor, de manos callosas por el trabajo duro, dio un paso adelante.
—Señor, ¿qué tareas específicas quiere que hagamos primero? —preguntó, intentando sonar profesional a pesar de su nerviosismo.
Dante la miró de reojo, considerando la pregunta.
—Empezad por las áreas comunes. Salones, pasillos, jardines. No quiero ni una mota de polvo. Después podéis encargaros de la cocina y las habitaciones. Supongo que necesitaré un chef, así que si alguien tiene experiencia en eso, ya sabéis qué hacer.
La mujer asintió y se giró para organizar al resto del grupo. Sin más dilación, todos se pusieron a trabajar, moviéndose rápidamente por la mansión, como si sus vidas dependieran de ello. Dante, por su parte, se dirigió hacia el salón principal, donde un gran ventanal ofrecía una vista completa de la capital.
Se sentó en uno de los sillones que había conjurado para su comodidad y observó cómo los trabajadores se apresuraban de un lado a otro. No podía evitar reírse en silencio. Todo estaba funcionando a la perfección. Tenía a su disposición una mansión lujosa, un grupo de sirvientes que hacían todo por él, y ningún compromiso real que le obligara a cumplir con la misión que la diosa le había encomendado.
Mientras se recostaba en el sillón, una idea cruzó su mente. "Tal vez debería invitar a algunos de esos nobles a cenar", pensó, divertido. No porque le interesara su compañía, sino porque la sola idea de ver cómo esos idiotas intentaban impresionar a alguien que ya los superaba en todos los sentidos le resultaba increíblemente divertida. Claro, él despreciaba a los nobles, pero eso no significaba que no pudiera jugar a ser uno de ellos cuando le convenía.
Con un chasquido de sus dedos, una copa de vino apareció en su mano. Dio un sorbo y se inclinó hacia atrás, observando cómo su nueva vida comenzaba a tomar forma. Sabía que esto era solo el comienzo, y que había mucho más por hacer, pero por ahora, estaba satisfecho. "Seré el noble más gilipollas de todos", se dijo a sí mismo con una sonrisa socarrona. "Y lo disfrutaré al máximo."
Dante cerró los ojos, dejando que la sensación de control y poder lo inundara por completo. No necesitaba ser un héroe, no necesitaba salvar el mundo. Solo necesitaba seguir siendo Dante, el hombre que podía burlarse de todo y de todos mientras vivía en el lujo absoluto. El mundo podía arder a su alrededor, pero mientras él tuviera su mansión, su magia y su desprecio por todo lo que le rodeaba, nada más importaba.