—¡Nooo! —Un grito desesperado surgió de los labios de la Santa—. ¡No se acerquen!
Los soldados avanzaron con determinación, colocando la sierra entre las piernas de la Santa. Sus miradas se cruzaron con la entrepierna desnuda de la Santa, pero en aquel instante, sus mentes estaban fuera de sí, concentradas únicamente en el horrendo acto que estaban a punto de perpetrar: cortarla en dos con aquella sierra.
—¿Cuáles son tus últimas palabras? —inquirió Luxuria, su voz llena de un malévolo deleite, mientras su mirada se aferraba a la entrepierna de La Santa.
—¡Malditaaa! —exclamó la Santa, su rostro desafiante a pesar de su posición invertida—. Tú y los tuyos, espero que se enfrenten a la más atroz de las agonías.
Luxuria asintió con satisfacción, dirigiendo una mirada a los soldados que harían de verdugos. El brillo sádico en los ojos de los verdugos reflejaba su ansia por el sufrimiento, mientras intercambiaban gestos de complicidad y dirigían sonrisas retorcidas hacia los espectadores que aguardaban la ejecución.
—Córtenla —ordenó Luxuria con un tono impaciente.
—¡Que sea lento! —gritó uno de los soldados expectantes.
—¡Quiero escucharla gritar! —añadió otro, con una mezcla de excitación y morbo.
Los espectadores, excitados por la anticipación del horror que estaban a punto de presenciar, observaban con ansias retorcidas mientras la Santa se enfrentaba a su destino final.
Con una lentitud calculada, los verdugos bajaron los brazos que sostenían el objeto ejecutor. Con precisión cruel, colocaron los fríos y puntiagudos dientes de la sierra sobre ella. Un silencio tenso se apoderó del lugar, solo interrumpido por los sollozos angustiados de la Santa, quien comenzaba a suplicar por su vida.
—No... —susurró la Santa, con la voz quebrada por el miedo, sus lágrimas reflejando la impotencia de su súplica—. Por favor... ¡Piedad!
Sus palabras resonaron en el aire, cargadas de desesperación y súplica, pero cayeron en oídos sordos. Los soldados permanecieron impasibles ante su sufrimiento, decididos a cumplir con su deber. Con un gesto decidido, uno de ellos apretó el mango de la sierra y tiró con fuerza de su lado, dando inicio a la ejecución.
—¡AAAGHH! —el desgarrador grito de la Santa reverberó por todo el lugar, haciendo eco en los oídos de quienes presenciaban la escena con horror y regocijo mezclados.
Corte tras corte, el filo del instrumento desgarraba la piel y el hueso de la Santa, dejando escapar el flujo carmesí que se deslizaba lentamente por su vientre y su pecho, formando un río que finalmente goteaba de su frente. Con cada nuevo tirón, su cuerpo se convulsionaba en una danza de agonía, como si tratara desesperadamente de escapar de las garras del dolor que la aprisionaban.
Sin embargo, la cruel realidad era que su sufrimiento estaba lejos de terminar. Aquella ejecución había sido diseñada para prolongar su tormento hasta los últimos instantes de su existencia, asegurándose de que cada segundo fuera una eternidad de angustia.
Mientras tanto, en medio de la multitud reunida, se escuchaban gritos de jubilo y alegría. Para aquellos que habían sido testigos de los crímenes de la Santa, verla recibir su merecido castigo era motivo de celebración, un acto de justicia largamente esperado.
Luxuria, quien parecía impasible, no pudo soportar por mucho tiempo la visión de tanto sufrimiento. Con un gesto de desdén, se apartó del lugar, seguida por el resto de las Sacerdotisas dejando atrás el macabro espectáculo que se desarrollaba ante sus ojos.
Mientras dejaba atrás a la Santa y sus gritos desgarradores, una de las Sacerdotisas que seguía a Luxuria se llevó la mano al estómago y se apoyó en la rueda de una carreta cercana, su rostro pálido y afligido por la repentina oleada de náuseas. El violento espectáculo de la ejecución había dejado una profunda impresión en ella, y su estómago protestaba por la crudeza de lo presenciado.
—Hermana... ¿Estás bien? —preguntó con preocupación otra Sacerdotisa, acercándose y colocando su mano con suavidad en la espalda de la afligida compañera, inclinándose para estar a su altura y ofrecer apoyo.
—Sí, no te preocupes, solo me afectó un poco ver la ejecución —respondió la Sacerdotisa, esforzándose por mantener la compostura mientras se limpiaba los labios con un pañuelo—. No soporto ver morir a una persona sintiendo tanto dolor.
Luxuria, aunque también se sintió afectada por la escena, contuvo sus propias náuseas y esperó pacientemente a que su compañera se recuperara antes de continuar su camino hacia las carretas donde se estaban cargando las carpas y demás enseres del campamento.
—¡Luxuria! —la llamó Porcum a lo lejos, su voz resonando entre los murmullos del campamento.
Reconociendo la voz de aquel ser, Luxuria hizo caso omiso de la llamada y apresuró el paso, decidida a mantenerse alejada de Porcum y sus constantes acosos.
—Hermana... El Comandante Porcum se acerca... —advirtió una de las Sacerdotisas, lanzando una mirada cautelosa hacia el orco que se acercaba, su presencia imponente apenas disimulada por su expresión alegre y serena.
Todas tenían la misma sensación: una mezcla de temor y repulsión que las impulsaba a mantenerse lo más alejadas posible de Porcum. Su presencia imponente y su reputación de acosador pervertido las mantenían alerta, siempre buscando evitar cualquier contacto con él.
Porcum, con su determinación inquebrantable, aceleró su paso en un intento desesperado por alcanzar a Luxuria. Sin embargo, su avance se vio abruptamente interrumpido por una carreta pesadamente cargada de cajas de armas que cruzaba su camino con una lentitud exasperante.
Luxuria, ahora figura de autoridad entre las sacerdotisas, dejó escapar un suspiro al percatarse de que habían perdido de a Porcum. Con paso firme, se acercaron a las carretas que habían sido su refugio desde el inicio de la guerra. La propiedad de estas carretas reforzaba su autonomía, alejándolas del control del ejército y otorgándoles un sentido de independencia.
Una de las sacerdotisas, reconociendo el liderazgo de Luxuria, le ofreció un lugar privilegiado en una carreta.
—Hermana, ¿vienes con nosotras? —preguntó con amabilidad, reconociendo la autoridad de Luxuria—. Prácticamente ahora eres nuestra líder, así que te daremos un buen lugar entre nosotras.
Luxuria, con calma y dignidad, consideró la oferta mientras recordaba las órdenes del Rey. Su trato con él la llevaron a decidir buscar su aprobación antes de aceptar cualquier cambio en su misión original.
—Me encantaría —respondió con serenidad—. Pero déjenme consultar al Rey si me otorga el permiso; al unirme, me encomendó viajar a caballo.
Las sacerdotisas asintieron con respeto y entendimiento ante su decisión. Mientras Luxuria se encaminaba hacia el Rey Huldrön en busca de su aprobación, el bullicio de la preparación para partir resonaba a su alrededor.
Finalmente, encontró al Rey entre sus abanderados, dando órdenes con autoridad desde lo alto de su caballo. Ella se paró delante del majestuoso caballo, cuyo pelaje relucía bajo la luz del sol. Huldrön la notó al instante, sus ojos brillaban con una chispa de alegría mientras la observaba detenidamente. Con una sonrisa en los labios, le preguntó: —¿Vienes por tu parte del botín de esta batalla? Ahí tengo algunas Sacerdotisas de Harim que capturamos, no hay muchas, así que te daremos una.
Luxuria sintió un hormigueo de emoción al escuchar esas palabras. —Oh, eso es bueno —respondió con entusiasmo—. Pero he venido por algo más, quiero saber si continuaré viajando a caballo o en carreta.
Huldrön asintió comprensivamente, tomando su cantimplora de cuero y destapándola con un gesto ágil. —Puedes viajar en carreta desde ahora —anunció, con un tono amigable—. Mandé a Porcum para avisarte sobre tu parte del botín y para invitarte a viajar en mi carreta.
Sin embargo, antes de que pudiera aceptar la generosa oferta, Luxuria vaciló por un momento. —Si me disculpas, desearía viajar con mis hermanas —dijo, tratando de ocultar su incomodidad.
Huldrön asintió, pero su respuesta fue firme y decidida. —Entonces, viajarás a caballo —declaró sin titubear.
El anuncio cayó como un balde de agua fría sobre Luxuria, dejándola momentáneamente sin aliento. Durante unos segundos, el silencio se apoderó del lugar mientras ella procesaba la noticia.
Finalmente, Luxuria rompió el silencio con una respuesta cargada de tensión y desafío. —Entonces, que así sea —dijo, su rostro ahora reflejando una expresión amenazante—. Quería ser respetuoso y cordial ya que eras el Rey, pero escúchame desagradable mierda de pocilga ,espero que te agarre una diarrea de esas incontenibles.
Huldrön se ofendió por la actitud desafiante de Luxuria, pero optó por mantener la compostura, consciente de la imagen que debía mantener ante sus seguidores.
—Como ya he dicho —respondió con firmeza—, viajarás a caballo. Cuando hayas adquirido la experiencia necesaria en la monta, entonces podrás considerar viajar en carreta.
Luxuria, con una mirada llena de desprecio hacia el caballo, susurró una palabra apenas audible: "Miseria". En respuesta, el animal se inquietó, relinchando y moviéndose bruscamente, lo que provocó la caída de Huldrön de su lomo. El golpe de su cabeza contra el borde afilado de una piedra hizo que el rey soltara un grito ahogado de dolor.
Los abanderados, sorprendidos por la repentina caída de su líder, corrieron a asistirlo.
—¡El rey! —exclamó uno de ellos, saltando de su montura para acudir en ayuda de Huldrön.
—¡Rápido, sacerdotisa, ayuda al Rey! —ordenó otro, descendiendo de su caballo y apresurándose hacia la escena.
Luxuria, aunque en su interior sentía una satisfacción perversa por el accidente, mostró falsa preocupación mientras se arrodillaba junto al rey herido, intentando brindarle ayuda.
En su mente, pensó con una mezcla de cinismo y desprecio: «¡Ja! Eso te pasa por meterte conmigo...» Sin embargo, ante la mirada de los presentes, fingió angustia y pesar. A pesar de haber causado el incidente, no mostró ni un ápice de remordimiento.
—Ya es demasiado tarde —anunció con falsa tristeza y lágrimas fingidas—. Ya no hay nada que podamos hacer.
Huldrön había fallecido, y aunque Luxuria no anticipaba ese desenlace, comprendió de inmediato que podría aprovechar la situación en su beneficio. La posibilidad de exigir cualquier cosa para revivir al Rey estaba ante ella, pero antes tendría que negociar con los nobles que servían como abanderados de Huldrön y los generales de su ejército.
Los abanderados, en lugar de dejarse llevar por la desesperación ante la pérdida de su rey, dirigieron sus miradas hacia Luxuria, conscientes de sus habilidades mágicas.
—Revívello —solicitó uno de ellos—. Hemos sido testigos de cómo resucitaste a la esposa del comandante Drákais; haz lo mismo con nuestro rey.
Luxuria, sorprendida de que recordaran ese echo, vaciló antes de responder.
—Me gustaría cumplir con su petición de inmediato, pero debo acumular una cantidad considerable de energía mágica para hacerlo —mintió con seguridad mientras evaluaba sus opciones—. Me llevará al menos otros dos días reunir la cantidad necesaria.
—¿Dos días? —La incredulidad se reflejó en los rostros de aquellos hombres.
Manteniendo su acto de preocupación, Luxuria continuó:
—Podría hacerlo ahora mismo, pero significaría sacrificar parte de mi propia vida —agregó.
Los hombres intercambiaron miradas y finalmente asintieron con determinación.
—Hazlo —ordenó uno de ellos—. Estaremos dispuestos a compensarte con lo que pidas; el rey no puede permitirse morir ahora.
—Sin embargo, debo dejar claro que resucitarlo no será gratuito —advirtió Luxuria con seriedad—. El precio será grande, ya que tendré que utilizar parte de mi propia vida para traer de vuelta al Rey.
—Está bien, hazlo —respondieron al unísono, dispuestos a aceptar cualquier término—. Tu deseo será concedido; pero resucitalo rápido.
—Entonces quiero mi propio feudo —declaró ella, firmando su destino antes de comenzar el ritual para devolver la vida a Huldrön.
Aquella petición no la esperaban, pero un nuevo feudo era posible y, según entendían, se otorgarían títulos nobiliarios a los caballeros de alto rango que realizaran grandes hazañas durante la guerra, así como a algunos contribuyentes.
Luxuria, había sido una fuerza crucial en la batalla anterior. Sus habilidades habían allanado el camino para la captura de la fortaleza y la Santa de los Reinos Unidos, también la aplastante derrota de su ejército principal. Ahora, que podían ver el conflicto acabando con una victoria suya, las miradas se volvían hacia ella con una mezcla de respeto y anticipación. Era más que probable que al finalizar la guerra, se le otorgara algún título nobiliario y con él, quizás, tierras y riquezas más allá de sus sueños más salvajes.
—Está bien —dijo uno de aquellos hombres, con una voz grave.
Luxuria sonrió, una sonrisa que destellaba con el conocimiento de su poder y la certeza de su destino. Se concentró, su mente enfocada como la hoja de una cuchillo en el momento antes del corte. Con un gesto decidido, movió la hoja afilada en piel de la yema de su dedo, dejando que una gota de sangre cayera sobre los labios pálidos de Huldrön.
Un resplandor verdoso brotó de la nuca de Huldrön, una luz que parecía emerger de lo más profundo de su carne misma.
Luxuria extendió su mano, emanando un aura oscura de poder y autoridad. —Resurrección —pronunció con una voz firme y resonante, como si estuviera invocando el mismísimo milagro de la vida.
Los párpados de Huldrön se entreabrieron lentamente, revelando unos ojos que brillaban con una nueva luz. Se alzó del suelo con una gracia sorprendente, como un titán despertando de un sueño eterno. Al mirar a su alrededor, sus ojos encontraron los de Luxuria, y en ese instante, comprendió su situación.
—Si estoy vivo, quiere decir que me reviviste —dijo él con una sonrisa de anticipación, sus palabras con una tonalidad de juramento. Sus ojos centelleaban con una mezcla de gratitud y determinación mientras dirigía su mirada hacia Luxuria, reconociendo el poder que ella había invocado para devolverlo a la vida. —Sé que este tipo de favor no es gratis —continuó, su tono lleno de respeto pero también de una comprensión profunda. —Y en lo poco que te conozco, sé que no podrías haber dejado pasar esta oportunidad de pedir algo grande.
Había un aire de solemnidad en sus palabras, como si entendiera la magnitud del acto que acababa de ocurrir. Pero a pesar de la gravedad del momento, había una chispa de determinación en sus ojos, una promesa silenciosa de reciprocidad.
—Te lo daré siempre y cuando esté dentro de mis posibilidades —declaró con una firmeza que dejaba claro que estaba dispuesto a cumplir con cualquier solicitud que ella pudiera hacer.
Era un pacto no escrito entre ambos, uno producto de la magia que se burlaba de la muerte.