Chapter 21 - Mudo

Humo, fuego, cenizas... eran todo lo que quedaba de lo que alguna vez fue un próspero y alegre pueblo. Las llamas aún crepitaban sobre los escombros, mientras una densa columna de humo se elevaba hacia el cielo, oscureciéndolo con su presencia. Los cuerpos yacían esparcidos por el suelo, inertes, formando un paisaje macabro. La sangre, ahora espesa y seca, se mezclaba con la tierra creando charcos de un lodo maloliente y rojizo. No quedaba rastro de vida humana en aquel lugar. La furia implacable del dragón se había desatado sin piedad sobre aquellos desafortunados habitantes.

Cinco mil soldados marchaban entre los restos de lo que alguna vez fue un hogar para muchos. Revisaban cada casa, cada granero y cada corral con diligencia. Aunque el fuego del dragón había arrasado gran parte del pueblo, la comida y los animales estaban casi intactos, a excepción de aquellos que fueron alcanzados por las feroces llamas. Los soldados, prácticos y hambrientos, no desaprovecharon la oportunidad de recoger esos animales. La carne, aunque chamuscada en algunas partes, aún podía aprovecharse. Con cuchillos en mano, retiraban las partes carbonizadas, revelando la carne aún comestible.

—¡Vamos! —gritaban los soldados de mayor rango. —Tendrán tiempo de descansar cuando estemos lejos de este lugar. No podemos permitirnos demoras.

Luxuria, había dado órdenes claras: arrear los ganados, juntar y cargar en las carreteras cada grano y alimento, desmantelar a los animales muertos para aprovechar su carne y enterrar los cuerpos de los aldeanos para evitar la propagación de enfermedades. Era una tarea sombría y desalentadora, pero necesaria. Sin conocer las identidades de aquellos que yacían sin vida y sin disponer de tiempo para ceremonias individuales, ordenó enterrar todos los cuerpos en dos grandes fosas comunes. Los soldados trabajaron en silencio, dejando respetuosamente los restos en su lugar final de descanso, luego los cubrieron con piedras y tierra.

Una vez terminado, Luxuria y las demás sacerdotisas se reunieron alrededor de las fosas. Con rostros serenos y voces cargadas de tristeza, comenzaron a recitar plegarias a Chaos. Encomendaban las almas de aquellos desafortunados a su cuidado, esperando que encontraran paz en el más allá. Las palabras resonaban en el aire pesado, una mezcla de lamento y esperanza, un intento de traer algo de consuelo a un escenario de devastación. Solo las masacres sin sentido se comparaban a la destrucción causada por un dragón.

El eco de las plegarias se desvaneció, dejando atrás un silencio abrumador. Los soldados, agotados tanto física como emocionalmente, recogieron sus pertenencias y se prepararon para continuar su marcha. El pueblo, ahora un cementerio improvisado, se hundió en una quietud eterna. La misión era clara: debían seguir adelante, dejando atrás las cenizas de un pasado destruido y encaminadose a su objetivo como en el principio.

El ejército marchó aproximadamente tres horas escondido en los bosques, evitando los caminos para no ser descubierto. Los árboles altos y frondosos les proporcionaban una cobertura natural, y el susurro de las hojas bajo sus pies se mezclaba con el sonido lejano de los animales nocturnos que comenzaban a salir por esas horas. Después de haber cruzado la cordillera con éxito, descansaron en aquel lugar para reponer fuerzas, tumbándose en el suelo cubierto de musgo y hojas secas.

—Solo le tomó unos minutos devastar ese pueblo —dijo uno de los soldados, sentado alrededor de una fogata improvisada, con la cabeza gacha. Las llamas lanzaban sombras danzantes sobre sus rostros cansados.

—¿Te refieres al dragón, verdad? —preguntó otro soldado, mostrando la misma moral baja. Sus ojos, opacos por el cansancio, reflejaban la luz del fuego.

—Es una suerte que la Doncella de Plata lo apaciguara —dijo, suspirando—. De no ser por ella, el dragón nos hubiera acabado en esa montaña.

El grupo asintió en silencio, recordando la escena. Luxuria, con su hábito lgo sucio por el polvo y su semblante en aparente serenidad, había logrado lo que ellos creían imposible. El dragón, una bestia imponente con escamas duras como el hierro y ojos llameantes, había sembrado el caos y la destrucción. Su rugido resonaba aún en sus mentes, un recordatorio del poder descomunal que casi habían enfrentado.

—¿Sabes cuál fue el trato que hicieron? —preguntó otro soldado, rompiendo el silencio cargado.

—Escuché que fue una cuarta parte de las riquezas que logremos saquear de la ciudad —respondió el primero, lanzando una mirada furtiva a su alrededor.

El problema de la comida se había solucionado gracias a las provisiones que encontraron en el pueblo. Sin embargo, a pesar de tener abundante comida, no tenían mucho apetito. El terror que el dragón había dejado en sus corazones les quitaba el hambre. Se alegraban de poder seguir con vida, pero el miedo aún los acechaba en cada sombra y en cada susurro del bosque.

Luxuria, por otro lado, se encontraba sola, sentada sobre una roca no muy lejos de su ejército. Miraba el vasto bosque frente a ella, perdida en sus pensamientos. La luna iluminaba su figura esbelta y su cabello, que caía en cascada sobre sus hombros. Con una cara de desagrado, murmuró para sí misma.

—Qué mierda... —se puso en cuclillas separando las piernas y colocando sus brazos sobre sus rodillas como si de un matón se tratara—. Habrá menos riquezas para mí... Por si fuera poco, es complicado mantener una buena apariencia...

El viento soplaba suavemente, llevando consigo los murmullos del bosque. De pronto, Luxuria se percató de la presencia de alguien. Un crujido sutil la alertó, alguien se estaba escondiendo entre los arbustos en algún lugar de aquella zona del bosque.

«¡Demonios! ¡Alguien me ha visto así!» pensó, su mente trabajando rápidamente. Comenzó a buscar con la mirada, intentando identificar de dónde provenía el sonido. «¿Dónde se esconde? No puedo dejar que se lo diga al ejército».

Luxuria se levantó con sigilo, sus sentidos agudizados por la adrenalina. Cada paso era calculado, cada movimiento, preciso. Sabía que debía actuar rápido. Si alguien había visto su momento de debilidad, podría perder el respeto de sus hombres, algo que no podía permitirse.

Con el corazón latiendo con fuerza, Luxuria se adentró en el bosque, decidida a encontrar al espía antes de que fuera demasiado tarde.

El primer lugar al que se dirigió fue a los arbustos que parecían haber sido el origen de aquel sonido. Al llegar, movió los arbustos con algo de brusquedad y se quedó quieta algunos segundos, observando lo que se escondía entre ellos. La densa vegetación crujió bajo su toque, revelando un pequeño cuerpo entre las hojas.

«¿Estoy alucinando, verdad?» pensó sin dejar de mirar aquello.

Era un cuerpo pequeño, el cuerpo de un infante inmóvil en posición fetal recostado en el suelo. Luxuria rápidamente extendió su brazo y con la mano tocó su piel, sintiéndola tibia además de notar que temblaba.

—Por Chaos... —Se llevó la mano a los labios, mostrando preocupación y sorpresa—. ¿Qué hace un niño en medio de este bosque?

Miró a su alrededor como buscando a alguien más, pero no encontró más que las luces de las fogatas del campamento. Las sombras danzaban entre los árboles, creando un ambiente inquietante.

—Niño... despierta —dijo ella, moviendo un poco el cuerpo del infante.

El niño no reaccionaba, así que Luxuria supuso que se había desmayado. «¿Lo dejo aquí...? ¿Qué hago?» se preguntó a sí misma con preocupación. Las cicatrices de su vida anterior se manifestaban en su mente, recordándole momentos de abandono y desesperación. «No, lo llevaré a mi carpa», pensó, decidida a no repetir esos errores. Rápidamente lo cargó en sus brazos, sintiendo el peso ligero del pequeño cuerpo, y caminó de regreso al campamento.

Los soldados, al verla regresar con el niño en brazos, levantaron la vista momentáneamente antes de volver a sus actividades. Solo algunos curiosos se encaminaron detrás de ella para saber lo que estaba pasando. Las conversaciones se tornaron en susurros especulativos, pero nadie se atrevió a detenerla.

Luxuria finalmente llegó a su carpa y recostó al niño en su cama. Encendió una lámpara mágica que proyectaba una luz cálida y parpadeante. Revisó el cuerpo del niño con más detenimiento, encontrándolo sucio por el polvo y el hollín; además, descubrió que tenía varias quemaduras en el cuerpo y las manos. Su cabello también estaba chamuscado, emitiendo un olor acre.

«¿No será un sobreviviente del pueblo?» se preguntó al ver el estado del niño. Su mente volvió a la imagen del dragón quemando a la distancia el pueblo por el que pasaron. Se levantó y salió brevemente de la carpa para pedir agua y algunas vendas. Los soldados le trajeron los suministros sin hacer preguntas.

De vuelta en la carpa, Luxuria limpió cuidadosamente las heridas del niño y las curó con su habilidad, pero aún quedaba una irritación así que aplicó ungüentos para aliviar el dolor. Mientras trabajaba, notó pequeños detalles: la ropa del niño estaba hecha jirones, pero parecía haber sido de buena calidad, lo que sugería que no era un simple campesino.

—¿Quién eres, pequeño? —murmuró para sí misma mientras le cubría con una manta.

La fragancia del ungüento llenó la carpa, mezclándose con el aire fresco de la noche que se colaba por la entrada. Luxuria se sentó junto a la cama, observando al niño mientras respiraba de manera irregular. Sus pensamientos se nublaron con la preocupación y una inexplicable sensación de responsabilidad.

Las horas pasaron y la noche se tornó más fría. Afuera, el campamento estaba tranquilo, solo el crepitar de las fogatas y el ocasional murmullo de los guardias rompían el silencio. Luxuria, luchando contra el cansancio, se quedó velando al niño, su mente trabajando para entender qué le había pasado exactamente a ese niño y qué debía hacer con él luego.

Mientras observaba su rostro inocente y dañado, una determinación comenzó a formarse en su interior. Si aquel niño estaba solo en ese mundo, ella se haría cargo de él.

Luxuria se removió inquieta en la silla mientras los primeros rayos del amanecer se filtraban por la tela de la carpa. Apenas había pegado ojo durante la noche, preocupada por el niño que seguía durmiendo con respiración entrecortada. Se levantó despacio, estirando los músculos agarrotados, y se acercó a la entrada para echar un vistazo al campamento que empezaba a despertar.

En ese momento, sintió una presencia detrás de ella. Se dio vuelta rápidamente y vio al niño mirándola con ojos grandes y asustados.

—¿Estás bien? —preguntó Luxuria con suavidad, acercándose lentamente para no asustarlo más.

El niño no respondió de inmediato. Sus ojos recorrieron la carpa, llenos de confusión y miedo.

—Tranquilo, estás a salvo —dijo Luxuria, arrodillándose junto a la cama y tratando de parecer lo más amable posible—. ¿Cómo te llamas?

El niño abrió la boca, pero de ella no salió ningún sonido. Luxuria notó que sus labios estaban secos y agrietados.

—Toma, bebe esto —dijo, alcanzándole una cantimplora con agua—. No tengas miedo, estoy aquí para ayudarte.

El niño aceptó la cantimplora con manos temblorosas y bebió con avidez. Luxuria esperó pacientemente hasta que terminó, observando cómo poco a poco el color volvía a sus mejillas.

—¿Puedes decirme tu nombre? —insistió ella, con una sonrisa alentadora.

El niño no dijo nada; ni una sola palabra salió de su boca, pero se veía triste.

—¿Qué pasa? ¿Te duele algo? —Luxuria le dio una palmadita en la mano—. ¿Recuerdas qué te pasó? ¿De dónde vienes?

Los ojos del niño se llenaron de lágrimas y se apuntó con el dedo a su boca, moviendo la cabeza negativamente. Miró a Luxuria, y ella sintió un nudo en el estómago al ver el dolor en su mirada; el niño era mudo.

Luxuria observó al niño con una mezcla de compasión y determinación. Acarició su cabello chamuscado, y susurró:

—No te preocupes, estarás a salvo conmigo.

El niño, aún temblando, asintió ligeramente, sus ojos llenos de gratitud y miedo. Luxuria se levantó y ordenó a uno de los soldados que trajera más mantas y comida. Sabía que este niño, sin nombre ni voz, necesitaba más que cuidados físicos; necesitaba protección y un sentido de pertenencia.

—De ahora en adelante, eres parte de mi familia —dijo, sonriendo con ternura.

Afuera, el campamento cobraba vida, los soldados se preparaban para el próximo tramo de su viaje. Luxuria, con el niño ahora dormido de nuevo en su cama, salió de la carpa. Miró a sus hombres y dio órdenes claras para el día que comenzaba.

—Nos movemos en dos horas —anunció—. Tenemos un largo camino por delante.

Mientras el sol empezaba a elevarse, Luxuria sintió una renovada fortaleza. El futuro era incierto, pero con el niño a su lado, su propósito se sentía más claro. «Necesitare mas dinero» pensó y caminó hacia el borde del campamento, lista para enfrentar cualquier desafío que viniera.