El peso de la victoria recaía sobre los hombros de Luxuria mientras sus soldados la vitoreaban en la abarrotada plaza central de la ciudad. Sus tropas, cansadas pero triunfantes, la celebraban con fervor, aunque algunos grupos permanecían en las calles, vigilantes ante cualquier amenaza. Sin embargo, no todos los presentes compartían ese entusiasmo. Desde los márgenes de la plaza, cientos de ciudadanos la observaban en silencio, sus miradas cargadas de una mezcla de emociones: curiosidad, esperanza, e incluso un odio profundo que hervía bajo la superficie.
La población de la ciudad estaba claramente dividida en dos facciones. La mayoría, que incluía a los pequeños nobles, las castas medias y algunas familias acomodadas, miraba a Luxuria con desdén y temor. Para ellos, ella y sus seguidores no eran más que invasores, demonios que amenazaban con destruir el orden que conocían. Su rechazo no era solo hacia Luxuria, sino hacia todo lo que ella representaba: un poder oscuro y ajeno que desafiaba sus creencias y modo de vida.
Por otro lado, se encontraba un grupo más pequeño pero no menos significativo, compuesto por la casta baja y los habitantes de los barrios pobres. Para ellos, la llegada de Luxuria representaba una posible redención. Habían perdido la fe en el dios que les prometía salvación pero les dejaba en la miseria, y ahora miraban hacia Chaos, el dios de Luxuria, con una mezcla de resignación y esperanza. Creían que bajo su dominio, o el de algún regente leal a Chaos, podrían encontrar una vida más justa, libre de las opresiones que habían sufrido bajo el viejo régimen.
Así, mientras Luxuria se alzaba como la victoriosa en la plaza, la ciudad permanecía en vilo, dividida entre aquellos que la veían como una amenaza y quienes, desesperados, la veían como una posible salvadora.
—Hermana, ¿qué haremos ahora? —preguntó una de las Sacerdotisas, acercándose con cautela, mientras observaba la figura imponente de Luxuria desde unos pasos atrás.
Luxuria no respondió de inmediato. Sus ojos recorrieron a los soldados que la rodeaban, elevándose sobre la plataforma que la mantenía a la vista de todos.
—No es el momento, hermana —dijo finalmente, su voz firme pero serena, sin apartar la mirada de la multitud.
Internamente, Luxuria luchaba con las posibilidades que se desplegaban ante ella. Ahora que tenía la ciudad bajo su control, cada opción tenía sus riesgos y recompensas. «¿Debería empezar a gobernar aquí mismo? ¿O sería más sabio esperar a que el ejército del general Strump llegue, para evitar posibles levantamientos?»
La incertidumbre la acosaba, pero su instinto le dictaba cautela. Tomar el control total de la ciudad ahora podría ser visto como una muestra de fuerza, pero también podría desatar la resistencia entre los habitantes, quienes aún no habían aceptado del todo su dominio. Por otro lado, esperar al general Strump le permitiría reforzar su posición con la fuerza de su ejército, garantizando un control más sólido.
Después de unos momentos de reflexión, Luxuria tomó su decisión. No tenía prisa. «La paciencia es una virtud en el juego del poder», pensó mirando de reojo.
—Mantendremos la ciudad bajo control hasta que llegue el ejército del general Strump —dijo, finalmente mirando de reojo a la sacerdotisa quien asintió y retrocedió unos pasos.
Cuando la ceremonia terminó, Luxuria se encaminó hacia el castillo, donde aún tenía asuntos que atender. El aire de la ciudad estaba pesado, cargado de un silencio incómodo que contrastaba con la reciente victoria.
Luxuria caminaba por las calles flanqueada por su séquito de Sacerdotisas. Las calles, anteriormente bulliciosas, estaban ahora desiertas. No había rastro de la gente, pero sus miradas se sentían desde las sombras de las ventanas y las rendijas de las puertas cerradas. Era un silencio lleno de desconfianza y temor, casi tangible, que hacía que el corazón latiera con más fuerza.
—Hermana... Este ambiente no me gusta —dijo en voz baja una de las Sacerdotisas, acercándose a Luxuria. Su mirada recorría las calles vacías con cautela—. Estuve en una ciudad que fue tomada durante una batalla anterior. Aunque no era tan grande como esta, la gente allí tenía el mismo comportamiento que aquí.
Luxuria giró la cabeza ligeramente, observando a un niño que se asomaba tímidamente por una ventana antes de desaparecer en la oscuridad.
—¿Qué quieres decir con eso, hermana? —preguntó, sin apartar la vista de la casa en la que el niño se había ocultado.
—Se rebelaron, hermana —continuó la Sacerdotisa, bajando aún más la voz mientras sus ojos vigilaban las esquinas y las sombras—. Al principio, atacaban a los soldados en pequeños grupos durante la noche, reduciendo sus números poco a poco. Luego, cuando nuestras fuerzas estaban debilitadas, la muchedumbre se lanzó sobre los que quedaban. Vi morir a muchas hermanas esa noche, pero las tropas de refuerzo llegaron justo a tiempo para salvarnos.
Otra Sacerdotisa, caminando detrás de ellas, se adelantó un paso y añadió:
—Hermana, he escuchado historias similares. Aunque no estuve en ninguna ciudad, en los campos de batalla siempre llegaban noticias de ciudades asediadas. Después de ser conquistadas, los ciudadanos esperaban el momento adecuado para rebelarse, soñando con restaurar a su antiguo regente.
Luxuria suspiró suavemente, asimilando las palabras de sus compañeras. Mientras caminaba, levantó la mano en un gesto suave, saludando a un niño que la observaba con ojos curiosos desde detrás de una puerta entreabierta.
—Entonces, si este también va a ser nuestro destino... —murmuró, su voz cargada de anticipación —tendremos que idear una manera de evitarlo.
El grupo continuó su camino hacia el castillo, consciente de que la calma de la ciudad podría ser el preludio de una tormenta.
Al llegar a las murallas del castillo, el grupo se dividió. Las Sacerdotisas se dirigieron hacia la iglesia, mientras Luxuria entró sola al castillo. El silencio del interior contrastaba con la tensión que aún flotaba en el aire. Al caminar por el oscuro pasillo, sus pasos resonaban en las paredes de piedra. Pronto, sus ojos se posaron en dos mujeres que, arrodilladas en el suelo, limpiaban las manchas de sangre que aún persistían desde la reciente batalla.
Luxuria se acercó con calma, observando cómo las mujeres evitaban mirarla directamente, sus movimientos torpes y apresurados, como si el miedo las estuviera consumiendo.
—Buen día —dijo Luxuria, su voz suave pero cargada de autoridad—. Soy la Sacerdotisa Luxuria, supongo que saben quién soy.
Las mujeres continuaron con su labor, sin atreverse a levantar la vista. Luxuria notó cómo sus hombros se encogían y sus manos temblaban, como si desearan desaparecer en las sombras del castillo.
—Tengo curiosidad —prosiguió Luxuria, manteniendo un tono sereno, casi inquisitivo—. Sé que hay quienes nos ven a mí y a mi ejército como demonios tiranos, invasores... Pero eso no es cierto. ¿Qué las ha traído aquí, a limpiar este lugar?
El silencio en la sala se volvió aún más denso. Luxuria frunció ligeramente el ceño. No recordaba haber dado órdenes de contratar a civiles para este tipo de trabajo. Hasta donde sabía, la limpieza del castillo y la disposición de los cuerpos habían sido encargadas a sus soldados y a los prisioneros. Los ciudadanos, por lo que ella había visto, apenas salían de sus casas, a excepción de cuando necesitaban agua o algo de comida.
—¿Pueden responderme? —insistió Luxuria, su voz ahora más firme al notar que las mujeres seguían sin hablar.
Las mujeres permanecieron en silencio, pero Luxuria percibió el pánico en sus miradas furtivas. Algo no estaba bien, y la incertidumbre hizo que Luxuria agudizara su intuición, consciente de que bajo la aparente calma podría estar gestándose una amenaza.
Las mujeres se miraron brevemente antes de responder, como si temieran lo que podría suceder si decían algo incorrecto.
—Estamos aquí porque... no tenemos otro lugar a dónde ir —respondió una de ellas con la voz temblorosa.
—Vivimos en el castillo al servicio del anterior señor desde que éramos niñas —añadió la otra, su tono lleno de miedo—. Había más sirvientas, pero... todas se esconden en la ciudad.
Las palabras de las mujeres resonaron en la mente de Luxuria. Recordaba que los soldados le habían informado que no quedaba nadie en el castillo, excepto los soldados. Esto daba credibilidad a lo que ellas decían, pero no disipaba del todo su desconfianza.
—Entiendo... Entonces, continúen con la limpieza —dijo Luxuria, dándoles la espalda y comenzando a alejarse. Sin embargo, algo en su interior la hizo detenerse de repente. Se giró ligeramente y las miró de reojo—. Tengo una última pregunta. ¿Dónde se encuentra el cuarto del señor del castillo? Me gustaría usarlo para descansar.
Un silencio incómodo cayó sobre la habitación, algo que puso a Luxuria en alerta. Sin previo aviso, esquivó instintivamente un objeto que rozó su mejilla, dejándole un corte fino. Al volverse, vio que un pequeño cuchillo se había clavado en una columna de madera. Su mirada se dirigió de inmediato a las mujeres, quienes ahora la observaban con una expresión felina, como depredadoras acechando a su presa. Luxuria se puso en guardia, alzando los puños con la destreza de una experta en Muay Thai.
Sin dudar, las mujeres se lanzaron hacia ella, sonrisas sádicas deformando sus rostros, como si saborearan la victoria que creían tener al alcance.
—¡Miseria! —gritó Luxuria, retrocediendo unos pasos mientras intentaba activar su habilidad.
Pero, para su sorpresa, al igual que con el mercenario al que había derrotado durante el asedio, la habilidad no tuvo ningún efecto.
—¡Purga ardiente! —intentó de nuevo, y por un breve instante, las mujeres fueron envueltas en llamas que se disiparon tan rápido como aparecieron.
Luxuria estaba en serios problemas. Las mujeres ya estaban a su lado, lanzando golpes dirigidos a sus puntos vitales. Sin embargo, algo estaba mal. Mientras esquivaba sus ataques, Luxuria se dio cuenta de que su cuerpo no respondía con la agilidad habitual. Sentía que sus movimientos eran más lentos, como si una fuerza invisible estuviera bloqueando sus reacciones.
—¡Hermana! ¡La toxina está haciendo efecto! —exclamó una de las mujeres, justo antes de asestar un golpe en el vientre de Luxuria, dejándola sin aliento.
—¡Rápido, los guardias no tardarán en llegar! —gritó la otra, propinando un golpe que derribó a Luxuria, quien se golpeó la cabeza al caer, quedando al borde de la inconsciencia.
«Esto es grave. ¿Qué puedo hacer? Mis habilidades no funcionan en ellas... ¿Voy a morir aquí?» Luxuria pensó frenéticamente mientras, tumbada en el suelo, veía el tiempo parecer detenerse. «Esto me pasa por confiar tanto en una sola habilidad y pensar que todo había terminado... Terminado... ¡Eso es!»
Luxuria rodó rápidamente, alejándose del alcance de las mujeres y se puso de pie con dificultad, apenas esquivando otro golpe.
—¡Disipación en...! —empezó a conjurar, pero fue interrumpida.
—¡Hermana, que no complete la frase! —advirtió la mujer más alejada, mientras la otra, a menos de un metro de Luxuria, cargaba un puñetazo directo a su rostro.
—¡Masa! —logró decir Luxuria justo antes de recibir el golpe en pleno rostro.
El impacto la desestabilizó, haciéndola caer de espaldas al suelo. Su nariz comenzó a sangrar mientras intentaba recuperar la compostura. Al abrir los ojos, lo que vio no fueron las mujeres que la atacaban, sino dos elfas, que ahora revisaban con desesperación algunos objetos y su propio aspecto, como si algo hubiera salido terriblemente mal para ellas. Fue entonces cuando Luxuria recordó cómo había derrotado a la Santa del Reino Unido, otra elfa cuyo poder dependía en gran parte de la magia, magia que Luxuria había logrado suprimir con aquella habilidad.
Una sonrisa, amplia y llena de locura, se dibujó en el rostro de Luxuria. Ahora, con la situación a su favor, estaba lista para contraatacar.
En el momento en que Luxuria activó su habilidad, un caos desatado se apoderó de la ciudad. Las elfas no eran las únicas infiltradas; había más espías entre las filas de sus propias tropas, usurpando las identidades de personas que muchos conocían. Esto indicaba que, en algún momento, habían sido asesinadas y reemplazadas por estos impostores.
—¡Atrapen a esos malditos elfos! —gritaron los soldados mientras el pánico se extendía por las calles.
Sin su magia, los elfos se vieron rápidamente superados. Muchos fueron capturados y sometidos, aunque unos pocos, en un último acto desesperado, lograron matar a un guardia, robar un caballo y escapar de la ciudad justo antes de que las puertas se cerraran con estrépito.
Mientras tanto, los guardias llegaron al lugar donde Luxuria luchaba contra las elfas. Desesperadas por sobrevivir, intentaron tomarla como rehén. Pero, aunque estaba debilitada y al borde de la inconsciencia, Luxuria logró reunir la fuerza suficiente para pronunciar dos palabras:
—Explosión Mental...
Los ojos de las elfas se volvieron blancos, y cayeron inertes al suelo, permitiendo que los soldados las capturaran sin más resistencia. Luxuria, sin embargo, no pudo resistir más; cayó de rodillas y, finalmente, perdió el conocimiento. La toxina que había entrado en su cuerpo a través del pequeño cuchillo que le cortó la mejilla había hecho su trabajo, pero, afortunadamente, no estaba diseñada para matar, sino solo para dejarla inconsciente.
Cuando Luxuria despertó, se encontró mirando el rostro aliviado del niño que había adoptado. A su lado, una Sacerdotisa rápidamente llamó a las demás, y en cuestión de segundos, su lecho estaba rodeado de miradas preocupadas.
—¡Hermana! Nos tenías muy preocupadas —dijo una de ellas, con el rostro aún marcado por la ansiedad.
—Hemos purificado tu cuerpo de la toxina —añadió otra Sacerdotisa, mostrando un frasco que contenía una sustancia dorada y brillante—. Esta es la toxina que usaron los elfos. Es increíblemente efectiva; una sola gota puede multiplicarse dentro del cuerpo como si fuera un organismo vivo.
Luxuria reconoció a la Sacerdotisa como la experta en venenos y brebajes del grupo. No le sorprendió ver lo entusiasmada que estaba al tener aquella toxina en sus manos.
—¿Y qué pasó con las elfas? —preguntó Luxuria mientras, con un esfuerzo, se incorporaba lentamente—. ¿Las capturaron?
—Sí, había muchos más infiltrados en la ciudad de lo que esperábamos —respondió una de las Sacerdotisas, ayudándola a ponerse de pie—. En total, atraparon a cincuenta y tres, pero eran sesenta. Siete lograron escapar.
—No me lo esperaba... —murmuró Luxuria, acariciando la cabeza del niño y notando lo grasoso de su cabello—. ¿Ya los interrogaron?
—Sí, aunque al principio se negaron a hablar. Los soldados trabajaron en ellos toda la noche —explicó otra Sacerdotisa, acercándose—. Esta mañana, algunos murieron, pero los que sobrevivieron finalmente hablaron.
—¿Qué dijeron? ¿Cuál era su intención aquí? —preguntó Luxuria, frunciendo el ceño mientras olfateaba al niño y notaba su mal olor—. Pequeño, necesitas un baño.
—Estaban aquí por usted, hermana —dijo la Sacerdotisa con preocupación—. Son soldados de élite, enviados por la actual líder de la antigua familia real Olsen, la misma familia de la que formaba parte la Santa. Al parecer, la líder se enteró de que usted puede devolver a los muertos a la vida.
—Así que quieren que reviva a la Santa... —murmuró Luxuria, levantando al niño en brazos y sonriéndole con afecto. Luego, volvió su mirada hacia las Sacerdotisas—. Parece que me he convertido en el objetivo de muchas personas poderosas. Pero hablemos de eso más tarde. ¿Qué les parece si ahora nos damos un buen baño? Hace tiempo que no disfruto de uno.
Las sacerdotisas intercambiaron miradas de alivio y preocupación, conscientes de la amenaza que se cernía sobre Luxuria, pero también entendiendo la necesidad de relajarse después de un día tan caótico.
—Un baño suena como una excelente idea, hermana —dijo una de ellas, asintiendo con una sonrisa.
Luxuria sonrió, sintiendo el peso del día comenzar a desvanecerse. Sostuvo al niño en brazos, notando cómo él se aferraba a ella, buscando consuelo en su calor. La imagen de los elfos, sus ojos en blanco tras su hechizo, seguía fresca en su mente, pero se prometió a sí misma que no dejaría que el miedo la consumiera.
—Vendrán más, lo sabemos —dijo otra sacerdotisa mientras caminaban hacia la cámara de baños, una habitación adornada con mosaicos y aguas termales burbujeantes que ofrecían un refugio del mundo exterior—. Pero estaremos preparadas. Nuestra hermandad no es fácil de quebrantar.
—Eso es cierto —respondió Luxuria, depositando al niño en el suelo con cuidado—. No importa cuántos intenten desafiarme. Este lugar, esta ciudad, ahora es mía. Y nadie, ni siquiera una familia real caída en desgracia, me arrebatará lo que es mío.
Las sacerdotisas la rodearon, ayudándola a despojarse de sus ropas ensangrentadas y sucias, y preparándose para sumergirse en las aguas curativas. Mientras el vapor subía y llenaba la sala, Luxuria dejó que la tensión en sus hombros se disolviera. Las aguas comenzaron a lavar no solo la suciedad, sino también las sombras de las batallas recientes.
—Mañana será un nuevo día —murmuró Luxuria, mientras cerraba los ojos y se sumergía por completo, dejando que el agua la envolviera. Pero en ese momento, decidió que, por un breve instante, podía permitirse olvidar el peso que cargaba sobre sus hombros.
—Pero esta noche —dijo una de las sacerdotisas, su voz suave y reconfortante—, solo disfrutemos de la paz que nos hemos ganado.
Luxuria asintió, dejando que la paz temporal la cubriera como un manto cálido. Sabía que el peligro acechaba, pero también sabía que, junto a sus hermanas y con la fuerza de su voluntad, sería capaz de enfrentarlo.