La mañana era fría, como siempre en la capital de los elfos. Aurealux Olsen se asomó por uno de los amplios balcones de su castillo. Desde allí, contempló la ciudad que se fusionaba en perfecta armonía con la naturaleza. Esta joya de su raza llevaba el nombre de Grünestadt.
Grünestadt era una ciudad amurallada, enclavada en el corazón de una profunda quebrada. Conocida como la "ciudad bosque", sus calles estaban adornadas con una inmensa cantidad de árboles. Las casas, muchas de ellas construidas alrededor de estos árboles, parecían brotar de la misma tierra. Dentro de sus robustas murallas, vivían 180,000 elfos, junto con algunas minorías de humanos y otras razas amigas.
Los días en Grünestadt estaban llenos de vida. El mercado de armas atraía a comerciantes de todo el territorio élfico, ofreciendo productos de la más alta calidad. La ciudad también albergaba la librería más grande de todo el Reino Unido, un gran tesorero entre los árboles y edificios. En los alrededores, los cultivos frutales prosperaban bajo la atenta mirada de los agricultores élficos. Para otros tipos de alimentos, se dependía del comercio, mientras que la carne provenía de la caza en los bosques cercanos.
Varios gremios prosperaban en la ciudad, cada uno con su propio propósito. El gremio de constructores era el más prestigioso, responsable de cada piedra y cada estructura que daba forma a Grünestadt desde sus inicios. El gremio de magia, por su parte, se dedicaba a la investigación magica. No menos importante, el gremio de herreros forjaba diariamente armas que se enviaban a los frentes de batalla. Otros gremios, como el de mercenarios, aunque menos prominentes, contaban con individuos de renombre que aportaban su fuerza y destreza al servicio de la ciudad.
Aurealux Olsen se encontraba en el balcón de su habitación, observando la ciudad de Grünestadt que despertaba lentamente con los primeros rayos del sol. El aire frío acariciaba su rostro, pero ella apenas lo notaba, absorta en sus pensamientos. Desde aquella altura, la ciudad parecía un refugio de paz, una joya de armonía entre la naturaleza y la obra de manos élficas. Pero dentro de su corazón, la inquietud se deslizaba como una sombra creciente, alimentada por los recientes acontecimientos.
Un leve toque en la puerta la devolvió al presente. Aurealux se volvió lentamente, su semblante inmutable, como si presintiera que algo importante estaba a punto de suceder. La puerta se abrió despacio, revelando a uno de sus sirvientes más leales, un elfo de mirada compasiva y rostro grave.
—Perdón por la interrupción, mi señora —dijo el sirviente con una reverencia profunda, su voz cargada de respeto y una ligera vacilación—. Un ave mensajera acaba de llegar desde el Extremo Sur de la Cordillera. Trae consigo un mensaje que, me temo, es de suma urgencia.
El sirviente avanzó con paso cuidadoso, sosteniendo una pequeña jaula en sus manos. Dentro, un ave de plumaje oscuro se agitaba levemente, y en su espalda llevaba atada una pequeña mochila de cuero. Aurealux, manteniendo su serenidad exterior, extendió el brazo con un gesto suave, invitando al sirviente a proceder.
—Déjala salir —ordenó con voz controlada, aunque sus ojos reflejaban la tensión acumulada.
El sirviente, con manos hábiles y una reverencia apenas perceptible, abrió la jaula. El ave voló con gracia, posándose con delicadeza en el brazo extendido de Aurealux. Sin demora, ella retiró el mensaje de la mochila y comenzó a desenrollar el papel, su pulso acelerándose imperceptiblemente mientras lo hacía.
El silencio en la habitación se volvió casi palpable, mientras Aurealux leía las palabras escritas en el pergamino. Su expresión, inicialmente impasible, comenzó a endurecerse a medida que sus ojos recorrían el mensaje.
*"Mi señora, Aurealux Olsen.*
*La misión ha fracasado. La sacerdotisa de Chaos es más precavida de lo esperado, y su habilidad es una verdadera amenaza. Ya no quedan infiltrados en la ciudad de Schmidt. Por último, la guerra en el Frente Sur está perdida; es cuestión de tiempo antes de que el general Strump tome la ciudad de Goidas y refuerce Schmidt."*
Las manos de Aurealux temblaron levemente al terminar de leer. El aire a su alrededor pareció volverse denso, como si la esperanza que había albergado hasta ese momento se hubiera desvanecido en un instante. De repente, un grito desgarrador escapó de sus labios, lleno de una furia y desesperación incontrolables. Cayó de rodillas al suelo, sus hombros sacudidos por sollozos mientras las lágrimas corrían libremente por su rostro.
El sirviente, que había permanecido en silencio durante todo el proceso, bajó la mirada, incapaz de soportar el dolor de su señora. Dio un paso atrás, manteniendo su reverencia, pero también un respeto profundo por el sufrimiento de Aurealux.
—Hija mía... —murmuró Aurealux, su voz quebrada por el dolor—, no pude traerte de vuelta... pero no me rendiré... no descansaré hasta que regreses a la vida.
Cada palabra estaba impregnada de una promesa desesperada, un juramento que solo una madre podría hacer. Aurealux Olsen, madre de Valya Olsen, había apostado todo en esa misión. Había enviado a sus soldados de élite a capturar a Luxuria con vida, convencida por informes de inteligencia de que esta sacerdotisa poseía el poder de devolver a los muertos a la vida, y que fue ella quien ordenó la ejecución de su hija. Pero sus soldados habían fracasado, y solo siete lograron escapar con vida.
El sirviente permaneció a una distancia respetuosa, permitiendo que Aurealux se sumergiera en su dolor, pero con la intención clara de estar disponible cuando su señora lo necesitara. En ese momento, todo lo que él podía ofrecerle era su lealtad inquebrantable y su silenciosa compañía en medio de la tormenta emocional que la envolvía.
Mientras tanto, Luxuria caminaba despacio por las murallas de Schmidt, con el ruido metálico de su calzado resonando en la piedra desgastada. Desde allí, tenía una vista clara de la ciudad, con sus calles empolvadas y los edificios marcados por los recientes combates. Algunos tejados todavía humeaban tras los incendios, y el sonido constante de martillos y sierras llenaba el aire mientras los trabajadores reparaban las secciones derrumbadas de las defensas. La amenaza de un contraataque era tan real que podía sentirla como un peso en el pecho. Sabía que no podían permitirse descansar; si las ciudades vecinas reunían tropas antes de que Strump llegara con refuerzos, todo lo ganado se desmoronaría.
Sus ojos recorrieron los grupos de soldados y peones que trabajaban bajo órdenes estrictas. Parecían tensos, agotados, y algunos incluso lanzaban miradas furtivas hacia ella, como si temieran que pudiera leer sus pensamientos. En ese corto tiempo en la ciudad había aprendido a reconocer ese miedo. Ya no era nuevo, y ciertamente no la incomodaba; al contrario, era útil. Pero la inquietud no era solo de ellos. En su interior, Luxuria sentía un leve hormigueo de incertidumbre que intentaba ignorar.
Se detuvo junto a un parapeto y miró hacia la plaza principal, donde las familias nobles, las pocas que aún quedaban, intentaban reconstruir su rutina bajo su sombra. Sus caras reflejaban una mezcla de rabia contenida y sumisión forzada, y eso era peligroso. Luxuria lo sabía bien: la gente con recursos y orgullo nunca aceptaba su lugar bajo una nueva bota por mucho tiempo. Si les daba espacio, si cometía un solo error, se convertirían en la chispa de una rebelión.
—No voy a dejar que eso pase —murmuró para sí misma, mientras sus dedos tamborileaban contra la fría piedra del muro.
El plan ya estaba en marcha. La captura de los hijos de los nobles era solo el primer paso. Había dado la orden esa misma mañana, dejando claro que no toleraría la más mínima señal de traición. Los hijos más pequeños, los de hasta 13 años, serían separados de sus familias, mientras que los mayores, hasta los 25, serían llevados a las celdas más profundas del castillo. Era una medida cruel, lo sabía, pero necesaria.
—Si no pueden controlar su ambición, yo lo haré por ellos —se dijo, cerrando los ojos por un momento. Una ráfaga de viento levanto un poco su velo, llevándose consigo un instante de debilidad que apenas se permitió sentir.
A lo lejos, más allá de las murallas, el bosque se extendía como un manto verde e impenetrable. En él, los peligros acechaban: soldados enemigos, espías y, quizás, incluso los rumores de un levantamiento improvisado. Luxuria apretó los labios. No bastaba con mantener a los nobles bajo control; tarde o temprano, tendría que eliminarlos por completo. Sus vidas eran un riesgo que no podía permitirse.
—Será cruel, pero tendrá que hacerse —murmuró, su mirada fija en la línea de árboles que marcaba el horizonte. Por un instante, su voz sonó más cansada que firme, pero lo apartó de inmediato.
Había algo que la retenía: los niños. Luxuria no quería matarlos. Su crueldad tenía límites, aunque muchos la llamaran monstruo. No, ellos podían ser moldeados, transformados. No había decidido aún si sería a través del miedo, el adoctrinamiento o algo más, pero sabía que había una oportunidad de usarlos, de moldearlos como un escultor trabaja la piedra. Aunque eso dependería de ellos. No podía decidir su destino sin ver primero qué camino elegían.
Suspiró y giró sobre sus talones, dejando que la brisa fría del atardecer le enfriara el rostro. Por ahora, lo importante era reforzar las murallas y mantener el control. El resto podía esperar, pero no por mucho tiempo.
Se encaminó junto a su guardia hacia la iglesia, donde la esperaban los niños que había ordenado capturar. La brisa fría arrastraba el polvo, y el sonido de sus pasos sobre el empedrado resonaba como un eco vacío. Luxuria avanzaba con la cabeza alta, pero sus pensamientos eran un torbellino. No podía permitirse mostrar duda, no frente a ellos, ni siquiera frente a sí misma.
Las puertas de madera oscura se alzaban frente a ella, altas y solemnes, como si juzgaran sus acciones. A su alrededor, el silencio era tan denso que podía oír su propia respiración. Los dos soldados que custodiaban la entrada, con lanzas en mano, se cuadraron al verla llegar y, sin decir una palabra, se apartaron para dejarle paso.
Luxuria se detuvo justo frente a las puertas. Cerró los ojos por un momento, dejando que el frío del aire la despertara del letargo que sentía. La resolución era una carga que pesaba más cada día, pero ella la había elegido. Tomó aire profundamente, intentando calmar el leve nudo que se formaba en su estómago. ¿Qué pensarían esos niños al verla entrar? ¿La odiarían ya, o sería su miedo lo que dominaría sus corazones?
Con un gesto firme, indicó a los soldados que abrieran las puertas. El sonido del metal raspando contra la madera resonó en el aire, como un grito contenido. Dentro, la penumbra de la iglesia apenas se veía rota por la luz que se filtraba a través de las altas ventanas. Hacía frío, y el olor a piedra húmeda y cera derretida se mezclaba con el de las heridas mal curadas.
Decenas de niños estaban sentados en bancos improvisados, sus caras manchadas de polvo y lágrimas. Había edades de todo tipo: algunos demasiado pequeños para entender lo que estaba pasando; otros, mayores, con la rabia dibujada en sus rostros. Pero todos la miraban. La quietud era tan tensa que podía sentirse en el pecho, como si el aire mismo se negara a moverse.
Uno de sus capitanes avanzó rápidamente hacia ella.
—Mi señora, tal como ordenó. Hay cuarenta y siete niños. Los hemos separado por edades y estamos listos para trasladarlos cuando lo disponga.
Ella asintió, pero apenas si le prestó atención. Su mirada seguía fija en esos pequeños rostros. Era extraño cómo, en situaciones así, los recuerdos insistían en colarse. Por un instante, pensó en la última vez que había estado en un lugar como ese, cuando aún era una niña y todo parecía tan sencillo. Su madre solía decirle que la fe podía sostener imperios; ahora, ella se preguntaba si realmente quedaba algo de fe en este mundo.
Avanzó hacia los niños, cada paso resonando como un golpe sobre las losas de piedra. Las pequeñas cabezas se giraban para seguirla, los ojos grandes y brillantes, cargados de miedo. Otros, sin embargo, la miraban con odio puro. No se detuvo hasta estar justo frente a ellos.
Habló despacio, dejando que su voz, suave pero firme, llenara el espacio vacío.
—Sé que tienen miedo. Y sé que me odian. —Su mirada recorrió las filas, buscando conectar con ellos, incluso con los más hostiles—. Pero quiero que entiendan algo: no estoy aquí para destruirlos. Estoy aquí para salvar lo que queda. Sus familias, sus casas, sus vidas... no pueden sobrevivir a las llamas de una guerra que ellos mismos desataron.
Un murmullo empezó a extenderse entre los mayores. Luxuria notó cómo los más pequeños se encogían, agarrándose las rodillas. Antes de que pudiera continuar, un chico de cabello castaño y ojos llenos de furia se levantó de golpe.
—¡Nos has robado todo! —gritó, señalándola con un dedo tembloroso—. ¡Y ahora vienes aquí a decirnos que es por nuestro bien?
Luxuria detuvo con un gesto a los guardias, que ya se habían tensado al ver la reacción del muchacho. Dio un paso adelante, acercándose lo suficiente para mirarlo de frente.
—¿Tu nombre? —preguntó sin elevar la voz, pero con una calma que casi intimidaba.
—Eron, hijo de la casa Berholtz —respondió el chico, alzando la barbilla con desafío.
Había algo en él que llamó su atención. Quizá era el brillo en sus ojos o la manera en que mantenía el mentón alto, pero durante un instante, le recordó a alguien. A sí misma, tal vez, aunque no lo admitiría.
—Eron, hijo de Berholtz —repitió su nombre, como si lo probara en su boca—. Tienes razón. Te he arrebatado cosas que jamás podré devolverte. Pero escucha bien: si tus padres, tus tíos y aquellos que gobernaban esta ciudad hubieran sido menos ambiciosos y más sensatos, nada de esto habría ocurrido. —Su voz era baja y suave, casi como un susurro, pero cada palabra era precisa y cortante—. Ahora tú decides. ¿Quieres vivir encadenado a ese odio, o aprender a sobrevivir y recuperar lo que puedas?
Eron no respondió. Permaneció inmóvil, los puños apretados, pero no apartó la mirada. Luxuria lo consideró una pequeña victoria. Dio un paso atrás y volvió a mirar al resto de los niños.
—No espero que me acepten un nuevo líder —dijo, recorriendo las filas con la mirada—. Pero sí espero que comprendan esto: lo que pase a partir de hoy dependerá tanto de ustedes como de mí.
El silencio que siguió era denso, pero diferente al anterior. Seguía habiendo tensión, sí, pero era menos hostil, casi como si sus palabras hubieran logrado plantar una semilla, aunque fuera diminuta.
Luxuria se giró y caminó hacia la puerta, su capa rozando el suelo con un leve susurro. Al llegar al umbral, se detuvo y habló una última vez sin volverse.
—Preparen a los mayores de siete años. Que los traigan al castillo. Los más jóvenes se quedarán aquí. Asegúrense de que tengan comida y un lugar cálido donde dormir.
Sin esperar respuesta, salió al aire gris del exterior, dejando que la luz fría del día la envolviera mientras desaparecía bajo el cielo nublado.