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Chapter 18 - La Doncella de Plata

La batalla que se libró fue más mortífera de lo que cualquiera podría haber imaginado. Una unidad de élite, compuesta por 5000 soldados, fue aniquilada hasta el último hombre. Además, otros 5000 soldados de diversas unidades llevaban las cicatrices y heridas de la guerra, marcados por el acero enemigo. Este resultado redujo las fuerzas combatientes de Huldrön a meros 25000 soldados, una cifra que le causaba gran descontento y preocupación. En un acto de desesperación, Huldrön exigió a Luxuria, que usara su magia para resucitar a los caídos. Aunque tal hazaña estaba dentro del reino de lo posible, el tiempo que requeriría era extenso, y los meses necesarios para completar tal milagro eran un lujo que no podían permitirse.

Con el peso de la realidad sobre sus hombros, el ejército se vio obligado a continuar su marcha, dejando atrás no solo a los heridos sino también a las sacerdotisas que habían servido con devoción hasta ese momento. La orden de Huldrön fue clara y sin lugar a réplicas: todas debían quedarse atrás, incluida Luxuria. La lógica detrás de esta decisión era tan fría como pragmática; en la carrera desenfrenada contra el tiempo para ganar la guerra, las sacerdotisas, aunque antes vitales, ahora eran prescindibles. No había motivo para que Luxuria continuara con ellos, especialmente después de haber revivido Huldrön una vez. Estaba convencido de que pedirle otro milagro sería en vano. Con esta amarga aceptación, redactó su testamento, un documento que sellaba su destino y el de su linaje, entregándolo a los nobles que aún permanecían leales a su causa, aquellos que juraron seguirlo hasta el final, sin importar el costo.

—Allá se va nuestra remuneración —comentó una sacerdotisa observando al ejército alejarse.

—De todas formas, nos compensarán —intervino otra—. La iglesia insistirá ante los nobles; después de todo, existen contratos firmados.

—Entonces, ¿qué planes tiene la hermana Luxuria? —inquirió una tercera, descansando sobre una piedra—. Ahora que no debemos seguir al ejército, podríamos regresar a la Capital o a nuestros hogares y aguardar las nuevas del triunfo real.

—No estoy segura, pero yo retomaré mis labores en el Gremio —expresó una joven.

—Yo... me uniré a la hermana Luxuria —declaró otra—. No tengo otro destino, así que la seguiré adondequiera que vaya.

—Yo también haré lo mismo —afirmó otra más.

Mientras deliberaban sobre su futuro inmediato, Luxuria caminaba entre los heridos abandonados en el campo. Su presencia era como un faro de esperanza en medio de la desolación. Gracias a la pronta acción de las sacerdotisas, ninguno había fallecido, pero seguían allí, lesionados, a la espera de órdenes que tal vez no llegarían pronto. Eran simples soldados, hombres comunes sin un caballero o comandante que los dirigiera, su destino pendía de un hilo tan delgado como la fe que los mantenía respirando. Algunos todavía gemían de dolor, con heridas que no habían cicatrizado del todo.

«He ayudado a los heridos, y aún me siento incapaz, frustrado por no poder hacer más por ellos», reflexionó Luxuria mientras los observaba. Su corazón se apretaba ante cada lamento, cada suspiro de angustia. «Si curo a uno, los demás esperarán lo mismo de mí, y mis habilidades tienen límites… Pero, ¿cómo puedo negar mi ayuda cuando se que se cómo se siente el dolor?», se preguntaba, consciente de que la compasión que aún existía en ella la empujaba hacia ellos, hacia el acto de sanar sin esperar nada a cambio.

Luxuria, con la gracia y serenidad que la caracterizaban, se aproximó al soldado cuyas heridas parecían insuperables. Con un gesto suave de sus manos y una concentración que emanaba una luz tenue, desplegó su habilidad de sanación. La energía curativa fluyó de ella, envolviendo al guerrero en un halo de esperanza. En cuestión de segundos, la piel lacerada se regeneró, los huesos rotos se soldaron y el alivio se reflejó en el rostro del hombre, quien, con lágrimas de gratitud, murmuró palabras de agradecimiento.

—¡La Doncella de Plata...! —exclamó un soldado cercano, su voz se elevó por encima del murmullo del campo de batalla, atrayendo la atención de todos— ¡La Doncella de Plata nos brinda su auxilio!

El nombre resonó entre los hombres, propagándose como una ola de reconocimiento y reverencia. Los soldados, alzando sus cabezas heridas y cansadas, miraron hacia la figura de Luxuria. Con esperanza renovada, sus voces se unieron en un coro espontáneo: —¡Doncella de Plata!

Desde su llegada al ejército, Luxuria se había ganado un nombre: primero, como la sacerdotisa que luchaba codo a codo con el rey y sus generales; luego, como la sanadora capaz de devolver la vida a los caídos y aliviar a los moribundos sin esfuerzo; y más tarde, como la justiciera que hizo posible la captura de la Santa y le impuso un castigo merecido. Aquellos que habían sido salvados por sus manos la consideraban la encarnación de la bondad, una presencia que aseguraba que la muerte no tendría la última palabra. Así, la llamaron Doncella de Plata, un título honorable dado por los soldados a Luxuria.

—¡Aquí, Doncella de Plata, ven y sálvame también! —clamaban los soldados, extendiendo sus manos hacia ella, deseosos de ser tocados por su luz salvadora.

Luxuria, moviéndose con diligencia de un soldado a otro, sanó a cada uno que encontraba a su paso, dejando tras de sí una estela de milagros. Su figura se desplazaba con una elegancia que desafiaba la crudeza del entorno, una danza de curación que traía consuelo a los afligidos.

—Aquellos que ya han sido sanados, ayúdenme a encontrar a los más afectados —solicitó ella, su voz resonaba con autoridad y compasión. No era una orden, sino una petición de corazón a corazón, y los soldados, motivados por su ejemplo, se pusieron en marcha para asistir en la búsqueda de sus camaradas más necesitados.

Cuando las Sacerdotisas interrumpieron su conversación sobre futuros viajes al notar lo que Luxuria estaba asiendo, un suspiro colectivo llenó el aire y rápidamente se movilizaron para prestar asistencia.

—Qué generosa es nuestra hermana Luxuria —comentó una de ellas, observando cómo la luz de la sanación emanaba de sus manos—. Siempre supera nuestras expectativas.

Las Sacerdotisas, se congregaron alrededor de Luxuria. Aunque sus dones mágicos palidecían ante la habilidad de su Luxuria, su esfuerzo conjunto era un torrente de esperanza para los afligidos. Juntas, tejieron hebras de magia curativa, entrelazando sus energías para restaurar la salud de los soldados heridos.

Dentro de la tienda de campaña, los soldados heridos encontraban alivio. Habían formado una larga fila para poder ser curados, pero en sus rostros se dibujaba la gratitud. Este maratón de curaciones, que se extendió por diez días, fue un testimonio del incansable espíritu de las Sacerdotisas. Cada día, unos 500 guerreros eran atendidos, y al final de la jornada, Luxuria, habiendo dormido apenas tres horas por noche, caía en un sueño profundo, mientras que sus compañeras lograban descansar cuatro.

—Ella curó a más soldados que nosotras —murmuró una sacerdotisa, mientras cubría a Luxuria con una manta, protegiéndola del frío que descendía de los picos nevados.

—Es impresionante su bondad —añadió otra, su voz apenas un susurro en la quietud de la noche.

—Aunque también tiene un lado temible —recordó una tercera, pensando en la ejecución de la Santa y la sonrisa oculta que Luxuria mostraba ante el sufrimiento de aquellos que le disgustaban.

—Y su fortaleza es admirable —apuntó otra, su mirada perdida en la danza de las llamas de la hoguera central.

Luxuria, en los días posteriores a su reencarnación, no solo había ganado el respeto de las demás sacerdotisas, sino también el de todo aquel ejército. Su nombre se susurraba con reverencia entre los soldados, convirtiéndose en un símbolo de esperanza.

Al finalizar aquel día, Luxuria despertó de su profundo sueño y se encontró con la escena del gran grupo de Sacerdotisas que la seguía, durmiendo a su alrededor.

Con cuidado, se movió entre los espacios vacíos y salió de la carpa. Primero se topó con los dos soldados que resguardaban la entrada.

—Veo que ya están mejor —dijo Luxuria al verlos—. Me alegra.

—Es gracias a su ayuda —respondió uno de ellos.

Luxuria no dijo nada y caminó directamente por el camino, viendo a los soldados preparando sus respectivas cenas y conversando entre sí. De vez en cuando, recibía una sonrisa radiante por parte de los soldados que la notaban.

Pronto llegó a una cuesta apartada del campamento y contempló desde ahí el paisaje iluminado por la luna. Miró en toda dirección, cuidando que no hubiera nadie cerca. Al no notar a nadie, posó su vista sobre el paisaje y se quedó en silencio algunos minutos.

—¡Aaaah! —gritó luego de haber llenado sus pulmones con aquel frío aire—. ¡Hijos de puta!

Luxuria estaba furiosa consigo misma y con todos aquellos soldados.

—¡Páguenme! —gritó al aire—. ¡¿Una semana curándolos, y lo único que recibo son sonrisas?!

Podía haber estado distraída por la guerra y otros asuntos con los que trabajaba, pero no había dejado de ser ella misma. Su corazón ardía con una mezcla de frustración y determinación. Las sonrisas de los soldados, aunque apreciadas, no eran suficientes. Quería más que gratitud; quería dinero y reconocimiento por su esfuerzo. La luna, testigo silencioso de su desahogo, parecía parpadear en complicidad.

Luxuria se prometió a sí misma que no sería subestimada ni pasada por alto. Si bien su papel como Sacerdotisa podía ser ingrato, no permitiría que su esfuerzo pasara desapercibido. A partir de ese momento, canalizaría su ira hacia un propósito mayor. Conseguir dinero a cambio de su servicio.

Así, con la luna como confidente y su determinación como guía, Luxuria volvió al campamento, lista para reclamar su lugar en la historia de aquel conflicto. Sus pasos resonaron en la oscuridad, marcando el inicio de una nueva fase en su vida.

«El mundo no olvidara mi nombre; me asegurare de ello» pensó con una mirada llena de determinación.

Al volver al campamento, Luxuria se dio cuenta de que algo no estaba bien. La atmósfera era tensa y varios soldados la miraban con expectativa. De repente, un soldado se le acercó apresuradamente. Era evidente que había estado buscándola con urgencia. Este soldado, el de mayor rango entre los presentes, parecía preocupado y decidido a la vez. Los demás soldados, que habían sido abandonados por el ejército principal, observaban con atención.

—Dime, ¿qué necesitas de mí? —preguntó Luxuria, tratando de entender la situación.

—Quería preguntarle cuáles son sus órdenes —dijo el soldado con determinación, sin titubear.

Luxuria frunció el ceño, claramente confundida por la solicitud.

—¿Mis órdenes? —repitió, buscando claridad—. Pero, ¿qué tengo que ver yo con las órdenes de todos estos hombres?

El soldado respiró hondo, intentando explicar la situación con más claridad.

—Usted es nuestra actual comandante —dijo con una mezcla de respeto y desconcierto—. Es quien tiene el mayor rango en este lugar. El rey le dio el rango de caballero de alto rango, de comandante. ¿No lo recuerda? Con los soldados ya curados y descansados, estamos listos para volver a la acción.

Luxuria analizó la afirmación del soldado. Su mente viajaba a los recuerdos de cuando conoció a Huldrön. Recordaba cómo le había hecho agachar la cabeza, rogar por su ayuda y aceptar sus condiciones, pero no había pensado en las implicaciones completas de ese acto. Miró al soldado con algo de duda en sus ojos.

—Soy una sacerdotisa —dijo lentamente—. ¿No se supone que ese rango era para comandar a las sacerdotisas?

El soldado asintió, pero había una chispa de entusiasmo en su mirada.

—No es así —respondió con firmeza—. El grupo de sacerdotisas que ahora usted lidera responde al Comandante Drákais, a diferencia del grupo mercenario de los sacerdotes que responde al Comandante Dros. Ellas tienen un líder aparte de usted que responde al Comandante Drákais. En su caso, usted trabaja directamente para el rey, y fue el rey mismo quien le dio un alto rango que sirve para comandar. Aunque no tiene un ejército propio, puede comandar a los ejércitos que se queden sin líder. Con su rango, podría comandar hasta 10,000 soldados.

Luxuria asimiló la información. La responsabilidad de comandar un ejército, incluso uno temporal, no era algo que hubiera esperado. Miró a su alrededor, viendo los rostros de los soldados que ahora dependían de su liderazgo. Sus pensamientos se entrelazaban con la realidad de su nueva posición. Finalmente, asintió con determinación.

—Muy bien —dijo, con una nueva firmeza en su voz—. Prepárense. Partiremos al amanecer.

El soldado hizo un saludo y se retiró rápidamente para transmitir las órdenes. Mientras Luxuria observaba cómo se organizaban los preparativos, se dio cuenta de que su destino había cambiado drásticamente. Hace algunos minutos quería reconocimiento, pero no se había dado cuenta de que ya lo tenía. Ya no era solo una sacerdotisa; ahora tenía la responsabilidad de liderar y proteger a aquellos que la seguían. Con un suspiro profundo, se giró hacia su tienda para prepararse para el día siguiente.