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Chapter 17 - El Paso Montañoso

La fortaleza Ferrum, casi en ruinas tras el rápido y exitoso asedios, estaba siendo reconstruida por una unidad de 5,000 soldados que fueron dejados ahí por orden de Huldrön. Las antiguas piedras, testigos de innumerables batallas, volvían a alzarse firmes bajo el sol abrasador, mientras los soldados trabajaban sin descanso, fortificando los muros y reparando las torres.

—Quiero que desmiembren el cuerpo —ordenó Huldrön con voz firme antes de partir junto al resto del ejército. —Y manden esas partes a cada rincón del Imperio, para hacerles saber que Targaria ganará esta guerra. Pero su cabeza la quiero en nuestra capital —dijo señalando con desdén el cadáver de la Santa.

El ejército partió luego de aquello; el cuerpo fue desmembrado con precisión de carnicero y enviado a los interiores del Imperio, como un mensaje macabro de la determinación de Targaria.

La marcha del ejército continuaba, y la temperatura disminuía con cada día que pasaba. Estaban alejándose del nivel del mar, encontrándose a mayor altura que la de la Fortaleza. Además, el invierno se hacía sentir hasta en los huesos; aquella zona podría considerarse una cordillera que estaban atravesando a través de un paso de montaña. Los picos nevados se alzaban como gigantes, y el viento cortante susurraba historias antiguas.

—¡Deténganse! —ordenaron los caballeros y superiores. Un silencio sepulcral cayó sobre la columna militar.

La larga fila de soldados se detuvo rápidamente, esperando las próximas órdenes. Un explorador había regresado con noticias urgentes: un ejército enemigo se aproximaba por el este, internandose con rapidez en los valles desde las regiones aridas. Huldrön, con su mirada fija en el horizonte, sabía que otra batalla estaba a punto de comenzar.

Antes de aquello, Luxuria, envuelta en el cálido abrazo de las cobijas, yacía en un rincón de la carreta que se balanceaba suavemente con el movimiento de la marcha. El viaje había sido largo y monótono, marcado solo por los ciclos de sueño y las conversaciones con las otras Sacerdotisas. Aprovechando los breves momentos de descanso, Luxuria había comenzado a aprender el arte de la caza y el manejo de ciertas armas, habilidades que nunca pensó necesitaría.

La carreta se detuvo abruptamente, sacudiendo ligeramente a Luxuria de su sueño. Una voz suave pero insistente la llamaba desde la penumbra.

—Hermana... —la voz pertenecía a una de las sacerdotisas, que intentaba despertar a Luxuria con un toque gentil en el hombro—. Despierta... Sucede algo...

Los ojos de Luxuria se abrieron lentamente, luchando contra el peso del sueño. La figura borrosa de la joven Sacerdotisa se materializó ante ella, su rostro reflejaba una mezcla de preocupación y urgencia.

—Oh... Hermana Phax, ¿qué ocurre? —preguntó Luxuria, su voz aún teñida de sueño mientras sacaba una mano de entre las cobijas para frotarse los ojos.

—Hermana... La marcha se ha detenido sin previo aviso. Algo está sucediendo, podría ser otra batalla —la respuesta de Phax estaba teñida de gravedad.

Luxuria suspiró, una nube de vaho escapó de sus labios en el aire frío de la mañana.

—¿Otra?... ¿Por qué?... Hace tanto frío aquí... —murmuró, envolviéndose aún más en su refugio de cobijas.

Aunque el frío era intenso, sabían que aún no habían alcanzado el punto más elevado del paso montañoso. Allí, el suelo rocoso y salpicado de tierra estaba cubierto por una capa de nieve que se extendía como un manto blanco, obstaculizando el camino de los viajeros y desafiando la resistencia de los más valientes.

—Sí, hermana, el frío muerde hasta los huesos, mira mis dedos... —Phax intentó infundir algo de ligereza a la situación, mostrando sus manos con los dedos entumecidos y enrojecidos por el frío—. Están rojos como bayas en invierno, je je. Pero no podemos detenernos ahora, hermana. Tenemos un trabajo que cumplir, y debemos ser fuertes.

Con un esfuerzo, Luxuria se despojó de las cobijas y se preparó para enfrentar lo que les esperaba. Juntas, las Sacerdotisas se unirían a los soldados en la incertidumbre del amanecer.

Al salir de la carreta, Luxuria se encontró con un hermoso paisaje; era un valle frío y húmedo cubierto por la neblina matutina que se extendía como un manto suave sobre la tierra. Los primeros rayos del sol luchaban por penetrar la densa bruma, creando un juego de luces y sombras que daba vida al valle. Quedó fascinada por lo que estaba viendo y pensó: «¿Algún día tendré un feudo así?...». La columna en la que viajaba se encontraba en una cuesta ligeramente empinada, lo que les daba una buena vista del valle que los rodeaba, un panorama que invitaba a la reflexión y al asombro.

Luxuria frotó las manos mientras soplaba vaho en ellas buscando calentarlas. A pesar del frío que calaba hasta los huesos, había algo reconfortante en el acto de ver su aliento convertirse en vapor. Luego buscó los guantes que venían con el traje que vestía, unos guantes de cuero fino pero resistente, y los tenía guardados en uno de sus bolsillos. Al encontrarlos, se apresuró a ponérselos, agradeciendo la protección adicional contra el gélido aire.

«Este traje me protege del frío, pero solo las partes que cubre», pensó mientras gruñía de mal humor por el frío que aún sentía. Era un traje elegante, hecho a medida para su figura y su estatus, pero en momentos como este, hubiera preferido algo más abrigador.

Luego de ponerse los guantes, miró sus piernas; el frío se filtraba por debajo de la falda y le ponía la piel de gallina en aquella zona de su cuerpo, una sensación incómoda que la hacía desear estar de vuelta en la carreta, envuelta en cobijas. Sin embargo, no podía ignorar la belleza del paisaje, ni la sensación de libertad que le brindaba estar al aire libre, a pesar del frío.

—Hermana... Por aquí... —dijo una sacerdotisa llamando su atención—. Mira ahí abajo, es un Berghirsch, una rara especie de ciervo que vive en las montañas —su pelaje grisáceo se mezclaba con el entorno, casi como si fuera uno con la montaña.

—Oh... Es raro verlos de tan cerca —dijo otra sacerdotisa poniéndose en posición de plegaria—. Oh Chaos, ¿esta es tu manera de decirnos que nos esperan alegrías? —Sus palabras eran un susurro reverente, una oración lanzada al viento con la esperanza de que el Dios Chaos escuchara su voz.

La presencia del Berghirsch, un animal conocido por su esquivez y su belleza, era un buen augurio para el grupo. Luxuria no pudo evitar sonreír ante la idea de que incluso en los momentos más fríos y solitarios, la naturaleza tenía formas de recordarles que la vida seguía siendo un regalo lleno de sorpresas.

El Berghirsch, majestuoso en su porte, tomó un trozo de hierba fresca del suelo húmedo de la mañana. Con movimientos que denotaban su nobleza natural, alzó su cabeza adornada con astas que parecían talladas por los mismos dioses del bosque. Sus ojos, miraron fijamente al círculo de Sacerdotisas que observaban en silencio. Mientras masticaba tranquilamente su alimento, parecía reflexionar sobre los misterios de la vida y la naturaleza que lo rodeaba. Luego, con la dignidad que solo poseen las criaturas libres, se dio la vuelta y se perdió entre la maleza. Su partida fue tan serena que dejó una impresión duradera en las Sacerdotisas, quienes se encontraban aún más sorprendidas y contemplativas debido a la serenidad y calma que el Berghirsch había emanado.

—¡Gracias, Chaos! —agradeció una joven Sacerdotisa, cuyas manos se unieron en un gesto de reverencia mientras inclinaba la cabeza en una profunda muestra de gratitud. Su voz, aunque suave, llevaba el peso de una sincera gratitud que resonaba en el aire tranquilo de la mañana.

No pasó mucho tiempo antes de que la paz del momento fuera interrumpida por los gritos de los Caballeros, cuyas voces más ruidosas resonaban con urgencia a lo largo de la formación. Montados en sus caballos, que relinchaban y pateaban el suelo con impaciencia, los Caballeros recorrían la columna con una velocidad que indicaba la gravedad de la situación.

—¡Rápido! ¡Formaciones de ataque! —Ordenaron los caballeros, su tono autoritario cortando el aire con la precisión de una espada bien afilada.

Luxuria detuvo a uno de los caballeros que pasaba a galope. Con una voz firme, lo interrogó.

—¿Qué sucede? —preguntó ella, su voz teñida de una curiosidad que no podía ser disimulada.

—Un explorador regresó con noticias urgentes —respondió el caballero, su rostro marcado por la tensión de la noticia que portaba. —Ha avistado un ejército enemigo moviéndose por el valle, y otro ha confirmado que se han fortificado en las alturas. Nos estaban esperando —concluyó con apuro, antes de continuar su recorrido con un nuevo sentido de urgencia. —¡Rápido! ¡Posiciones de batalla!

La situación era crítica; no había lugar alguno adecuado para estacionar las carretas ni para preparar las armas de asedio. Sin embargo, la decisión fue tomada con la rapidez que la guerra exige. Las carretas fueron acomodadas todas a un costado del camino, y el ejército se dividió en dos frentes: uno para defender el convoy y otro para lanzarse al ataque contra el enemigo.

El ejército que integraba Luxuria, compuesto por 35 000 soldados, era un mosaico de humanidad y otras especies, unidos bajo una causa común. Aunque los orcos que habían luchado en el asedio de la Fortaleza Ferrum no estaban presentes (habían partido con su comandante, Porcum, hacia otro punto estratégico), el espíritu de camaradería y determinación permanecía intacto entre las filas.

La batalla no llegaría a ellas, pues habían sido asignadas a la unidad encargada de proteger el convoy, integrándose al cuerpo médico. Esta era una práctica común, donde las Sacerdotisas eran ubicadas en cada ejército para ofrecer sus habilidades curativas y espirituales.

—Es bueno no ir al frente de batalla —suspiró aliviada una de las sacerdotisas, mientras ajustaba los pliegues de su oscuro hábito—. Seríamos el blanco perfecto para las flechas enemigas, además de tener que dividir nuestra atención entre protegernos y curar a los soldados heridos.

En el convoy, su papel era claro y crucial: ofrecer alivio y curación a los guerreros que regresaban del frente de batalla con heridas y almas desgastadas. La paz de aquél lugar contrastaba con el caos de la guerra que se libraba a lo lejos.

Huldrön, estaba decidido a cruzar aquel paso montañoso a como diera lugar. Su estrategia era audaz; buscaba terminar con el ejército enemigo en una sola batalla decisiva. Sus órdenes resonaban con un eco de urgencia y determinación.

Las sacerdotisas estuvieron esperando en sus carretas, las cuales adornaron con una Cruz Roja por orden de Luxuria, durante lo que pareció una eternidad. La tensión en el aire era palpable, y solo se rompió cuando los primeros heridos hicieron su aparición. Sin dudarlo, las sacerdotisas descendieron de las carretas y corrieron hacia los caídos. Sus manos se movían con precisión y cuidado, sanando cortes profundos y extrayendo flechas, mientras sus oraciones invocaban la protección divina.

Entre los heridos, algunos yacían inconsciente, sus cuerpos marcados por la brutalidad del combate. Estos fueron llevados ante Luxuria. Su habilidad para devolver la vida a aquellos al borde de la muerte era casi milagrosa a los ojos de las demás, y en sus manos, incluso los más graves encontraban esperanza.

Mientras Luxuria ejercía su habilidad sanadora, el resto de las sacerdotisas formaban un círculo alrededor de los heridos, entonando cánticos que se elevaban al cielo como una súplica por misericordia y fortaleza. La luz del atardecer bañaba el campamento, tiñendo todo de un dorado resplandor que parecía infundir un nuevo aliento en los corazones agobiados por la guerra.

En el horizonte, las nubes se teñían de rojo y naranja, presagiando la llegada de la noche y con ella, la incertidumbre de lo que traería el nuevo día. Las sacerdotisas continuaban su labor, conscientes de que cada vida salvada era un triunfo contra la oscuridad que amenazaba con engullir al mundo.

Huldrön, desde su posición elevada, observaba el campo de batalla con ojos de águila. A pesar de la distancia, podía sentir el fragor de la lucha, el choque del acero y los gritos de valor. Su corazón latía al ritmo de los tambores de guerra, y aunque su mente estaba enfocada en la victoria, una parte de él se mantenía en vilo por el bienestar de sus tropas.

De vuelta en el convoy, una joven sacerdotisa llamada Althea se destacaba entre sus compañeras. Su juventud no le restaba sabiduría ni habilidad, y sus manos parecían guiadas por una fuerza ancestral mientras aplicaba magia, ungüentos y vendajes con una destreza que desafiaba su experiencia. Los soldados la miraban con una mezcla de asombro y gratitud, sus ojos reflejando el alivio que sus palabras no podían expresar.

La noche cayó sobre el campamento, y con ella, una calma tensa. Las estrellas brillaban con fuerza, como si quisieran recordar a los hombres la presencia de algo más grande que ellos mismos. Las sacerdotisas, ahora bajo la luz de las antorchas, seguían atendiendo a los heridos, su trabajo nunca cesaba, pues seguían llegando heridos y cada momento era crucial.

En la lejanía, el sonido de cuernos anunciaba el fin de la batalla. Huldrön había conseguido su objetivo, pero a un costo que aún estaba por determinarse. Las sacerdotisas se preparaban para recibir a los nuevos heridos, esperando que la noche les trajera menos trabajo del que el día les había dejado.