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Chapter 15 - El Juicio

Después del tenso interrogatorio, la figura de la Santa fue escoltada hacia la zona de las carpas de las Sacerdotisas, donde convergían también las carpas de los sacerdotes.

—Es nuestro derecho como soldados de Chaos de mayor rango enjuiciar a esta mujer —declaró aquel sacerdote, con el collar sagrado entre sus manos, su cabeza inclinada en una actitud que parecía reflejar una plegaria en silencio.

Sin embargo, una voz femenina se alzó en protesta antes de que el silencio se impusiera por completo.

—Fue entregada a la orden de la hermana Luxuria por el Rey Huldrön —afirmó una de las Sacerdotisas, interponiéndose con firmeza en el camino de los sacerdotes.

La tensión en el aire era palpable mientras el enfrentamiento verbal continuaba, con cada parte defendiendo su posición con fervor.

—El rey no tiene el derecho a decidir sobre la voluntad de Chaos —insistió el sacerdote, su determinación palpable en cada palabra.

Pero la Sacerdotisa no se amilanó ante la autoridad masculina.

—¡No! Pero se la entregaron a la Hermana Luxuria, y se nos pidió que la cuidáramos en lo que la hermana regresaba; si osas pasar por encima de nuestra orden, ten por seguro que no saldrás ileso de este lugar.

El choque de voluntades dejaba claro que ninguno de los dos bandos estaba dispuesto a ceder. Los sacerdotes reclamaban con su derecho patriarcal, mientras que las Sacerdotisas defendían con fogosidad el privilegio otorgado por la entrega de la Santa a la Orden de Luxuria.

En este conflicto subyacía una realidad social arraigada: en la jerarquía de la Iglesia de Chaos, la autoridad de las órdenes femeninas siempre estaba subordinada a la de las órdenes masculinas, independientemente del poder individual que pudieran poseer sus miembros.

La Orden de Luxuria, aunque joven en comparación con otras, desempeñaba un papel fundamental en este enfrentamiento. Su capacidad para ejercer una influencia aplastante se debía a que sus fundadoras eran veteranas que alguna vez habían sido candidatas a el rango más alto en las órdenes femeninas como "Madre General" o habían ocupado el rango de Abadesas. A pesar de ser creada apenas unos meses antes de que Luxuria reencarnara en ese mundo, su ascenso fue meteórico, aunque plagado de obstáculos que desafiaron su rápida consolidación en el escenario de poder.

La identidad y el género de Luxuria eran variables en los uno de los siete registros sagrados de Chaos, creados sin una fijación definida, lo que permitía una adaptación fluida a las circunstancias. Al reencarnar, Luxuria ocupó uno de estos registros, y con ello, se activaron los mecanismos mentales que permitían a las mujeres de su orden reconocerla instantáneamente.

Aunque la autoridad de la Orden de Luxuria aún no rivalizaba con la de las órdenes más antiguas y poderosas, su influencia estaba en constante crecimiento, alimentada por la determinación y la astucia de sus miembros.

En ese preciso instante, cuando el ambiente estaba cargado de mucha tensión, Luxuria hizo su entrada en el lugar, sus ojos observando cada rostro con una mezcla de curiosidad y determinación.

—¿Qué sucede? —inquirió, con su voz resonando con una calma que contrastaba con el tumulto que reinaba en el campamento.

Las Sacerdotisas se volvieron hacia ella, reconociendo en su presencia un atisbo de esperanza en medio del caos.

—Hermana, desean decidir el destino de la Santa —respondió una de ellas, su tono cargado de preocupación.

Luxuria asintió, absorbida por la gravedad de la situación. Observó a su alrededor, evaluando cada detalle, cada gesto, mientras su mente procesaba la información recién adquirida sobre las dinámicas sociales de aquel mundo.

—No se preocupen. Podemos abordar este asunto juntos —declaró con serenidad, extendiendo un puente de colaboración entre las partes enfrentadas.

Luego, dirigió su atención hacia los sacerdotes, cuyas expresiones reflejaban una mezcla de incredulidad y resentimiento.

—Serán cuatro personas las que participarán en este juicio. Por favor, seleccionen a dos representantes para unirse a nosotros —les instó, su voz resonando con autoridad disfrazada de cortesía.

Con paso firme, Luxuria se acercó a la sacerdotisa de mayor rango que conocía, comunicando con su mirada la confianza en su capacidad y lealtad.

—Hermana, te necesito a mi lado en este juicio —le dijo con determinación.

La sacerdotisa asintió con solemnidad, aceptando el llamado con un gesto de respeto y compromiso.

Pero la armonía momentánea se vio interrumpida por la protesta airada de uno de los sacerdotes, cuya voz resonó con furia en el aire cargado.

—¡Esto es una ofensa!

Luxuria se enfrentó al sacerdote con una mirada imperturbable, sus palabras envenenadas tejiendo un velo de desafío en torno a ellos.

—La verdadera falta de respeto radica en intentar usurpar un poder que no les corresponde. Los mandamientos de Chaos son claros: solo el más fuerte tiene el derecho de decidir sobre otros, y solo aquellos que verdaderamente han participado en la batalla pueden reclamar su recompensa —afirmó con convicción, señalando la hipocresía de aquellos cuya participación en el conflicto había sido escasa y pasiva, en contraste con el arduo trabajo de las Sacerdotisas en la vanguardia del combate.

Sus palabras resonaron en el aire, desafiando a aquellos que se atrevían a desafiar su autoridad y cuestionar su juicio. En medio de la confrontación, Luxuria emergió como una fuerza indomable, dispuesta a hacer valer su palabra.

Nadie pronunció una palabra más, y en un gesto resignado, los sacerdotes se agruparon entre sí para deliberar sobre quiénes serían sus representantes en el juicio por venir.

Mientras tanto, en el corazón de Luxuria, una mezcla de asombro y orgullo la embargaba. Nunca había imaginado que su liderazgo se manifestaría de forma tan contundente en un momento tan crucial.

«¿Será que siempre fui así?» se preguntó en silencio, dejando que la reflexión se abriera paso en su subconsciente mientras mantenía una máscara de serenidad en su rostro, respondiendo con calma a las inquietudes de sus compañeras sacerdotisas. «¿Será que mis temores y miedos eran los únicos que me limitaban?»

Mientras tanto, los sacerdotes completaban su selección de representantes. Una vez decidido, prepararon el escenario para el juicio: cuatro sillas y una mesa principal, frente a las cuales se colocaron otras mesas más pequeñas, cada una con su respectiva silla.

—¡Se dará inicio a este juicio! —anunció uno de los sacerdotes, con autoridad en su voz, buscando poner fin a los murmullos que habían inundado el campamento, provenientes tanto de sacerdotes como de sacerdotisas, así como de los soldados que se habían congregado para ser testigos de la resolución del destino de la Santa.

Un silencio tenso cayó sobre el campamento, interrumpido únicamente por el murmullo distante del viento y el suave crujido de las llamas en las hogueras. La escena del juicio se proyectaba mediante piedras mágicas en cada rincón del campamento, incluso llegando hasta los otros frentes de batalla, donde los soldados aguardaban con ansiedad el desenlace de esta dramática situación.

Entonces, el primero en hablar fue un sacerdote con múltiples hojas de pergamino amontonadas a un costado de su mesa. Su rostro, surcado por arrugas de preocupación, reflejaba el peso de las acusaciones que estaban a punto de proferir.

—La prisionera: Princesa Valya de la casa Real Olsen y Santa de Harim. —Dijo con solemnidad, su mirada penetrante fijada en la figura de la acusada. Luego, con gesto meticuloso, seleccionó uno de los muchos pergaminos que descansaban sobre la mesa. —Se te acusa de genocidio en el poblado de Beraza, quinientas sesenta y tres víctimas pulverizadas bajo tu rayo de la muerte, todas simples granjeros y sus familias...

El sacerdote continuaba leyendo el documento con una mezcla de tristeza y repugnancia, pasando al siguiente con renuencia, prefiriendo no adentrarse en los detalles espeluznantes que cada uno contenía. Recitó los crímenes plasmados en aquellos pergaminos como si fueran cánticos funerarios, enumerando el oscuro recuento de vidas perdidas.

—Más de ciento cincuenta mil vidas inocentes perdidas, más de trescientas mil vidas de valientes soldados acabadas... En total, más de casi medio millón de vidas arrebatadas por una sola persona, la Santa del Reino Unido —añadió otro sacerdote, su voz cargada de pesar, mientras revisaba otros pergaminos que contenían números y otra clase de datos igualmente desgarradores.

La figura de la acusada permanecía imperturbable, su semblante en calma y su mirada firme, desafiando a aquellos que la juzgaban a ver más allá de las apariencias.

—Se le acusa también de predicar la palabra de un dios pagano y tratar de corromper a nuestros hermanos —intervino la sacerdotisa, su tono impregnado de desdén y repudio. —¿Tiene algo que decir en su defensa, Princesa Valya?

La respuesta de la acusada resonó en el lugar, llena de convicción y desafío, mientras proclamaba sus motivos con una determinación inquebrantable, desafiando incluso a la misma muerte que se cernía sobre ella.

—No, no soy yo quien decide mi destino, sino que lo confío a Harim y le cedo el cuidado de mi vida. —Dijo ella con mucha calma. —Cada acción que emprendí, la realicé con el propósito de contribuir a un objetivo más elevado: la instauración de la paz mundial y la eliminación de las religiones y deidades malévolas. Todos aquellos supuestos inocentes, en realidad son seguidores de creencias paganas y cómplices de un Dios que no merece ser venerado. Por ende, no merecían seguir existiendo. Por mi mano, fueron destinados al inframundo, donde sufren el castigo eterno de arder en la roca fundida.

Los cuatro encargados del juicio se pusieron de pie, formando un circulo tenso en el centro del Lugar. Sus rostros, reflejaban una mezcla de seriedad y crueldad.

Uno de los sacerdotes, fue el primero en hablar, su voz grave resonando en el silencio cargado. —Merece una muerte lenta —declaró, su mirada fija en el suelo de tierra. —Propongo el desollamiento.

A su lado, el segundo sacerdote asintió. —Propongo la horca o la hoguera —añadió, su tono casi desafiante. —También la muerte por empalamiento.

La sacerdotisa tomó la palabra con calma. —Podemos destriparla o amarrarla a los caballos —sugirió, sus ojos oscuros brillando con una malévola fascinación. —O meterla en una olla hirviendo.

El silencio se hizo más denso cuando Luxuria, rompió su silencio.

—No tenemos tanto tiempo —dijo con voz serena pero firme, su mente maquinando una solución que satisficiera sus necesidades pragmáticas y sádicas. —El ejército tiene que partir pronto. Propongo la muerte por serramiento.

Un murmullo de incredulidad recorrió el círculo mientras todos consideraban la propuesta de Luxuria. Sin embargo, fue la sacerdotisa quien expresó la objeción más evidente.

—Pero ¿no sería muy piadoso darle una muerte así? —cuestionó, su semblante sombrío reflejando una preocupación por la dignidad de la sentencia. —¿Qué sentido tiene cortarle la cabeza con una sierra?

Luxuria, con una sonrisa siniestra bailando en sus labios, ofreció una alternativa aún más escalofriante. —No, hay otra manera —respondió con una serenidad. —Colgarla de cabeza y cortarla por la mitad desde su entrepierna.

Un escalofrío recorrió la columna vertebral de los presentes mientras imaginaban la brutalidad de tal ejecución. Después de un breve momento de reflexión, asintieron en silencio, aceptando la propuesta de Luxuria como sentencia final.

Volvieron a sentarse en un silencio cargado de tensión, observando a la Santa, cuyo semblante permanecía impasible en su asiento, como si estuviera resignada a su destino.

—Se ha decidido tu sentencia —anunció la Sacerdotisa—. Se te ha condenado a muerte por sierra.

Un murmullo de descontento recorrió la multitud al escuchar esas palabras, pero antes de que pudieran reaccionar, un sacerdote tomó la palabra con firmeza:

—Se te colgará de cabeza y se te cortará a la mitad desde la entrepierna; has cometido graves crímenes, no mereces una muerte digna, morirás sufriendo y gritando por todas esas vidas que arrebataste.

El impacto de esta sentencia resonó en el aire, llenando los corazones de los presentes con un mezcla de horror y satisfacción. La idea de tal ejecución provocó un escalofrío que recorrió la espalda de muchos, mientras otros no pudieron evitar sentir un atisbo de regocijo ante la perspectiva del castigo.

Sin demora, los sacerdotes se pusieron en acción, moviendo las mesas y comenzando a cavar dos profundos agujeros en el suelo. Mientras tanto, otros traían grandes troncos y sogas, acompañados por soldados dispuestos a ejecutar la macabra tarea.

Con una eficiencia implacable, los preparativos avanzaron rápidamente. Los troncos fueron colocados en posición, las sogas aseguradas en sus extremos superiores, listas para soportar el peso del cuerpo de la condenada.

Pero la Santa no estaba dispuesta a aceptar su destino sin luchar. Con voz llena de rabia, clamó:

—¡Malditos sean! ¡Mi madre no dejará pasar esta afrenta! ¡Mi madre me vengará!

Sus palabras resonaron en el aire, desafiando a aquellos que se atrevían a condenarla. Sin embargo, su resistencia fue en vano, y pronto se vio despojada de sus ropas, su desnudez expuesta ante la mirada voraz de los presentes.

Luxuria, observando con una mezcla de fascinación y desdén, arrancó el collar que adornaba el cuello de la Santa, sus ojos recorriendo el cuerpo ahora vulnerable y expuesto.

«Es una pena», reflexionó para sí misma, «tiene un hermoso cuerpo... Ya no será así dentro de poco».

Con un gesto imperioso, Luxuria dio la orden final:

—Cuélguenla.

El eco de su mandato resonó en el lugar, y en un instante, la Santa fue derribada al suelo por la fuerza de un soldado, mientras otros la sujetaban por los tobillos, elevándola con determinación para asegurarla en posición invertida.

El rostro de la Santa comenzó a enrojecerse por la sangre que fluía hacia su cabeza, pero aún así, en sus ojos ardía una mirada de desafío y odio.

Pero su resistencia pronto se vio eclipsada por el horror cuando dos hombres trajeron una sierra con mangos en cada extremo, anunciando el comienzo de su tortuoso final.