El alba se deslizaba suavemente sobre el horizonte, tejiendo un manto de luz sobre el campamento del ejército de Huldrön. Las sombras de la noche retrocedían lentamente mientras los primeros destellos del sol pintaban el cielo con tonos frios y promesas de un nuevo día. El aire estaba impregnado con la frescura matutina, y el sonido distante de una trompeta resonó en el aire tranquilo, anunciando el inicio de las actividades diarias para los soldados.
Desde las tiendas dispersas del campamento, los soldados emergían uno a uno, despertados por el llamado de la trompeta. Con pasos apresurados, salían de sus refugios de lona, ansiosos por comenzar las tareas que el día les deparaba. El murmullo de voces y el tintinear de las armaduras llenaban el aire mientras se dirigían hacia los puntos de encuentro designados.
Sin embargo, en una de las tiendas, la escena era distinta. Luxuria, abrumada por el llamado del deber, se aferraba tenazmente a los últimos vestigios de sueño. Envuelta en su sábana de piel, se resistía a la insistente llamada del nuevo día, buscando refugio en los brazos de la somnolencia.
—Mmmg... —Luxuria no quería despertarse, sus párpados pesaban como losas al intentar abrirse ante la insistente luz del amanecer. Luego murmuró entre dientes, buscando aferrarse unos minutos más a los reconfortantes brazos del sueño —Maldición... Dejen dormir...
En su semiinconsciencia, Luxuria percibió un suave bulto a su lado y, sin pensar, lo abrazó en busca de calor. Sin embargo, la tranquilidad se vio abruptamente interrumpida cuando algo se poso sobre su cadera y presionó suavemente sus nalgas.
Con un sobresalto repentino, abrió los ojos y se encontró con el rostro inquietante de Porcum, cuyas características exhibía: grandes orificios nasales que dominaban su rostro. Algunas arrugas se dibujaban en su cara algo regordeta, mientras que sus ojos, de un azul penetrante y deslumbrante, destacaban por su tamaño considerable. Sus cejas, densas y pobladas, enmarcaban la intensidad de su mirada, y sus orejas, anchas y abultadas, complementaban la peculiaridad de su fisonomía con su tamaño notable y su forma regordeta, que observaban furtivamente.
—!Haaa! —Un grito de sorpresa y disgusto escapó de los labios de Luxuria mientras se apartaba de la presencia no deseada en su lecho.
Cubierto por la sábana yacía Porcum, con una sonrisa pícara en su rostro. —Buenos días... —murmuró, apoyándose sobre un codo, mientras la luz se filtraba en la carpa con su fulgor matutino.
Se recompuso lentamente, mientras los recuerdos del inapropiado apretón de nalgas se agolpaban en su mente. Luxuria observó a Porcum con ojos fulminantes, su expresión cargada de indignación y furia contenida. Porcum, consciente del peso de su transgresión, comenzó a levantarse de la cama con cierto temor palpable en su mirada.
—¿Me tocaste, verdad? —inquirió Luxuria, su voz resonando con una intensidad fulminante.
Porcum, ya erguido sobre sus pies, sintió cómo el frío de la habitación se intensificaba, acompañado de la gélida atmósfera que emanaba de Luxuria. —¿Tenía que aprovechar, no? —respondió con un tono mezcla de justificación y nerviosismo, poniendo apresuradamente los zapatos. —Te veías tan linda durmiendo... Que no pude resistir.
El silencio se hizo más denso, roto solo por la tensión que se palpaba en el aire. Luxuria, con su semblante enrojecido por la ira contenida, apenas pronunció una palabra, y Porcum se desplomó al suelo, retorciéndose en agonía. Ella se acercó con determinación, cada paso resonando en la habitación, y con la frialdad de un juicio final, le propinó varios pisotones en el rostro, utilizando toda su fuerza hasta dejarlo inconsciente.
—¡Maldito pervertido! —exclamó, el eco de su voz llenando la habitación con un tono de repudio visceral. Luego, su mirada se posó en un cuchillo que reposaba sobre una silla, y lo tomó con determinación, sus ojos brillando con una mezcla de furia y resolución.
Fuera de la carpa, el crepúsculo matutino comenzaba a acariciar las partes superiores de las tiendas con sus tenues rayos dorados, mientras los soldados ultimaban los preparativos para el desayuno, sumidos en la rutina matutina del campamento.
Dros, enviado por Huldrön con la misión de localizar a Luxuria y Porcum, quienes inexplicablemente no habían hecho acto de presencia en la carpa de Huldrön para el desayuno, se encaminó hacia la tienda de Luxuria con paso urgente. Sin detenerse a pedir permiso, entreabrió la entrada y se adentró en la penumbra de la tienda, sin estar preparado para lo que iba a presenciar.
—¡Madre mía! —exclamó, su voz resonando con incredulidad y horror mientras sus ojos se posaban en la escena grotesca que se desarrollaba ante él.
Porcum yacía inerte en el suelo, con los pantalones desgarrados y caídos a medio muslo, su semblante enmarcado por la palidez de la sorpresa y el dolor. Luxuria, con una mirada despiadada, sujetaba firmemente la entrepierna del desafortunado orco, sus dedos aferrados a los testículos con una fuerza sobrenatural. En su otra mano, un cuchillo relucía con una promesa siniestra, mientras se acercaba lentamente al cuerpo de Porcum, dispuesta a llevar a cabo un acto de violencia sin precedentes.
Dros se apresuró a detener a Luxuria, separándola con firmeza de Porcum, sujetándola con determinación por los brazos.
—¡Suéltame! —exigió Luxuria, su voz vibrando con ira contenida —¡Voy a castrar a ese cerdo!
—Cálmate —exclamó Dros, tratando de apaciguarla. —No debes hacer esto. Recuerda el trato; cualquier daño a tus empleadores resultará en una reducción de tus compensaciones.
Luxuria inhaló profundamente, esforzándose por contener su furia. Después de unos momentos de tensa calma, dirigió una mirada afilada hacia Dros, quien, comprendiendo la señal, aflojó su agarre sobre ella. Luxuria tomó un momento para arreglarse el cabello con gesto desafiante, luego entregó el cuchillo a Dros, quien lo guardó con alivio en una bolsa a su lado.
Pero Luxuria no podía dejar pasar la oportunidad. Aprovechando un instante de distracción por parte de Dros, lanzó una patada certera en la entrepierna de Porcum, quien gimió de dolor y se retorció en el suelo.
—Después de esta guerra, quiero las bolas de ese cerdo como parte de mi premio —declaró Luxuria con voz llena de resentimiento. —Llévatelo de aquí. Me voy a cambiar.
Con gesto decidido, Luxuria se apartó de la escena, dejando a Dros con la incómoda tarea de retirar a Porcum, mientras ella se dirigía hacia la silla donde se encontraba su túnica y su velo para cambiarse.
Minutos después, en la carpa de Huldrön, se había congregado una reunión de todos los comandantes, incluido el rey, junto con Luxuria, pero el ambiente estaba impregnado de solemnidad y tensión.
—¿Podrían decirme qué está ocurriendo aquí? —inquirió Huldrön con curiosidad al observar el rostro sombrío de Luxuria, las contusiones marcadas en la cara hinchada de Porcum y la mirada temerosa de Dros.
—Bueno... Su majestad... —empezó Dros, su mirada fija en Porcum. —Porcum irrumpió en la carpa de Luxuria y la tocó mientras dormía.
Huldrön dejó escapar un suspiro de decepción, como si intuyera lo que había sucedido. —Por eso no consigues pareja... —murmuró el rey con desaprobación.
—Pero eso no es todo, Luxuria intentó castrarlo —agregó Dros, mostrando el cuchillo que había guardado. —Con este cuchillo.
—Y lo habría logrado de no ser por Dros —intervino Luxuria, cruzándose de brazos con determinación y lanzando una mirada fulminante a Porcum. —Disfruta de esas bolas mientras las tengas, porque ya están en mi lista de premios.
La atmósfera se cargó aún más con la revelación, dejando a todos en la carpa sumidos en un silencio incómodo.
—Olvidemos esto por ahora, ¿sí? —dijo Asterión con un gesto de indiferencia, tomando un tenedor y dedicándose a su desayuno mientras intentaba desviar la atención del tenso ambiente que los rodeaba.
Con el comentario de Asterión, el aire se relajó ligeramente y todos los presentes comenzaron a saborear el desayuno que les había sido preparado.
Después de la comida, los soldados se pusieron manos a la obra desmontando las carpas, ajustándose las armaduras y asegurando sus pertenencias en sacos que cargaban a sus espaldas. Se organizaron en formación, listos para recibir la orden de reanudar la marcha hacia el campo de batalla.
Mientras tanto, Luxuria luchaba con el desafío de montar a caballo, una tarea con la que no estaba familiarizada. Aunque no le temía al imponente animal, parecía que el caballo no estaba dispuesto a aceptarla como su jinete. Cada intento de subirse al caballo requería equilibrio, coordinación y destreza, habilidades que le resultaban esquivas debido a la obstinación del animal. El simple acto de colocar el pie en el estribo, balancearse y mantenerse estable mientras el caballo se movía resultaba una tarea monumental para ella. La sensación de altura y el vaivén del caballo también le provocaban vértigo, sintiéndose incómoda y fuera de lugar en la silla de montar. Para empeorar las cosas, su instructor apenas le prestaba atención, sumido en sus propios pensamientos y distraído por otras preocupaciones.
—¿Lo estás haciendo a propósito? —reprochó Luxuria con frustración, notando que Porcum la observaba mientras luchaba por montar al caballo, sin ofrecerle ni un ápice de ayuda o consejo.
Porcum se encontraba inmerso en sus pensamientos, como si hubiera sido arrastrado a un mundo aparte. Su mirada, perdida en la distancia, se desvió sutilmente hacia otro punto. Luxuria, observadora y astuta, siguió el rastro de su mirada y se percató de que estaba fijada en su trasero. La indignación ardió dentro de ella como una llama alimentada por la ofensa.
—¡Oye, oye, oye! —exclamó Luxuria, deteniendo sus intentos de montar al caballo y avanzando hacia Porcum con determinación. —¡Deja de mirarme el culo y enséñame a montar ese maldito caballo como se debe!
—No lo tomes a mal... —respondió Porcum con un tono pícaro dándose cuenta que lo había descubierto —Pero tu retaguardia es hermosa, ¿quién no la miraría?
La respuesta de Porcum, impregnada de picardía, no hizo más que exacerbar la ira de Luxuria. Una palabra cargada de desprecio, "Miseria", escapó de los labios de Luxuria, y en un instante, Porcum yacía en el suelo, retorciéndose en agonía y emitiendo gritos desgarradores que parecían anunciar su muerte inminente. Los soldados que observaban la escena desde lejos permanecieron impasibles, presos del temor que les impedía acudir en ayuda de su superior.
—Dime... ¿Vale la pena mirarme el culo? —inquirió Luxuria, cesando en su tormento a Porcum.
—Es el más hermoso y excitante que he visto —respondió Porcum desde el suelo —así que sí, lo vale.
La respuesta de Porcum, aunque halagadora, no logró mitigar la ira de Luxuria. La tensión en el aire se palpaba mientras el poder de Luxuria se desataba sobre Porcum, sumiéndolo en un estado de pánico desesperado. Al ver a Luxuria, el miedo se apoderó de Porcum y cayó desmayado, desatando una oleada de inquietud entre los soldados cercanos, quienes se apresuraron a apartar a su líder desfallecido de la vista de Luxuria.
Después de varios intentos, con determinación y esfuerzo, Luxuria finalmente logró dominar al caballo, y con ello, el ejército pudo reanudar su marcha, mientras la tensión entre Luxuria y Porcum flotaba en el aire como una espesa niebla cargada de hostilidad.
La marcha del ejército resonaba con un eco imponente que reverberaba a lo largo y ancho de los alrededores. Al frente de la columna militar se destacaba la figura firme de Huldrön, flanqueado por sus leales comandantes, cuya presencia imponía respeto y disciplina. Sin embargo, al final del grupo, en un rincón casi imperceptible, se encontraba Luxuria, cuya expresión de descontento era tan palpable como el viento que agitaba las banderas de guerra.
A pesar de su malestar y su innegable falta de habilidad ecuestre, Luxuria se aferraba a las riendas de su montura, cabalgando con un semblante de desagrado que no lograba ocultar. Preferiría mil veces estar en una carreta, como las otras sacerdotisas del ejército, quienes viajaban cómodamente resguardadas de la fatiga del viaje y del polvo del camino. Pero ese privilegio le estaba vedado a Luxuria; Huldrön había emitido una orden tajante prohibiéndole el acceso a las carretas.
La razón detrás de esta restricción era clara y directa: Luxuria necesitaba dominar el arte de la equitación. En un mundo donde el peligro acechaba en cada esquina, era vital que Luxuria estuviera preparada para cualquier eventualidad. Montar a caballo no era solo un capricho de Huldrön; era una necesidad estratégica. La habilidad de Luxuria para cabalgar le proporcionaría una vía de escape rápida y eficiente en caso de que la situación se volviera adversa.
Así, entre el traqueteo de las armaduras y el crujir de las monturas, Luxuria avanzaba con determinación, consciente de que cada paso sobre el lomo del corcel la acercaba un poco más a la autonomía y a la seguridad en un mundo donde el peligro era compañero de viaje constante.