La imponente Fortaleza Ferrum, conocida también como la Fortaleza de Hierro, se alzaba majestuosa frente al vasto horizonte, una fortificación impenetrable que desafiaba incluso al más valiente de los guerreros. Era el objetivo marcado por el rey Huldrön, quien había congregado un gran ejército para sitiarla. Las banderolas flameaban con orgullo sobre las altas murallas, testigos mudos de la inminente batalla que se avecinaba.
Días antes del asedio, los exploradores del ejército estacionado en la Fortaleza Ferrum, bajo el mando de su general, se aventuraron por las tierras circundantes, explorando cada recoveco en busca de cualquier indicio del enemigo.
Fue durante una de estas incursiones que uno de los exploradores, a lomo de uno de sus dos corceles, avistó una nube de polvo que se alzaba en el horizonte, señal inequívoca del avance del ejército de Huldrön. Con celeridad, emprendió el retorno hacia la fortaleza, cambiando de montura en el camino para no detener su urgente mensaje.
Una vez dentro de los muros, el estratega militar recibió el informe y, con astucia, trazó un plan para enfrentar al enemigo. Consciente de que el ejército rival predominaba en infantería y armas de asedio, decidió utilizar su formidable caballería en un ataque sorpresa. Despojó a sus jinetes de sus pesadas armaduras y armas, convirtiéndolos en una ágil y letal caballería ligera.
Estudiando detenidamente el terreno, seleccionó cuidadosamente el lugar del enfrentamiento, aprovechando la geografía circundante y los caminos estratégicos que atravesaban la región. Su plan, concebido con maestría, consistía en dividir a su caballería en dos grupos, ocultándolos en las cercanías del campo de batalla, para luego lanzar un ataque coordinado desde dos flancos, sorprendiendo a los soldados de Huldrön con su velocidad y determinación.
Así, la escena estaba lista para el inevitable choque de fuerzas, donde su astucia y la estrategia se enfrentarían a la fuerza bruta y el poderío del ejército de Huldrön.
En el momento cúlmine de la batalla, la consternación se apoderó de los corazones al presenciar la abrumadora derrota de la caballería. La astucia desplegada por el estratega del ejército de Huldrön reveló su maestría al anticiparse a cualquier eventualidad, dejando perplejos a los defensores de la fortaleza.
El ejército de Huldrön exhibía una composición peculiar: un 60% de infantería, un 30% de tropas de asedio y un 10% de caballería. La lógica detrás de esta distribución se fundamentaba en la robustez y la versatilidad de la infantería, compuesta por soldados experimentados acostumbrados a combatir en cualquier entorno y a enfrentar todo tipo de adversidades, especialmente las embestidas de la caballería enemiga. Habían demostrado su eficacia en numerosas batallas, siendo derrotados solo en contadas ocasiones, y generalmente cuando los ejércitos que respaldaban sucumbían previamente en el campo de batalla.
En aquel crepúsculo cargado de incertidumbre, durante el inicio de la batalla, la Santa del Reino Unido, desde lo alto de la torre más elevada de la fortaleza, contemplaba con ansiedad el despliegue de la contienda, sus plegarias elevándose en busca de la protección divina para los jinetes.
—No se preocupe, Santa —intervino un comandante que se situó a su lado para presenciar el conflicto —. Nuestra caballería constituye la élite de nuestro ejército. El Rey Demonio no será capaz de anticiparse ni de reaccionar a tiempo. Nuestra estrategia carece de fisuras.
—¿Cómo no preocuparme? —replicó ella con evidente inquietud —Partieron sin recibir la bendición fortalecedora y con una protección insuficiente. Están subestimando al Rey Demonio; es un auténtico señor de la guerra, no un mero ignorante. Si lo fuera, esta guerra habría concluido hace tiempo, sin cobrar tantas vidas en el campo de batalla.
La santa tenía razón al preocuparse profundamente; el ejército encargado de defenderla había menospreciado por completo la capacidad del ejército de Huldrön.
La fuerza de caballería, compuesta por mueve mil quinientos jinetes, abandonó la seguridad de la fortaleza para enfrentarse al ejército de Huldrön. Sin embargo, tras verse obligados a emprender una retirada desesperada, retornaron a la fortaleza maltrechos, con menos de dos mil setecientos soldados, muchos de los cuales yacían heridos y exhaustos.
—¡Oh Harim, da mihi fidem et virtutem ut evocem manifestationem potentiae tuae in corporibus fidelium tuorum qui vitam amittunt officium suum implentes! —la Santa elevó una oración a la diosa de la Luz y la Paz, a quien servía con devoción, Harim — Manifesta potentiam tuam in medio difficultatum quas amici mei nunc experientur. ¡Por favor, sánalos! Sanatio.
De manera súbita, tras la ferviente plegaria de la Santa, una luz amarilla, cálida y reconfortante, comenzó a desprenderse de las heridas de los heridos. Esta luz, con un resplandor casi divino, envolvía las lesiones con una suave luminiscencia, que no solo aliviaba el dolor, sino que también aceleraba el proceso de curación. Como una bendición descendida del cielo, la luz amarilla se extendía con una energía sanadora, infundiendo esperanza y renovando la fuerza en aquellos que habían sufrido en la batalla. Era como si la misma presencia de la divinidad hubiera descendido para atender a los que luchaban por su causa.
En el bando de Huldrön, la situación era completamente diferente. Carecían de la misma capacidad para sanar a sus heridos, pero contaban con un recurso invaluable: las Sacerdotisas de Chaos, a quienes habían contratado para esta tarea entre otras.
Luxuria, ahora una de las sacerdotisas pero con los privilegios de los altos mandos, poseía una fuerza extraordinaria y una habilidad curativa formidable. Su don era tan poderoso que podía acelerar el proceso de curación de los soldados heridos con una rapidez sorprendente. Sin embargo, el precio magico de esta habilidad era alto, y solo se reservaba para los casos más graves. Para los heridos menos severos, recurría a la magia en formas menos intensivas pero igualmente efectivas.
Una de las sacerdotisas se aproximó a Luxuria con un gesto de comprensión en su mirada. —Hermana... Veo que esta es tu primera vez en una guerra —comentó con suavidad—. A pesar de ello, estás desempeñándote demaciado bien. Supongo que tus habilidades provienen de otras experiencias.
Luxuria continuaba su labor, aplicando con cuidado sus conocimientos y poderes mágicos para aliviar el sufrimiento de los soldados. —Intento hacer todo lo que puedo, hermana —respondió con algo de humildad mientras cerraba una profunda herida en la espalda de uno de los combatientes—. Si nosotros no les proporcionamos alivio a estos soldados, ¿quién lo hará? Además... también estamos aquí por un pago justo.
Mientras Luxuria se ocupaba del crucial apoyo médico, el campamento militar iba tomando forma no muy distante de la zona de combate, situado estratégicamente cerca de la fortaleza en cuestión. Sin embargo, a pesar del agotamiento, muchas de las tropas no se concedieron el descanso y se dirigieron con determinación, portando armas de asedio, hacia las imponentes murallas de la Fortaleza enemiga.
La oscuridad de la noche había caído sobre el campo de batalla, pero la actividad no cesaba. La llegada de la noche señalaba el inicio de una nueva fase para el Comandante Drákais, quien recuperaba su energía y se preparaba para los desafíos venideros.
—¡Estoy buscando a la Sacerdotisa Luxuria! —gritó un soldado entre las tiendas improvisadas levantadas en la zona donde se atendían a los heridos de la primera batalla.
—¿La Hermana Luxuria? —susurró una de las sacerdotisas, observando al soldado antes de elevar la voz—. ¡Está en la carpa central! ¡Atendiendo a los heridos de mayor gravedad!
El soldado se apresuró con paso decidido hacia la carpa central, una estructura majestuosa que rivalizaba en tamaño con la tienda del propio Rey Huldrön. Al adentrarse en su interior, quedó impresionado por la amplitud del espacio, lo suficientemente grande como para albergar a al menos treinta heridos graves, cada uno reposando en el suelo en orden y cuidado.
Dentro de la carpa, el trabajo de sanación estaba en pleno apogeo, con cuatro sacerdotisas dedicadas a atender a los heridos con devoción y habilidad. A pesar de los esfuerzos del soldado por hacerse oír, su llamado se perdió entre los susurros de las sacerdotisas, concentradas en su tarea vital.
—Es sorprendente, hermana Luxuria —susurraba una de las sacerdotisas con admiración—, tu capacidad para sanar a los heridos graves es verdaderamente destacable. No puedo quedarme rezagada...
El mensajero intentó nuevamente llamar la atención de Luxuria, quien al advertir su presencia, alzó la mano en señal de reconocimiento. —¡Aquí! ¡Acércate!
Con determinación, el soldado se abrió paso entre los espacios libres entre los heridos, avanzando con respeto hasta donde Luxuria estaba concentrada en la delicada tarea de sanar a un soldado que había perdido una pierna en combate.
—Sacerdotisa Luxuria, el Rey te convoca a su presencia —anunció el soldado, con una leve tensión en su voz, consciente de los rumores que circulaban sobre la temible reputación de Luxuria—. Es una reunión de vital importancia.
La convocaron justo en medio de su trabajo, lo cual la molestó profundamente. Sabía que el remordimiento de no poder salvar a aquellos soldados que le suplicaban ayuda y confiaban en ella para salvar sus vidas, mientras asistía a una reunión, sería abrumador.
Con un gesto de frustración, Luxuria gruñó con amargura mientras intentaba concentrarse en regenerar la pierna del soldado herido. Sus manos, imbuidas de magia curativa, se movían con determinación, pero su mente estaba dividida entre el deber y la indignación por la interrupción.
—Vuelve por donde viniste... —susurró con dureza, dirigiendo su mirada hacia el soldado—. Y dile a Huldrön que iré cuando termine aquí.
El soldado, consciente del peso de la orden y del temor que despertaba la sola idea de hacer enfadar a Luxuria, se apresuró a abandonar la carpa, con la esperanza de cumplir su tarea sin contratiempos.
Al llegar al campamento de Huldrön, se encontró con una escena desalentadora. Huldrön, en todo su desprecio por la dignidad y el respeto, manoseaba lujuriosamente a dos de sus sirvientas mientras se mofaba de Porcum, quien luchaba por mantener la compostura ante la humillación.
—Su Majestad —anunció el soldado, su voz temblorosa revelando el peso de la situación—. No pude traer a la Sacerdotisa Luxuria. En su lugar, me mandó decir que vendrá cuando termine de curar a los heridos.
El silencio que siguió fue ensordecedor, interrumpido solo por los sollozos de Porcum, quien, dominado por la vergüenza y la ira contenida, golpeó la mesa con un gesto de desesperación antes de abandonar la carpa, decidido a encontrar consuelo en la compañía de Luxuria.
—¿A dónde vas? —inquirió Huldrön con descaro, ajeno al malestar que había causado—. La reunión aún no ha comenzado.
Sin mirar atrás, Porcum hizo de oídos sordos mientras abandonaba la carpa, dejando atrás la opresiva atmósfera de desprecio.
—Esta vez sí que te pasaste, Huldrön —dijo Dros con una mezcla de reproche y frustración, mientras llevaba la taza de té a sus labios y tomaba un sorbo calmado—. Debes reconocer que si no fuera por Porcum, esta guerra habría sido un desastre desde el principio. Su liderazgo, su ejército y su astucia nos han llevado hasta este momento. Deberías mostrar un poco de aprecio por él.
Los demás comandantes asintieron con seriedad, respaldando las palabras de Dros con gestos de asentimiento. Todos compartían la opinión de que el Rey Huldrön había ido demasiado lejos con sus burlas hacia el Comandante Porcum. Durante todo el conflicto con el Reino Unido, Porcum había sido el arquitecto de cada victoria, el pilar sobre el cual se sostenía la existencia del reino y parte fundamental de su estructura militar y administrativa. Considerado como el futuro Campeón y candidato a Gran Campeón de los Orcos Jábalo, era una figura reverenciada y temida en igual medida, un auténtico señor de la guerra cuya destreza y liderazgo habían mantenido a raya a los enemigos del reino.
—¡A callar, bastardo! —rugió Huldrön, con una furia apenas contenida, mientras apretaba con fuerza el pecho de su sirvienta, haciendo que ésta gimiera de dolor—. ¡Él se lo buscó! ¡No puede venir a decirme qué hacer!
En medio del tenso silencio que siguió al estallido del Rey, Drákais intervino con una voz calmada pero firme:
—No te dijo qué hacer —dijo Drákais, con una paciencia que contrastaba con la ira de Huldrön—. Propuso que instalemos inmediatamente los trabuquetes para acosar a la Santa y a los soldados del Reino Unido, ocultos tras los muros de la fortaleza, en lugar de lanzarnos directamente contra esas defensas.
Aún pasó un rato antes de que Luxuria entrara en la carpa, portando un delantal grueso de color blanco que estaba manchado de sangre, al igual que sus manos, mangas y frente, marcando el arduo trabajo que acababa de realizar.
—¡He terminado mi trabajo! ¡Espero que me compensen por ello! He utilizado una habilidad muy poderosa para salvar la vida de cuarenta soldados. Tengo sus nombres y edades. ¿Ellos o ustedes pagarán por ese derroche de magia? —exclamó Luxuria, dejando entrever su frustración mientras se sentaba con molestia en una de las bancas.
—¿No estabas haciendo esto por vocación? —inquirió Asterión con confusión—. Me dijeron que estabas decidida a no dejar que murieran.
Aunque Luxuria no permitiría que esos hombres perecieran, ya no era movida únicamente por la ausencia de sus miedos y el remordimiento de causar daño a los demás, sino por tener la posibilidad de ayudar y no haberlo echo, un remordimiento que seguía pesando en su conciencia. Sin embargo, no estaba dispuesta a realizar ese trabajo de forma gratuita. Claramente, esperaba obtener ganancias de su habilidad.
—Por cierto, ¿dónde está el degenerado de Porcum? —preguntó, escudriñando el lugar con la mirada.
Porcum, por su parte, había pasado ese tiempo buscando a Luxuria y, al no encontrarla en el campamento médico, se detuvo para intentar seducir a las enfermeras sacerdotisas.
—Hey, hermosa sacerdotisa, ¿sabías que tienes unos labios preciosos? —comentó, acercándose a una de las sacerdotisas que había terminado de curar a un herido y descansaba un rato tomando un poco de agua.
—Gracias, Comandante —respondió ella con amabilidad, mostrando una mirada cálida.
—¿Te gustaría acompañarme a mi carpa? —propuso él, apoyándose en una carreta que estaba cargando algunos muertos—. Podemos darle buen uso a esos labios.
—No —respondió la sacerdotisa de inmediato y con frialdad—. Estoy al servicio de Chaos. Todo mi cuerpo le pertenece a Chaos.