La entrada había caído, las robustas puertas, antes imponentes y protectoras, ahora no eran más que pedazos de madera rota tirada en el suelo. El estruendo de su caída resonaba en el aire, mientras el polvo se levantaba en remolinos alrededor de los asaltantes.
—¡Adentro! —gritó el caballero a cargo de asaltar la entrada, su voz ahogada por el estruendo de la batalla.
Los soldados, con la mirada fija en su objetivo, entraron por la puerta en un flujo constante, aglomerados y resistiendo el golpe de las piedras que les caían encima desde lo alto de la muralla. Pero su determinación no flaqueaba, y avanzaban con valentía hacia el corazón de la fortaleza enemiga.
Al adentrarse más en la fortaleza, se encontraron con más obstáculos en forma de escaleras que conducían hacia otra puerta fortificada. Unidades de soldados acorazados defendían tenazmente cada acceso, formando una barrera impenetrable que desafiaba a los invasores.
—Ya es hora —dijo Huldrön, observando la entrada a la fortaleza abierta, su voz resonando con determinación—. Hora de entrar en combate y reclamar la cabeza de la Santa.
Huldrön montó en su imponente caballo de guerra y galopó hacia el frente con su espada en alto, un símbolo de liderazgo y valor para sus hombres. Su presencia inspiraba coraje en los corazones de sus soldados, elevando aún más su moral en medio del caos de la batalla.
—¡El Rey! —gritaban con fervor los soldados al avistar a su líder en la vanguardia.
—¡Por el Rey! —respondían con determinación, renovando su juramento de lealtad y sacrificio.
Llegó a la entrada principal de la fortaleza, donde los soldados le hicieron espacio con respeto para que pudiera pasar hasta el frente y liderar personalmente a sus hombres en la lucha.
Al llegar, una pica enemiga se alzó ante él, amenazando con detener su avance. El caballo de Huldrön se asusto, sus patas delanteras golpeando el aire en un intento de evitar el obstáculo. Con habilidad y destreza, Huldrön se mantuvo firme en la silla, y con un rápido movimiento de su espada, cortó la pica como si fuera un simple trozo de madera, abriendo paso a su avance hacia la victoria.
De pronto, el cielo se oscureció con una lluvia de flechas que descendían desde lo alto de las imponentes murallas interiores de la fortaleza. Las puntas afiladas buscaban su objetivo con precisión, y entre todas, parecían tener una prioridad marcada sobre Huldrön, cuya figura sobre su caballo se destacaba en medio del caos de la batalla. Sin embargo, ni la lluvia de proyectiles ni las filas acorazadas del ejército del Reino Unido lograban detener su avance inexorable hacia la segunda puerta de la fortaleza.
—Ja, ja, ja —se burlaba Huldrön, excitado por el frenesí de la lucha y la proximidad de la muerte que lo rodeaba como un manto ominoso.
En medio del fragor de la batalla, un golpe repentino lo alcanzó por el costado, con la punta afilada de una pica encontrando un hueco en su armadura y penetrando entre sus costillas con un dolor agudo y punzante.
—¡Gaaaah! —el grito de Huldrön resonó sobre el estruendo de la batalla, mientras sentía cómo su pulmon era perforado por la punta del arma enemiga.
Con gesto decidido, Huldrön movió su espada en un intento de contraatacar a su agresor, pero este hábilmente se apartó, esquivando el alcance de su arma con destreza mortal.
—¡El premio gordo! —exclamó la figura enemiga, con una mezcla de júbilo y determinación, mientras asestaba un golpe certero en el cuello de un Orco Jábalo que se abalanzaba hacia él, acabando con su vida en un instante—. ¡El rey Huldrön vino directamente hacia nosotros!
Aquella figura, que desafiaba las convenciones con su escasa armadura y su agilidad felina, no estaba sola en su osadía. A su lado, dos compañeros igualmente audaces portaban la misma armadura ligera, protegiendo sus espaldas con la misma fiereza con la que él defendía las suyas, formando un trío formidable que desafiaba al destino en medio del fragor de la batalla.
Estas tres personas respondían a los nombres de: Tanaka Hiro, Yamagawa Yuto e Inori Minase, tres de los cuatro transmigrados dejados en el Mundo. En un giro del destino, ahora luchaban en las filas del Reino Unido, cumpliendo con su deber de proteger los intereses de los dioses que los habían transmigrado a ese mundo.
—¡Tanaka! —exclamó el hombre con la alabarda, su voz resonando sobre el estruendo de la batalla—. ¡Cúbreme la espalda, iré a por la cabeza del rey demonio!
—No, ¡iremos juntos! —interrumpió la mujer, con determinación en sus ojos mientras levantaba su arma para defender a su compañero.
—Inori, un golpe más y estará acabando —protestó Yamagawa, observando con determinación la situación del Rey Huldrön.
Huldrön, líder de las fuerzas atacantes, reconocía en aquellos guerreros una fuerza que no pertenecía a su mundo. Ordenó a sus soldados que impidieran el avance de los transmigrados, mientras él, con ferocidad y sangre en los labios, se abría paso entre las filas enemigas, liderando el avance de sus tropas con determinación.
Mientras tanto, en otro rincón del campo de batalla, los comandantes Drákais y Dros se enfrentaba al cuarto transmigrado: una niña llamada Momoi Yumiko. Con poderosas habilidades y su arco en mano con un aura de poder a su alrededor, era considerada la más poderosa de los cuatro transmigrados. Sus flechas cortaban el aire con precisión mortal, desafiando a cualquier enemigo que se atreviera a enfrentarse a ella.
Pero en algún momento, entre el estruendo de la batalla, se alzaron gritos de victoria desde las murallas donde se encontraba Porcum.
El campeón al que Porcum se había enfrentado yacía ahora decapitado en el suelo, su cabeza empalada en la punta de una lanza se exhibía junto a los estandartes de Porcum. El cuerpo inerte del hombre fue arrojado desde lo alto de la muralla, mientras los Orcos Jábalo, enardecidos por la victoria, tomaban control de toda la muralla exterior, avanzando con ferocidad hacia las murallas interiores, como una marea imparable de furia y determinación.
—Esa batalla ya está llegando a su final —observó Luxuria, con una expresión serena mientras seguía con atención el desarrollo del combate.
—Tienes una vista aguda —comentó alguien más desde detrás de ella. Era Arcedia, la esposa del comandante Drákais, quien se unía a la mirada atenta de Luxuria hacia el campo de batalla.
Luxuria la miró brevemente y luego volvió la vista hacia la escena de la lucha.
—¿No estabas con tu esposo? —preguntó Luxuria, su tono ligeramente impasible.
—Él se fue a pelear en esa batalla. Podría haberlo acompañado, pero no soy muy hábil en el arte de la guerra —respondió Arcedia con una pizca de melancolía mientras se acomodaba en la carreta—. En estos momentos, desearía estar en casa, junto al fuego, con una buena copa de sangre de cerdo... Mmm... Qué delicia, ¿no crees?
Arcedia se detuvo junto a las sacerdotisas, cuyas miradas se entrelazaron en un silencioso intercambio de preocupación y determinación. Juntas, observaron con atención la furiosa contienda que se desarrollaba más allá de los muros de la fortaleza, donde la batalla alcanzaba su punto álgido.
En el interior de la fortaleza, el fragor de la lucha resonaba en cada rincón, mientras los defensores luchaban con fiereza para mantener a raya a los invasores. Sin embargo, la segunda muralla estaba cediendo bajo la implacable presión del enemigo, y la caída de la puerta principal parecía inevitable.
Los transmigrados, conscientes de que estaban siendo superados en número, tomaron la sabia decisión de replegarse hacia el corazón de la fortaleza, buscando refugio entre las sombras de los pasadizos ocultos, acompañados por los leales soldados que los seguían.
En ese momento crítico, irrumpió en la sala de estrategia el caballero de mayor rango, ahora investido como líder tras la desafortunada muerte de todos sus superiores en combate.
—Santa —llamó con urgencia, su voz resonando con autoridad—. Tiene que abandonar la fortaleza. Utilice el pasaje oculto. Es la única manera de asegurar su supervivencia.
La santa, arrodillada frente a una pequeña estatua en un rincón de la estancia, se encontraba inmersa en una ferviente plegaria. Al escuchar las palabras del caballero, se puso de pie con solemnidad, su rostro reflejando una mezcla de resignación y determinación.
—No, vinieron aquí por mí —respondió con calma, aunque su voz temblaba ligeramente—. No se detendrán hasta atraparme. Pero los enviados por los dioses aún son jóvenes. Se volverán más fuertes con el tiempo. Reúna a los mejores soldados y permítales escapar junto a los enviados.
El caballero abrió la boca para objetar, preocupado por la seguridad de la santa y de aquellos que la acompañaban, pero las palabras se quedaron atascadas en su garganta ante la firmeza de su decisión.
—Ya tomé mi decisión —concluyó la santa, con determinación, antes de salir del recinto con paso decidido.
El caballero, resignado a acatar sus órdenes, asintió y se apresuró a cumplir con la tarea de organizar la evacuación de los elegidos, mientras el estruendo de la batalla resonaba en el exterior.
Las tropas de Huldrön, imbuidas en una mezcla de determinación y furia, habían logrado conquistar todas las murallas interiores y abrirse paso a través de las puertas fortificadas. Ahora, ante ellos se alzaba el imponente castillo, último bastión del enemigo, cuyos muros resistentes desafiaban su avance.
—¡Aaah! —los soldados, con el corazón latiendo al compás de la batalla, corrían hacia la última puerta, empujando con todas sus fuerzas el pesado tronco del ariete en un esfuerzo por derribarla y asegurar la victoria final.
—¡Rápido! El tiempo se acaba —gritó Drákais, su voz resonando con autoridad mientras esperaba junto a Huldrön, cuya mirada ardiente se fijaba en la entrada del castillo con determinación implacable.
—¿Dónde está Porcum? —preguntó Huldrön, escudriñando el caos de la batalla en busca de su valiente compañero.
—Volvió a la retaguardia. Se enfrentó a un poderoso campeón humano —informó Dros, con un gesto serio que reflejaba la gravedad de la situación.
—El comandante General del Cuarto Ejército —intervino Asterión, con los brazos cruzados sobre el pecho—. He oído hablar de él. Catalogado como el segundo campeón más fuerte, solo por debajo del Gran Campeón humano. Su reputación precede su presencia en el campo de batalla, y su destreza en la lucha es temida por todos aquellos que han tenido el desafortunado encuentro con él... Hasta que Porcum lo mató.
—Le llevaremos algunas mujeres para recompensarlo por tal hazaña —dijo Huldrön, su voz resonando con la arrogancia de un líder triunfante, mientras su mirada se posaba en una grieta en la puerta fortificada—. Si es que tenían mujeres en esta fortaleza.
—La santa es una mujer de la raza de los elfos —explicó Asterión, con una seriedad que reflejaba la astucia de un comandante—. Puede ser ella. No la maten aún. Muchos de nuestros soldados tienen cuentas pendientes con ella y podríamos obtener valiosa información antes de decidir su destino final.
—Primero se la daremos a Porcum —intervino Dros, con determinación en su voz—. Se lo merece. Tomó la iniciativa de atacar y su ejército tomó las murallas, además de haberse deshecho de un formidable enemigo.
—Yo quiero a la niña transmigrada —declaró Drákais, con una expresión siniestra mientras sacaba un cuchillo y lo examinaba con atención—. Su sangre será un regalo para Arcedia.
Mientras ellos se repartían los botines de guerra que aún no tenían en la mano pero que ya consideraban suyos por derecho de conquista, en el interior del castillo dos soldados levantaron una de las gruesas y pesadas losas de roca que cubrían el suelo, revelando un agujero que conducía a un túnel oculto bajo la fortaleza, el cual se adentraba en un bosque cercano.
—¡Vamos, todos adentro! —ordenó el caballero, cuya voz resonó con autoridad en el corredor del castillo, y cuarenta soldados junto con los transmigrados comenzaron a adentrarse en la oscuridad del túnel, preparándose para el viaje de regreso a la capital del Reino Unido.
Los soldados, con las antorchas iluminando su camino, avanzaron con cautela por el estrecho pasaje, mientras los transmigrados decidieron entrar últimos, queriendo despedirse de la Santa antes de abandonar el castillo.
—Oh... Valya-sama —susurraba Momoi, con los ojos llenos de lágrimas mientras se aferraba a la Santa con desesperación—. Ven con nosotros...
—Pequeña Momoi, no debes llorar —consoló la Santa, con una sonrisa gentil mientras acariciaba su cabello—. Esta es mi decisión. Estaré bien. Ahora ve con los demás y mantente a salvo.
Fue un estruendo ensordecedor el que marcó el momento en que el tronco del ariete atravesó la puerta, creando un hueco desgarrador en la estructura ya debilitada. El eco retumbó por los pasillos del castillo, anunciando la inminente caída de la última barrera que protegía a sus ocupantes.
—¡Rápido! —gritó la santa, apartando a Momoi de su lado con determinación—. ¡Váyanse ya!
Los soldados, con el corazón latiendo al compás de la urgencia, se apresuraron a ingresar al túnel subterráneo, seguidos de cerca por los transmigrados que cerraban la fila. A su paso, los soldados que permanecían en el castillo aseguraron la entrada al túnel, colocando la pesada losa de roca en su posición original. Finalmente, con un estruendo sordo, la puerta cedió ante la fuerza del ariete, dejando paso a los soldados del ejército de Huldrön, quienes irrumpieron en el castillo con ferocidad y sed de venganza.
Dentro del castillo, la lucha era feroz y desesperada. Los defensores, conscientes de que estaban luchando por sus vidas, se aferraban a cada resquicio de esperanza mientras enfrentaban la embestida del enemigo.
—¡La Santa! —gritaban los soldados de Huldrön al divisarla detrás del muro de soldados y sacerdotes que la protegían—. ¡Atrapen a la maldita!
—¡Pagarás todo el sufrimiento que nos has causado!
—¡Devuélveme a mi hermano!
—¡Mi hijo murió por tu mano!
—¡Mi pueblo fue destruido por tu culpa! ¡Mi familia ya no está!
Cada grito de acusación resonaba en los pasillos del castillo, alimentado por el dolor y la ira acumulados a lo largo de los años. Cada soldado de Huldrön tenía una razón personal para odiar a la Santa, una historia de pérdida y sufrimiento que la involucraba directamente. Y no eran solo ellos; en todo el reino de Huldrön, el odio y el rencor hacia la Santa habían arraigado profundamente en el corazón de la gente, alimentado por el sufrimiento y la tragedia.