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Chapter 7 - Marcha hacia la Fortaleza

Durante seis largas horas, Luxuria se había mantenido al final de la marcha del ejército, su figura imponente destacaba entre el vaivén de soldados y la polvareda que levantaban sus pisadas. Fue entonces cuando Asterión, dejando su posición junto a Huldrön, retrocedió hasta la retaguardia para observar a Luxuria. Montaba un extraño especimen de caballo: un animal un tercio más grande y corpulento que los corceles habituales, con un pelaje oscuro que relucía a contraluz. Lo más sorprendente de aquel caballo era su capacidad para soportar el peso del minotauro.

—¡Vamos! —intentó animarla Asterión. —No falta mucho para llegar a la fortaleza de la Santa, solo un par de horas más.

Luxuria no respondió, su mirada se perdía en el horizonte, mientras la incomodidad que le causaba la silla de montar se hacía más evidente. No quería distraerse y perder la concentración, no después de haber caído del caballo tres veces durante el trayecto. Su progreso en la monta era rápido, estaba aprendiendo el truco, pero la incomodidad persistía. Sentía un dolor agudo en el trasero, un ardor incómodo en la entrepierna y la certeza de que pronto le saldrían ampollas.

La velocidad a la que avanzaba la marcha se denominaba paso de combate, un trote que aceleraba el paso de los soldados para alcanzar el objetivo con prontitud. Cada golpe del casco del caballo era un recordatorio del esfuerzo físico, un nuevo dolor en el cuerpo de Luxuria que, a pesar de todo, persistía en mantener el ritmo, decidida a llegar a su destino.

El sol se alzaba majestuoso en el firmamento, pintando el cielo con tonos dorados que anunciaban el paso inexorable del tiempo, convirtiéndolo en un recurso más valioso que el oro mismo.

—Bueno... debemos alcanzar la fortaleza antes de que el crepúsculo nos sorprenda —dijo Asterión, instando a su caballo a una carrera veloz para reunirse con Huldrön —necesitamos tiempo para descansar antes de la noche y así enfrentar la primera batalla, y luego, el asedio.

—Claro... —murmuró Luxuria entre dientes, su voz cargada de sarcasmo —el enemigo seguramente nos concederá el lujo de un descanso.

—¡Eso sería posible! —exclamó Asterión, respondiendo al murmullo de Luxuria con determinación —Pero en la guerra, todo conlleva riesgos.

La fortaleza se erigía imponente en el horizonte, sus altos muros eran testigos mudos de innumerables enfrentamientos y estrategias desplegadas a lo largo de los años. Allí, la santa se escondía, resguardada por un formidable ejército y algunos de los campeones más valientes de la raza de los elfos del Reino Unido.

Mientras tanto, el Rey Huldrön había apostado todo a esta última ofensiva, buscando desesperadamente cambiar el destino de su reino y asegurar su supervivencia en medio del torbellino de la guerra.

Con éxito, logró hacer retroceder a los ejércitos del Reino Unido y cortarles el paso hacia la fortaleza donde la santa se refugiaba junto a una de las principales fuerzas del Reino. Reunió a sus cuatro mejores generales y seleccionó lo más selecto de su ejército, marchando hacia la fortaleza con la firme intención de asediarla y someterla a su voluntad.

En algún momento del cálido día, las trompetas del ejército resonaron con una claridad penetrante, y las banderolas ondearon con entusiasmo, indicando un breve pero necesario descanso.

El ejército cesó su marcha, y los soldados, exhaustos por el trajín de la jornada, encontraron reposo en las ásperas piedras y el suave césped que adornaba el campo. Mientras descansaban, disfrutaban de una modesta merienda compuesta por galletas resecas o pan duro, acompañadas de un sorbo de agua fresca o un trago de jugo de frutas, elemento escaso pero apreciado que podían preparar por sí mismos o adquirir con esfuerzo.

No obstante, algunos de los soldados, lejos de entregarse al merecido reposo, optaron por aventurarse en los bosques cercanos en busca de presas para cazar o de frutos silvestres para recolectar. Otros, en cambio, prefirieron explorar los alrededores, atentos a cualquier indicio de peligro que pudiera acecharles en aquella tierra hostil. Esta dinámica era parte inherente de la vida militar, donde cada pausa se convertía en una oportunidad para garantizar la subsistencia y la seguridad del ejército.

Mientras tanto, Luxuria descendió de su imponente corcel y se reunió con el grupo de sacerdotisas, cautivada por la curiosidad que despertaban sus ahora compañeras de fe. Un servicial soldado le ofreció una generosa porción de la ración asignada: cinco galletas crujientes y una cantimplora rebosante de agua cristalina. Lo mismo fue dado a todas las mujeres consagradas al servicio de Chaos, con excepción de la cantimplora, ya que ellas ya contaban con la suya y solo se las llenaron.

—Oh, Chaos, gracias por otorgarnos un día más de vida —expresó una de las sacerdotisas con devoción, mientras contemplaba la modesta merienda que les había sido brindada. Luego, extrajo de su mochila un frasco repleto de una sustancia espesa y dulce, reconocible como mermelada.

—No sabía que habían reclutado a una más de nosotras —comentó otra sacerdotisa con genuino interés, dirigiendo su mirada hacia Luxuria. —Hermana, ¿cuándo te uniste a nosotros? No te habíamos visto hasta hace poco, ¿acaso eras tú quien cabalgaba a lomos del corcel?

Luxuria, conocedora de los protocolos de interacción entre las sacerdotisas de Chaos, adoptó un tono afable y respetuoso para no despertar sospechas innecesarias.

—Fui reclutada en la capilla en ruinas —respondió con cortesía, sin perder la compostura—. Estaba explorando los alrededores y me sorprendió la llegada del ejército mientras descansaba en aquella capilla abandonada.

—Oh... Hermana, entonces fuiste tú quien desafió a los Comandantes en duelo? —preguntó con un destello de emoción y curiosidad otra de las sacerdotisas, sacando de su mochila un pequeño cofre —escuché que los comandantes sufrieron en ese enfrentamiento.

Luxuria no deseaba proyectar altivez y comprendía la importancia de la sinceridad, aunque ya había ocultado el hecho de que había reencarnado y que su tiempo en este mundo era breve.

—Sí, me enfrenté a ellos en duelo, pero... fue porque el Rey Huldrön intentó obligarme a casarme con él —respondió Luxuria —qué humillante y repugnante.

—¿Verdad...? Tan repugnante —añadió otra de aquellas sacerdotisas —es el rey, su comportamiento es despreciable, y ni qué decir del comandante Porcum, es el más desagradable, cada vez que tiene oportunidad está acosando a las mujeres del ejército y a nosotras.

La conversación con esas mujeres se desenvolvió de manera intrigante y fluida, captando la atención de Luxuria de una manera inesperada. Extrañamente, sintió una cálida sensación de compañerismo mientras estaba junto a ellas, y anhelaba permanecer a su lado como si hubiera hallado un refugio reconfortante en medio del tumulto y la incertidumbre de la guerra.

De repente, como una sombra inoportuna, apareció Drákais, cuya figura enfermiza y encorvada parecía reflejar el peso del mundo sobre sus hombros, como si el sol mismo fuera su peor enemigo. —Luxuria... ¿Por qué no vienes a merendar con nosotros? Este no es el lugar en el que deberías estar —sus palabras resonaron con una mezcla de preocupación y autoridad.

Todas quedaron en silencio, el aire cargado de expectación. Sus miradas se fijaron con asombro en Luxuria, quien, sin darle importancia al silencio circundante, sin siquiera mover la cabeza, alcanzó con confianza un pedazo de galleta con mermelada y lo llevó a su boca con un gesto decidido.

—Estoy bien aquí, Drákais —respondió con cortesía y amabilidad, antes de girarse para enfrentarlo. —Dile al rey Huldrön que permaneceré con mis hermanas, pero que mis privilegios y precio seguirán siendo los mismos. Que solo me llame cuando haya alguna reunión de gran importancia.

—Mmm... —Drákais miró a las demás sacerdotisas y se dio la vuelta —Está bien, le daré tu mensaje.

Drákais, con su algo imponente figura resaltando entre las sombras de las carretas y algunos árboles, asintió con solemnidad antes de alejarse con paso firme. Las demás sacerdotisas observaron su partida con un silencio cargado de significado, conscientes de que aquel gesto revelaba mucho más de lo que podían entender en ese momento. Entre susurros apenas audibles, comentaban entre sí sobre la misteriosa aura que rodeaba al General, y cómo este breve encuentro había dejado entrever la presencia de una figura excepcional en su presencia.

—Hermana... —Rompió el silencio una de aquellas sacerdotisas —Permíteme preguntarte ¿Qué tan fuerte eres? Para que el General Drákais te trate con respeto, debes ser realmente formidable.

Las palabras resonaron en el aire, cargadas de curiosidad y un dejo de admiración velada. La sacerdotisa que las pronunció miraba a Luxuria con ojos inquisitivos, tratando de desentrañar el misterio que la rodeaba. Luxuria, con una mirada serena y su porte distinguido, respondió con una sonrisa enigmática que apenas asomaba en sus labios.

—No le presten atención a eso —dijo Luxuria, alzando su cantimplora con elegancia —No es que sea fuerte, solo los intimido un poco y le hice un gran favor a Drákais.

Su voz resonó en el entorno, envolviendo a las sacerdotisas en un halo de misterio y fascinación. En aquel breve instante, se percibía en el aire la presencia de un poder sutil pero inconfundible, que distinguía a Luxuria como algo más que una simple sacerdotisa.

Después de aquel incidente, un silencio tenso se apoderó brevemente del grupo, como si la sombra de la pregunta sin respuesta aún flotara en el aire. Sin embargo, con la misma fluidez con la que las palabras se habían detenido, la conversación retomó su curso, como un río que encuentra su cauce tras una leve perturbación. Hablaban sobre temas cotidianos, sueños y aspiraciones, pero bajo la superficie, el eco de lo sucedido resonaba en cada intercambio de miradas y gestos sutiles de respeto.

Al concluir el breve receso para la merienda, los soldados se pusieron de pie con renovado vigor, listos para emprender el siguiente tramo de su marcha. Las sacerdotisas, con la eficiencia de quienes están acostumbradas a la vida en movimiento, recogieron sus pertenencias dispersas y se prepararon para continuar la marcha.

Un grupo de tres sacerdotisas emergió del bosque, sus rostros iluminados por la satisfacción de una tarea cumplida. Con pasos firmes, llevaban entre ellas la recompensa de su cacería: carne de un jabalí de tamaño respetable, que prometía saciar el hambre del grupo durante la siguiente etapa del viaje. Además, entre sus manos delicadas llevaban algunas hierbas, cuyo aroma embriagador anunciaba la promesa de remedios naturales y confort para el cuerpo fatigado.

Al conocer a Luxuria, las sacerdotisas no pudieron ocultar su admiración y respeto hacia ella, y con gestos amables la invitaron a unirse a ellas en las carretas que servían como medio de transporte para el grupo. Sin embargo, Luxuria, con una mezcla de cortesía y determinación, declinó la oferta con una explicación serena.

—Tengo prohibido subir a las carretas hasta aprender a montar a caballo —explicó, resignada, aunque su voz resonaba con una determinación tranquila que sugería una voluntad firme detrás de sus palabras.

Luxuria subió con gracia a su caballo, esta vez sin dificultades aparentes, aunque la incomodidad y el dolor persistían en sus músculos entumecidos. El ritmo acelerado al que avanzaba la marcha era un constante recordatorio de la urgencia del momento, un rápido paso de combate que resonaba en el aire cargado de tensión.

El ejército continuó su marcha incesante hasta que el sol comenzó a declinar en el horizonte. Luxuria luchaba por mantenerse despierta mientras cabalgaba, sus párpados pesados luchaban contra el deseo de cerrarse. El miedo a caerse de su montura se insinuaba en su mente, aunque finalmente, el cansancio la venció y cedió al sueño, solo para despertarse abruptamente con un susto y un golpe al contacto con el suelo duro y áspero.

Con el crepúsculo tiñendo el cielo de tonos dorados y rosados, avistaron la fortaleza imponente que se alzaba sobre una colina distante, pero aún fuera de su alcance. Los cantos de alegría de los soldados, resonando en el aire fresco de la tarde, anunciaban la cercanía de su destino. Cada unidad entonaba la misma canción de triunfo, un coro unificado que dejó sorprendida a Luxuria, quien experimentaba por primera vez tal camaradería y entusiasmo compartido.

Sin embargo, la dicha fue efímera. Los sonidos agudos de los cuernos de advertencia cortaron el aire, resonando a través del campo en un eco ominoso. La marcha del ejército se detuvo abruptamente, y los gritos urgentes de los caballeros y altos mandos se extendieron por toda la formación. El enemigo se aproximaba, sus intenciones claras y amenazadoras, transformando la excitación en una tensa preparación para el inminente combate.